– ¿Todos de Oriente? -preguntó Brunetti.
– Eso no lo especificó.
– ¿Hay aquí mercado para esas cosas?
– Aquí, en Italia, no, pero lo hay en Alemania y, una vez en Italia la mercancía, es fácil hacerla llegar allí.
Ningún italiano se molestaría en preguntar por qué no se hacían los envíos directamente a Alemania. Se rumoreaba que los alemanes consideraban la ley como algo que había que cumplir, mientras que los italianos la veían como algo que había que analizar y luego evadir.
– ¿Cuál puede ser el valor, el precio? -preguntó Brunetti, sintiéndose el típico veneciano.
– Fabuloso, no por la belleza de las estatuas en sí sino porque proceden de Angkor Wat.
– ¿Podrían venderse libremente en el mercado? -preguntó Brunetti, pensando en la sala que el signor La Capra había dispuesto en el tercer piso de su palazzo y preguntándose cuántos signor La Capra podría haber.
Nuevamente, Carrara reflexionó antes de contestar.
– No; probablemente, no. Pero eso no significa que no haya mercado para ellas.
– Comprendo. -Era sólo una posibilidad, pero preguntó-: Giulio, ¿tienen algo acerca de un tal La Capra, Carmello La Capra? De Palermo. -Mencionó la coincidencia con Semenzato en los viajes al extranjero: las mismas ciudades y las mismas fechas.
Después de una breve pausa, Carrara respondió:
– El nombre me resulta vagamente familiar, pero no puedo asociarlo a algo concreto. Déme una hora, miraré en el ordenador si hay algo sobre él.
La siguiente pregunta de Brunetti obedecía a simple curiosidad profesionaclass="underline"
– ¿Tienen mucha información en su ordenador?
– Montones -dijo Carrara con audible orgullo-. Listados de nombres, ciudades, siglos, formas de arte, artistas, técnicas de reproducción. Pida usted lo que quiera: si ha sido robado o falsificado, aparecerá en el ordenador. Ese hombre podría estar con su apellido o con cualquier alias o mote que pueda tener.
– El signor La Capra no es hombre que consienta que le pongan mote -explicó Brunetti.
– Ah, vamos, uno de ésos. Pues en tal caso podría estar en «Palermo» -y entonces Carrara añadió, innecesariamente-: Es un archivo muy voluminoso. -Hizo una pausa para dar tiempo a Brunetti a asimilar el comentario y preguntó-: ¿Le interesa algún tipo de arte en especial, alguna técnica?
– Cerámica china -apuntó Brunetti.
– Ah -dijo Carrara prolongando la exclamación y elevando el tono-. De ahí me sonaba el nombre. No recuerdo exactamente qué fue, pero si el nombre me suena por esa asociación, estará en el ordenador. Luego le llamo, Guido.
– Se lo agradeceré, Giulio. -Entonces, por simple curiosidad, preguntó-: ¿Existe la posibilidad de que lo envíen a Verona?
– No lo creo. Los hombres de Milán son de lo mejor que tenemos. Yo iría sólo si resultara que eso está relacionado con alguna de mis investigaciones en curso.
– Comprendo. Llámeme si encuentra algo sobre La Capra. Estaré toda la tarde. Y gracias, Giulio.
– No me las dé hasta que sepa lo que puedo decirle -repuso Carrara, y colgó antes de que Brunetti pudiera contestar.
Brunetti preguntó por teléfono a la signorina Elettra si había recibido la lista de llamadas de La Capra y Semenzato y descubrió con satisfacción que no sólo Telecom había enviado las listas sino que, además, ella había podido detectar numerosas llamadas hechas entre los teléfonos de sus respectivos domicilios y despachos en Italia, así como a hoteles del extranjero cuando uno de los dos hombres se hospedaba en ellos.
– ¿Quiere que se las lleve, comisario?
– Si tiene la bondad, signorina.
Mientras la esperaba, Brunetti abrió la carpeta de Brett y marcó el número que allí se indicaba. El teléfono sonó siete veces pero nadie contestó. ¿Significaba esto que ella había seguido su consejo y se había ido a Milán? Quizá Flavia había llamado para comunicárselo.
Sus especulaciones fueron interrumpidas por la llegada de la signorina Elettra, hoy, vestida de gris, muy sobria; sobria, hasta que Brunetti bajó la mirada y vio unas medias negras decoradas con un abigarrado dibujo ¿de flores? y unos zapatos rojos, con unos tacones más altos que los que Paola se había atrevido a llevar nunca. Se acercó a la mesa y le puso delante una carpeta marrón.
– He marcado con un círculo las llamadas que se corresponden -explicó.
– Gracias, signorina. ¿Se ha guardado copia?
Ella asintió.
– Muy bien. Vea ahora si puede conseguir la lista de llamadas de la tienda de antigüedades de Francesco Murino, de campo Santa Maria Formosa, y si Semenzato o La Capra lo llamaron o él a ellos.
– Me he tomado la libertad de llamar a la American Telegraph and Telephone a Nueva York -dijo la signorina Elettra-, para averiguar si alguno de ellos utilizaba tarjetas de llamadas internacionales. La Capra, sí. El hombre con el que he hablado me ha dicho que me pasaría por fax una lista de las llamadas de los últimos años. Quizá la tenga esta misma tarde.
– ¿Ha hablado usted personalmente con él, signorina? -preguntó Brunetti, admirado-. ¿En inglés? ¡Un amigo en Banca d'Italia y, además, habla inglés!
– Naturalmente, él no hablaba italiano, a pesar de trabajar en la sección internacional. -¿Debía escandalizarse Brunetti por este fallo? Si así era, se escandalizaría, porque era evidente que la signorina Elettra estaba escandalizada.
– ¿Y cómo es que usted habla inglés?
– Eso es lo que hacía en la Banca d'Italia, dottore. Traducir del inglés y del francés.
Él no pudo contener la pregunta.
– ¿Y se marchó?
– No tuve alternativa, comisario -dijo ella y, al ver su perplejidad, explicó-: Mi jefe me pidió que tradujera al inglés una carta para un banco de Johanesburgo. -Ella calló y se inclinó y sacó de la carpeta otro papel. ¿Ésta era toda la explicación que iba a darle?
– Lo siento, signorina, pero no comprendo. ¿Le pidió que tradujera una carta para Johanesburgo? -Ella asintió-. ¿Y tuvo usted que marcharse por eso?
Ella lo miró con ojos muy abiertos.
– Naturalmente, comisario.
Él sonrió.
– Lo siento, pero sigo sin entenderlo. ¿Por qué tuvo que marcharse?
Ella lo miró fijamente, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que en realidad no hablaban el mismo idioma.
– Las sanciones -dijo vocalizando con claridad.
– ¿Las sanciones? -repitió él.
– Contra Sudáfrica, comisario. Todavía estaban en vigor, de modo que no tuve más remedio que negarme a traducir la carta.
– ¿Se refiere a las sanciones contra el Gobierno de Sudáfrica?
– Desde luego, comisario. Fueron decretadas por la ONU, ¿no?
– Creo que sí. ¿Y por eso no quiso usted escribir la carta?
– ¿Qué sentido tiene declarar sanciones si la gente no va a imponerlas? -preguntó ella con perfecta lógica.
– Ninguno, imagino. ¿Y qué ocurrió entonces?
– Oh, él se puso muy desagradable. Escribió una carta de amonestación. Se quejó al sindicato. Y nadie me defendió. Todos parecían pensar que yo debía haber traducido la carta. De modo que no tuve más remedio que dimitir. No podía seguir trabajando para aquella gente.
– Naturalmente -convino él, inclinando la cabeza sobre la carpeta y jurándose impedir por todos los medios que Paola y la signorina Elettra llegaran a conocerse.
– ¿Eso es todo, comisario? -preguntó ella, sonriendo con la esperanza de que quizá ahora él hubiera comprendido.