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– ¿Así que aquí es donde trabajas? -dijo.

Él dio la vuelta a la mesa y se hizo cargo del impermeable, que el calor de la habitación hacía innecesario. Mientras ella miraba en derredor, él colgó la prenda de una percha, detrás de la puerta. Vio que estaba mojada y, al mirar a Flavia, vio brillar gotas de agua en su pelo.

– ¿No traes paraguas?

Ella, maquinalmente, se llevó la mano al pelo y pareció sorprenderse al encontrarlo mojado.

– No llovía cuando he salido de casa.

– ¿Y cuándo ha sido eso? -preguntó él volviendo hacia ella.

– Después del almuerzo. Serían poco más de las dos, supongo. -Su respuesta era vaga y daba a entender que realmente no podía recordarlo.

Él acercó otra silla a la que tenía delante de la mesa y esperó a que la mujer se acomodara antes de sentarse frente a ella. Hacía sólo unas horas que la había visto y lo sorprendía el cambio que notaba en su cara. Esta mañana parecía tranquila y relajada cuando, con una vivacidad muy italiana, le pedía ayuda para convencer a Brett de que debía pensar en su propia seguridad. Y ahora daba la impresión de estar rígida, en vilo, y la crispación que se advertía en su boca era nueva.

– ¿Cómo está Brett? -preguntó él.

Ella suspiró y agitó una mano en un ademán de impotencia.

– A veces, hablar con ella es como tratar de razonar con uno de mis hijos. Dice que sí a todo, reconoce que tengo razón y luego hace lo que se le antoja.

– ¿Que ahora es…?

– Quedarse aquí en lugar de ir conmigo a Milán.

– ¿Cuándo te marchas?

– Mañana por la noche. Hay un vuelo que llega a las nueve. Así tendré tiempo de abrir el apartamento e ir a recibir a los niños al aeropuerto al día siguiente por la mañana.

– ¿Ha dicho por qué no quiere ir?

Flavia se encogió de hombros, como si lo que Brett dijera y la verdad fueran dos cosas independientes.

– Dice que no consentirá que el miedo la eche de su propia casa, que no va a huir ni a esconderse conmigo.

– ¿Crees que es la verdadera razón?

– ¿Y quién sabe cuál es su verdadera razón? -preguntó ella ásperamente-. A Brett le basta con querer o no querer hacer una cosa. Ella no necesita razones ni excusas. Hace sólo lo que le apetece. -No escapó a Brunetti que sólo otra persona no menos voluntariosa encontraría tan irritante esta cualidad.

Aunque Brunetti deseaba preguntar a Flavia por qué había ido a verle, dijo tan sólo:

– ¿Y no podrías convencerla?

– Si la conocieras, no lo preguntarías -dijo Flavia secamente, pero entonces sonrió-: No; no podría. Probablemente, si yo le dijera que no se fuera, se sentiría tentada de marcharse. -Movió la cabeza negativamente y repitió-: Lo mismo que mis hijos.

– ¿Quieres que hable yo con ella? -preguntó Brunetti.

– ¿Crees que serviría de algo?

Ahora tocó a Brunetti encogerse de hombros.

– No lo sé. Tampoco tengo mucho éxito con mis propios hijos.

Ella lo miró, sorprendida:

– No sabía que tuvieras hijos.

– Para un hombre de mi edad, lo más natural es tenerlos, ¿no?

– Sí, claro -respondió ella, y meditó un momento antes de volver a hablar-. Es que en ti siempre he visto sólo al policía, es casi como si no fueras una persona corriente. -Antes de que él pudiera decirlo, ella admitió-: Sí, ya sé, y a mí sólo me conoces como cantante.

– Bueno, tampoco es exacto -dijo él.

– ¿Cómo que no? Cuando me conociste estaba actuando.

– Sí, pero la función había terminado. Y desde entonces sólo te he oído en disco. Y me parece que no es lo mismo.

Ella lo miró fijamente, bajó la mirada al regazo y volvió a mirarlo:

– Si te diera entradas para la función de La Scala, ¿irías?

– Sí, con mucho gusto.

– ¿Y a quién llevarías? -preguntó ella con una amplia sonrisa.

– A mi esposa -dijo él simplemente.

– Ah -dijo ella no menos simplemente. Pero una sílaba puede ser muy elocuente. La sonrisa se borró un momento y cuando reapareció era tan amistosa como antes, pero no tan cálida.

Él repitió la pregunta:

– ¿Quieres que hable con ella?

– Sí; confía mucho en ti, y quizá te escuche. Alguien tiene que convencerla de que debe irse de Venecia. Yo no he podido.

La ansiedad que advertía en su voz lo impulsó a decir:

– No creo que en realidad corra tanto peligro si se queda. Su apartamento es seguro, y no será tan imprudente como para dejar entrar a cualquiera. El riesgo es pequeño.

– Sí -dijo Flavia con una lentitud que indicaba lo poco que la convencía el argumento. Como si hubiera vuelto repentinamente de un lugar muy lejano y no supiera cómo había llegado aquí, recorrió el despacho con la mirada y preguntó apartando de sí el cuello del jersey-. ¿Tienes que quedarte aquí mucho rato todavía?

– No; ya estoy libre. Si quieres, te acompaño y hablo con ella, a ver si quiere escucharme.

Flavia se levantó, fue a la ventana, miró la fachada cubierta de San Lorenzo y el canal que discurría frente al edificio.

– Muy bonito, pero no sé cómo puedes soportarlo. -¿Se refería al matrimonio?, pensó Brunetti-. Al cabo de una semana, empiezo a sentirme atrapada. -¿Hablaba de la fidelidad? Se volvió a mirarlo-. Pero, con todos sus inconvenientes, no deja de ser la ciudad más bella del mundo, ¿verdad?

– Sí -respondió él sencillamente, ayudándola a ponerse el impermeable.

Antes de salir, Brunetti sacó dos paraguas del armario y dio uno a Flavia. En la puerta principal de la questura, los dos guardias que habitualmente se limitaban a dar a Brunetti un lacónico «Buona notte», se cuadraron y levantaron la mano en un saludo impecable. Fuera la lluvia caía con fuerza y el agua del canal empezaba a inundar la acera. Brunetti se había calzado las botas, pero Flavia llevaba unos mocasines que ya estaban empapados.

Él la tomó del brazo y torcieron hacia la izquierda. De vez en cuando, una ráfaga de viento les lanzaba la lluvia a la cara, giraba bruscamente y les azotaba las pantorrillas. Se cruzaban con muy pocos transeúntes, todos bien equipados con botas e impermeable, evidentemente, venecianos que si estaban fuera de casa era porque no tenían más remedio. Maquinalmente, él evitaba las calles en las que el agua ya habría subido y la llevaba hacia Barbería delle Tolle, que conducía a la parte alta, donde estaba el hospital. No les faltaba más que un puente para llegar allí cuando se encontraron frente a una zona en la que había que hundirse hasta el tobillo en un agua gris y aceitosa. Él se paró, preguntándose cómo llevar a Flavia al otro lado, pero ella se soltó de su brazo y siguió andando, ajena al agua fría que él oía borbotearle en los zapatos.

El viento y la lluvia barrían la pequeña explanada del campo SS. Giovanni e Paolo. En una esquina, debajo de un toldo que ondeaba furiosamente, había una monja que, con resignada indefensión, se asía a un paraguas eviscerado. El campo propiamente dicho parecía haberse contraído, el borde estaba ya bajo las aguas que habían convertido el canal en un lago alargado que iba ensanchándose progresivamente.

Casi corriendo, con un rápido chapoteo, cruzaron el campo en dirección al puente que los llevaría a la calle della Testa y el apartamento de Brett. Desde lo alto del puente, vieron que en el tramo que tenían que recorrer a continuación el agua les llegaría hasta la pantorrilla, pero no se detuvieron. Cuando llegaron a la zona inundada al pie del puente, Brunetti se cambió el paraguas a la mano izquierda y tomó a Flavia del brazo con la derecha. Y fue oportuno, porque en aquel momento ella tropezó, se fue hacia adelante y, de no haberla sujetado él, hubiera caído de cara.