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Brunetti decidió bajar al despacho de la signorina Elettra para darle las gracias personalmente pero abstenerse de preguntar por su fuente de información. La puerta del despacho estaba abierta, y ella tecleaba en el ordenador mirando la pantalla con la cabeza ladeada. Hoy las flores -observó Brunetti- eran rosas rojas, por lo menos, dos docenas, símbolo de amor y añoranza.

Ella notó su presencia, levantó la mirada hacia él, sonrió y dejó de escribir.

– Buon giorno, comisario. ¿En qué puedo ayudarle?

– He venido a darle las gracias, bravissima Elettra, por los papeles que ha dejado en mi mesa.

Ella sonrió, al oírle usar su nombre de pila, como si viera en ello un tributo y no una libertad.

– No hay de qué darlas. Interesantes las coincidencias, ¿verdad? -preguntó sin tratar de disimular la satisfacción que le producía haberlas observado.

– Muy interesantes. ¿Y las listas de llamadas telefónicas? ¿Las tiene?

– Están verificándolas, para ver si hablaron el uno con el otro. Tienen las listas del teléfono del signor La Capra de Palermo además del teléfono y el fax que se hizo instalar aquí. Les he pedido que busquen si alguna llamada procedía del domicilio o el despacho de Semenzato, pero eso lleva más tiempo y probablemente no lo tendremos hasta mañana.

– ¿Todo esto lo debemos a su amigo Giorgio? -preguntó Brunetti.

– No; él está en Roma, haciendo un cursillo, de modo que les dije que el vicequestore Patta necesitaba esta información inmediatamente.

– ¿Le preguntaron para qué la necesitaba?

– Claro que sí, comisario. No querría usted que facilitaran esta clase de información sin la debida autorización, ¿verdad?

– Por supuesto que no. ¿Y qué les dijo?

– Que era un asunto confidencial. Asunto del Gobierno. Eso hará que trabajen más aprisa.

– ¿Y si el vicequestore se entera? ¿Y si ellos se lo mencionan y le dicen que ha usado usted su nombre?

La sonrisa de la muchacha se hizo más cálida todavía.

– Les dije que él tendría que negar que estaba al corriente y que no le gustaría que le hablaran de ello. Además, me parece que están acostumbrados a hacer cosas tales como controlar teléfonos particulares y hacer listas de llamadas.

– Eso me parece a mí también -convino Brunetti. E incluso tenía la impresión de que se guardaban grabaciones de lo que ciertas personas decían durante esas llamadas, una idea paranoica que compartía con buena parte de la población, pero no lo dijo a la signorina Elettra sino que le preguntó-: ¿Existe alguna posibilidad de que nos las den hoy?

– Les llamaré. A lo mejor esta tarde.

– ¿Tendrá la bondad de subírmelas si llegan, signorina?

– Naturalmente -respondió ella, volviendo a mirar el teclado.

Él fue hacia la puerta, pero antes de llegar, tratando de aprovechar el clima de confianza de los últimos minutos, dijo:

– Signorina, perdone la pregunta, pero siempre me ha intrigado por qué vino a trabajar para nosotros. No todo el mundo renunciaría a un empleo en la Banca d'Italia.

Ella dejó de escribir, pero mantuvo los dedos en las teclas:

– Oh, me apetecía un cambio -respondió con naturalidad, y volvió a concentrarse en la escritura.

«Sí, y los peces vuelan», pensaba Brunetti al subir a su despacho. Durante su ausencia, el calor se había hecho tórrido, por lo que abrió las ventanas unos minutos, aunque no del todo, para que no entrara la lluvia. Luego las cerró y volvió a su mesa.

La Capra y Semenzato: el misterioso personaje del Sur y el director del museo. El hombre acaudalado con pasión por el lujo y el director de museo bien situado para satisfacerla. Eran una pareja interesante. ¿Qué otros objetos podía tener en su poder el signor La Capra? ¿Los tendría ya en su palazzo? ¿Se habían terminado los trabajos de restauración y, en tal caso, qué cambios se habían hecho? Sería fácil averiguarlo: no tenía más que ir al ayuntamiento y pedir que le enseñaran los planos. Desde luego, lo que figurara en los planos quizá no se pareciera mucho a lo que se había hecho en realidad, pero si preguntaba cuál de los inspectores municipales había firmado la licencia, podría hacerse una idea de la relación.

Quedaba la cuestión de qué objetos podía contener el recién restaurado palazzo, pero averiguarlo exigía otra clase de planteamiento. En Venecia, ciudad en la que palazzi como el de La Capra se vendían a razón de siete millones de liras el metro cuadrado, no existía el magistrado que librase una orden de registro sobre la base de una coincidencia de fechas en unas facturas de hotel.

Brunetti decidió probar primero la vía oficial, lo que suponía hacer una llamada al otro extremo de la ciudad, a las oficinas del catasto, donde tenían que registrarse todos los planos, proyectos y cambios de propiedad. Tardó mucho en conseguir comunicación con el despacho adecuado, y su llamada deambuló por los teléfonos de funcionarios displicentes que, antes ya de que Brunetti tuviera ocasión de explicarles lo que quería, estaban seguros de que esa información debía dársela otra persona. Varias veces probó de hablar en veneciano, confiando en que el uso del dialecto le facilitara las cosas al demostrar a la persona que estaba al otro extremo del hilo que quien llamaba era no sólo un policía sino un veneciano nativo. Las tres primeras personas le contestaron en italiano -no eran venecianas- y la cuarta, en un sardo cerrado y totalmente incomprensible, por lo que Brunetti tuvo que recurrir otra vez al italiano; pero ni aun así. Finalmente, tras varias tentativas más, encontró lo que buscaba.

Sintió viva alegría cuando oyó una voz de mujer que hablaba en el más puro veneciano y, por si fuera poco, con marcado acento de Castello. Olviden lo que dijo Dante de que si el toscano tiene dulce sabor. Ésta sí que era lengua para el deleite.

Mientras esperaba pacientemente que la burocracia se aviniera a escucharle, Brunetti abandonó la pretensión de conseguir una copia de los planos, por lo que se limitó a pedir el nombre de la empresa que había hecho la restauración. Era Scattalon, una de las mejores y más caras de la ciudad. En realidad, esta firma tenía un contrato, más o menos a perpetuidad, para proteger el palazzo de su suegro contra los no menos perpetuos estragos del tiempo y las mareas.

Arturo, el hijo mayor de Scattalon, estaba en el despacho, pero no estaba dispuesto a revelar a la policía datos de un cliente.

– Lo siento, comisario, pero se trata de información reservada.

– Lo único que me interesa es poder hacerme una idea aproximada del importe de las obras, diez millones más o menos -explicó Brunetti, que no comprendía por qué había de ser reservada o confidencial esta información.

– Lo siento, pero es totalmente imposible. -En el otro extremo del hilo se apagó el sonido, y Brunetti supuso que Scattalon había tapado el micro con la mano para hablar con otra persona. Al momento decía-: Para dar esta clase de información, necesitamos una petición judicial.

– ¿Serviría de algo si yo le pidiera a mi suegro que hablara con su padre? -preguntó Brunetti.

– ¿Y quién es su suegro? -preguntó Scattalon.

– El conde Orazio Falier -dijo Brunetti saboreando por primera vez en su vida cada una de las sonoras sílabas que se deslizaban por su lengua.

Nuevamente se ahogó el sonido al otro extremo, pero Brunetti aún percibía un ronco murmullo de voces masculinas. El teléfono golpeó ligeramente una superficie dura, se oyeron ruidos de fondo y otra voz que decía: