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– Sí, recuerdo que tenía miedo de que te mataran. -El hablar con los dientes juntos hacía vibrar en su cabeza una resonancia sorda.

Flavia, manteniendo su tono de bravata, rió:

– No hay miedo. Debe de ser por todas las Toscas que he cantado en mi vida. Me lancé sobre ellos con el cuchillo y herí a uno en un brazo. -Repitió el ademán, sonriendo al recordar la escena. Brett no dudaba de que su amiga había clavado el cuchillo-. Me gustaría haberlo matado -prosiguió Flavia con naturalidad, y Brett le creyó.

– ¿Qué pasó después?

– Que salieron corriendo. Entonces bajé a llamar a Luca, él fue a buscar al médico y te trajimos aquí. -Flavia vio cómo a Brett se le cerraban los ojos y se quedaba dormida unos minutos, con los labios abiertos, a la vista el detalle grotesco del alambre.

De pronto, abrió los ojos y miró la habitación como si no supiera dónde estaba. Al ver a Flavia se tranquilizó.

– ¿Por qué lo hicieron? -Flavia dio voz a la pregunta que llevaba dentro desde hacía dos días.

Brett tardó en contestar.

– Semenzato.

– ¿Del museo?

– Sí.

– ¿Por qué? ¿Qué dijeron?

– No lo entiendo. -Si hubiera podido mover la cabeza sin dolor, Brett la hubiera movido ahora-. No sé por qué. -Tenía la voz ahogada por la dura trampa que le impedía abrir la boca. Volvió a pronunciar el nombre de Semenzato y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, preguntó-: ¿Qué tengo?

Flavia tenía la respuesta preparada y dijo escuetamente:

– Dos costillas rotas y una fisura en la mandíbula.

– ¿Qué más?

– Eso es lo más grave. También tienes una desolladura en la espalda. -Al ver la extrañeza de Brett, explicó-: Diste de espaldas contra la pared y te arañaste con los ladrillos al caer. Y tienes varios cardenales en la cara -terminó Flavia, sin darle importancia-. El contraste realza el color de tus ojos, pero no estoy segura de que me guste el efecto.

– ¿Es grave? -preguntó Brett, disgustada por el tono jocoso.

– No es nada -dijo Flavia con evidente falsedad. Brett la miró largamente obligándola a rectificar-. Tendrás que llevar un vendaje en las costillas y estarás tiesa durante una semana poco más o menos. Ha dicho el médico que no habrá secuelas. -Como era la única buena noticia que podía dar, completó el informe del médico-: Dentro de unos días te quitarán los alambres. Es sólo una fisura. Y los dientes están bien. -Al ver el escaso consuelo que la noticia procuraba a Brett, agregó-: La nariz, también. -Seguía sin aparecer la sonrisa-. No te quedarán cicatrices: cuando baje la hinchazón, estarás perfectamente. -Flavia no habló de las cicatrices que le quedarían en la espalda ni de lo que tardarían en borrarse las marcas de la cara.

De pronto, Brett se sintió exhausta por esta breve conversación y el sueño volvió a invadirla.

– Vete a casa un rato, Flavia. Yo dormiré un poco y… -Su voz se apagó antes de que pudiera terminar la frase. Ahora dormía. Flavia se recostó en la silla y se quedó contemplando la cara que descansaba de lado en la cama. Durante aquel día y medio, los hematomas de la frente y las mejillas se habían puesto casi negros, y un párpado seguía hinchado, lo mismo que el labio inferior, alrededor del corte vertical abierto.

Habían mantenido a Flavia fuera de la sala de urgencias a la viva fuerza, mientras los médicos curaban a Brett las heridas de la espalda y le vendaban el tórax. Tampoco estuvo presente mientras le inmovilizaban los maxilares con finos alambres. Ella se había paseado por los largos pasillos del hospital uniendo sus temores a los de los otros pacientes y familiares que deambulaban como ella, se agolpaban en el bar o contemplaban el patio desde las ventanas. Había estado paseando durante una hora y había pedido tres cigarrillos a otras tantas personas, los primeros que fumaba en diez años.

Desde última hora de la tarde del domingo, había estado junto a la cama de Brett, esperando que despertara, y una sola vez había ido al apartamento, el día anterior, únicamente para ducharse y llamar por teléfono dando el pretexto de una supuesta enfermedad que le impediría cantar en La Scala esta noche. Tenía los nervios en tensión por la falta de sueño, el exceso de café, el renovado deseo del cigarrillo y la viscosa envoltura de miedo que se pega a la piel del que está demasiado tiempo dentro de un hospital. Mientras miraba a su amante, volvió a desear haber matado al hombre que le había hecho esto. Flavia Petrelli no conocía el arrepentimiento, pero era muy poco lo que ella no supiera de la venganza.

3

A su espalda se abrió una puerta, pero Flavia no se volvió para ver quién entraba. Otra enfermera. No un médico, seguramente; éstos eran aquí muy escasos. Al cabo de un momento, oyó una voz de hombre:

– ¿Signora Petrelli?

Ella volvió la cabeza, intrigada por quién podía ser y cómo la había encontrado aquí. En la puerta vio a un hombre más bien alto y corpulento, que le era vagamente familiar, pero no recordaba de qué. ¿Uno de los médicos de la planta o, mucho peor, un periodista? Se había quedado en la puerta, al parecer, esperando permiso para entrar y acercarse a Brett.

– Buenos días, signora -dijo el hombre, sin moverse-. Soy Guido Brunetti. Nos conocimos hace años.

Era el policía que había investigado el caso Wellauer de La Fenice. Ahora lo recordaba: no carecía de inteligencia, y Brett, por razones que Flavia no acababa de explicarse, lo encontraba simpático.

– Buenos días, dottor Brunetti -respondió Flavia ceremoniosamente, a media voz. Se levantó, miró a Brett para cerciorarse de que dormía y fue hacia él. Le tendió la mano que él estrechó brevemente.

– ¿Lo han asignado a esto? -preguntó ella. En cuanto lo hubo dicho, reparó en la agresividad del tono y la lamentó.

Él pasó por alto el tono y respondió la pregunta.

– No, signora, pero he visto el nombre de la dottoressa Lynch en el parte y quería saber cómo está. -Antes de que Flavia pudiera referirse a su tardanza, él explicó-: El caso fue encomendado a otra persona y no he visto el informe hasta esta mañana. -Miró a la mujer dormida, dejando que su mirada hiciera la pregunta.

– Está mejor -dijo Flavia. Dio un paso atrás y con un ademán lo invitó a acercarse a la cama. Brunetti cruzó la habitación y se paró detrás de la silla de Flavia. Dejó la cartera de mano en el suelo, apoyó las manos en el respaldo de la silla y miró la cara de la agredida. Finalmente, preguntó:

– ¿Qué ocurrió? -Había leído el informe y la declaración de Flavia, pero quería oír su versión directamente.

Flavia reprimió el impulso de decir que esto era precisamente lo que él debería estar averiguando, pero respondió, en voz baja:

– El domingo fueron a casa dos hombres, diciendo que eran del museo y que traían unos papeles para Brett. Ella les abrió la puerta. En vista de que pasaba el tiempo y ella no venía, salí al recibidor para ver qué la retenía y la vi en el suelo. -Mientras la mujer hablaba, él movía la cabeza afirmativamente; todo esto constaba en la declaración que ella había hecho a dos policías-. Yo tenía un cuchillo en la mano. Estaba picando verduras y se me olvidó que lo llevaba. Cuando vi lo que estaban haciendo, me lancé sobre ellos sin pensar y herí a uno. Creo que profundamente, en un brazo. Se fueron corriendo.

– ¿Robo? -preguntó él.

– Es posible. -Flavia se encogió de hombros-. Pero, ¿por qué hacerle eso? -preguntó agitando la mano en dirección a Brett.

Él asintió nuevamente.

– Es verdad, sí -murmuró y retrocedió hasta donde ella se había quedado-. ¿Hay objetos de valor en el apartamento? -preguntó con su voz normal.

– Supongo que sí. Hay alfombras, cuadros, porcelanas.

– ¿Entonces pudo tratarse de un intento de robo? -preguntó, y a Flavia le sonó como si tratara de convencerse a sí mismo.