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– Buon giorno, dottor Brunetti. Tiene que perdonar a mi hijo. Es nuevo en la empresa. Acaba de salir de la universidad y todavía no está familiarizado con el negocio.

– Desde luego, signor Scattalon, lo comprendo perfectamente.

– ¿Qué información desea, dottor Brunetti? -preguntó Scattalon.

– La cifra aproximada de lo que el signor La Capra invirtió en la restauración de su palazzo.

– Desde luego, dottore. Un momento, voy a buscar la carpeta. -El teléfono fue puesto otra vez en la mesa, pero Scattalon no tardó en volver. Dijo que no sabía a cuánto había ascendido el precio de compra, pero calculaba que, durante el último año, su empresa había facturado a La Capra por lo menos quinientos millones, en concepto de mano de obra y materiales. Brunetti supuso que ésta era la cifra in bianco, el importe oficial que se declararía al Gobierno. Como no conocía a Scattalon, no podía preguntar al respecto, pero era de suponer que la mayor parte del trabajo se había pagado in nero, con lo que Scattalon se evitaba tener que declarar y pagar impuestos por el ingreso. Brunetti calculó que a lo indicado habría que sumar por lo menos otros quinientos millones de liras, embolsados, si no por el propio Scattalon, por otros industriales a los que se hubiera pagado en negro.

Respecto a los trabajos en sí, Scattalon no pudo ser más explícito. Tejado y cielo raso nuevos, refuerzo de la estructura con vigas de acero (con la consiguiente multa que hubo que pagar por ello), eliminación del revoque de las paredes, enyesado, cambio de la instalación de agua y electricidad y de los sistemas de calefacción y aire acondicionado, construcción de tres escaleras nuevas, colocación de parquet en los salones principales y doble vidrio en las ventanas de todo el edificio. Brunetti, aun siendo profano en la materia, comprendía que la obra tenía que haber costado mucho más de lo que Scattalon decía. En fin, allá se las compusiera con el fisco.

– Tenía entendido que había proyectado una sala para su colección -inventó Brunetti-. ¿No acondicionaron ustedes un espacio para pinturas o… -aquí hizo una pausa, confiando en acertar-… cerámicas?

Scattalon, tras una breve vacilación, durante la cual debió de sopesar sus obligaciones para con La Capra y con el conde, respondió:

– Había en la tercera planta una sala que podía servir como una especie de galería. Pusimos cristal a prueba de balas y rejas en todas las ventanas. Está en la parte de atrás del palazzo -agregó Scattalon- y las ventanas miran al Norte, por lo que recibe luz indirecta, pero son grandes, por lo que la habitación es clara.

– ¿Una galería?

– Bueno, él no dijo que lo fuera, pero lo parece. Hay una sola puerta, blindada, y hornacinas en la pared. Serían perfectas para albergar estatuas no muy grandes, o cerámicas.

– ¿Y el sistema de alarma? ¿Lo instalaron ustedes?

– No; nosotros no hacemos esta clase de trabajos. Si lo instaló, tuvo que encargarlo a otra empresa.

– ¿Sabe si lo hizo?

– Lo ignoro.

– ¿Qué opinión le merece ese hombre, signor Scattalon?

– Es fabuloso, resulta un verdadero placer trabajar para él. Muy razonable. Con mucha imaginación. Y un gusto excelente.

Brunetti dedujo de esto que La Capra era un hombre caprichoso y extravagante que no regateaba y tampoco repasaba las facturas muy atentamente.

– ¿Sabe si el signor La Capra vive ahora en el palazzo?

– Sí. Nos ha llamado varias veces para subsanar ciertos detalles que se pasaron por alto durante las últimas semanas de las obras. -Brunetti reparó en el útil giro impersonal de la frase: los detalles «se pasaron» por alto, no los pasaron por alto los operarios de Scattalon. Qué maravilloso poder el del lenguaje.

– ¿Y podría decirme si hubo que subsanar algún detalle en esa sala que llama usted la galería?

La respuesta de Scattalon fue inmediata:

– Yo no la he llamado así, dottor Brunetti. He dicho que podría servir para tal fin. No; allí no se había pasado por alto ningún detalle.

– ¿Sabe si alguno de sus hombres entró en esa habitación cuando volvieron al palazzo a dar los últimos toques?

– Si no tenían nada que hacer allí, seguro que no entraron.

– Naturalmente, signor Scattalon, naturalmente. Estoy seguro de que así es. -Su intuición le decía que la paciencia de Scattalon daba para una sola pregunta más-: ¿El único acceso a esa habitación es por la puerta?

– Sí; y por el conducto del aire acondicionado.

– ¿Las rejillas pueden abrirse?

– No. -Un escueto monosílabo, claramente final.

– Le quedo muy agradecido por su ayuda, signor Scattalon. Así se lo diré a mi suegro -concluyó Brunetti, sin dar más explicaciones al final de la conversación de las que había dado al principio, pero seguro de que Scattalon, como la mayoría de los italianos, recelaba de todo lo que estuviera relacionado con una investigación policial y se guardaría bien de mencionar aquella conversación a alguien, y sobre todo a un cliente que quizá todavía no hubiera acabado de pagarle.

19

Se preguntaba Brunetti si el signor La Capra resultaría ser otro de aquellos personajes bien protegidos que iban apareciendo en escena con una frecuencia inquietante. Llegaban al Norte procedentes de Sicilia y Calabria, inmigrantes en su propia tierra, provistos de una riqueza que no tenía raíces, por lo menos, que pudieran detectarse. Durante muchos años, los habitantes de Lombardía y el Véneto, las regiones más ricas del país, se habían creído libres de la piovra, aquel pulpo de múltiples tentáculos en que se había convertido la Mafia. Hasta ahora, las muertes, las bombas en los bares y restaurantes cuyos dueños se negaban a pagar protección, los tiroteos en el centro de las ciudades, eran todo roba dal Sud, cuestión del Sur. Y, así había que reconocerlo, mientras toda aquella violencia y sangre se había mantenido en el Sur, nadie se había preocupado mucho por ella; los Gobiernos se encogían de hombros, como si aquello fuera otra pintoresca costumbre de los meridione. Pero, durante los últimos años, la Italia industrializada se había visto infectada por el fenómeno, como si de una plaga del campo a la que no se pudiera poner coto se tratara, y en vano buscaba la manera de contener el avance de la enfermedad.

Con la violencia, con los asesinos a sueldo que mataban a niños de doce años para hacer llegar su mensaje a los padres, habían venido los hombres con cartera, los educados mecenas de la ópera y las artes, con sus hijos universitarios, sus bodegas bien provistas y su afán de ser tenidos por filántropos, epicúreos y caballeros, no por lo criminales que eran en realidad, con sus poses y su retórica sobre la omertà y la lealtad.

Durante un momento, Brunetti se obligó a sí mismo a considerar que el signor La Capra podía muy bien ser lo que parecía: un hombre acaudalado que había comprado y restaurado un palazzo del Gran Canal. Pero no podía dejar de recordar que en el despacho de Semenzato estaban las huellas dactilares de Salvatore La Capra ni que La Capra padre y Semenzato habían visitado al mismo tiempo varias ciudades. ¿Coincidencia? Qué absurdo.

Scattalon le había dicho que La Capra residía en el palazzo. Quizá hubiera llegado el momento de que el representante de uno de los estamentos oficiales de la ciudad fuera a saludar al nuevo residente para intercambiar impresiones acerca de la necesidad de adoptar medidas de seguridad en estos tiempos en que, lamentablemente, la criminalidad estaba en auge.