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Al llegar frente a Brett, puso la estatua cabeza abajo para que ella pudiera ver los pequeños desconchados de una de las largas mangas. La pintura que cubría la parte superior del vestido seguía siendo roja, al cabo de tantos siglos, y la negra falda aún relucía.

– Debe de haber salido de alguna tumba hace muy poco, o no estaría tan bien conservada, imagino.

Enderezó la estatua y permitió a Brett una última mirada antes de llevársela y ponerla cuidadosamente en su pedestal.

– Qué gran idea, la de enterrar cosas bellas, mujeres bellas, con los muertos. -Reflexionó sobre lo que acababa de decir y agregó, mientras volvía a poner la cubierta-: Claro que estaba mal sacrificar a criados y esclavos para que los acompañaran en su viaje al otro mundo. Pero, a pesar de todo, es una hermosa idea, honra mucho a los muertos. -La miró otra vez-. ¿No opina lo mismo, dottoressa Lynch?

Ella se preguntaba si esta escena tan teatral no tendría por objeto intimidarla para que secundara sus oscuros fines. ¿Era fingido su interés por aquellos objetos, o pretendía hacerle creer que estaba loco y que, por lo tanto, era capaz de hacerle daño si se resistía? ¿O quizá sólo quería que admirara su colección?

Ella miró en derredor, empezando a ver realmente los objetos. Ahora él estaba junto a una olla neolítica decorada con el motivo de la rana, con dos pequeñas asas en la parte inferior. Parecía tan bien conservada que ella se acercó para verla mejor.

– Una preciosidad, ¿verdad? -comentó él, voluble-. Si viene por aquí, professoressa, le enseñaré algo de lo que estoy especialmente orgulloso. -Se paró delante de otra vitrina en la que sobre un panel forrado de terciopelo negro, descansaba un disco de jade blanco profusamente tallado-. Qué hermosura -dijo, inclinándose a admirarlo-. Diría que es del período de los Estados en Guerra, ¿no cree?

– Sí -respondió ella-. Lo parece, especialmente, por el motivo de los animales.

Él sonrió con auténtico gozo.

– Eso es exactamente lo que me convenció, dottoressa. -Volvió a mirar el medallón y luego a Brett-: No imagina lo halagador que es para un aficionado el que un especialista confirme su opinión.

Ella no era especialista en objetos del neolítico, pero no consideró oportuno sacarlo de su error.

– Cualquier marchante o el departamento oriental de cualquier museo hubiera podido confirmárselo.

– Desde luego -dijo él distraídamente-. Pero prefiero no acudir a ellos.

El hombre se alejó hacia el otro extremo de la habitación, y se detuvo frente a una de las hornacinas de la que sacó una pieza metálica alargada con artísticas incrustaciones de oro y plata.

– En general, los metales no me interesan, pero cuando lo vi no pude resistir la tentación. -Se lo mostró y sonrió cuando ella tomó el objeto y le dio la vuelta examinando una y otra cara.

– ¿Es una fíbula? -preguntó ella al ver un cierre del tamaño de un guisante en uno de los extremos. El objeto era tan largo como su mano, estrecho y afilado como una cuchilla. Una cuchilla.

Él sonreía encantado.

– ¡Muy bien! Sí, señora. Hay otra en el Metropolitan de Nueva York, pero yo diría que el trabajo de ésta es más delicado -dijo señalando con un grueso dedo una incrustación ondulada que recorría la superficie plana. Desinteresándose del objeto, él se volvió de espaldas a Brett y atravesó de nuevo la habitación. Ella, de cara a la hornacina, haciendo pantalla con su propio cuerpo, se guardó la fíbula en el bolsillo del pantalón.

Él se inclinó sobre otra vitrina y, al ver lo que había en ella, Brett sintió que le flaqueaban las rodillas y los huesos se le helaban de terror. Porque dentro de la vitrina estaba el vaso cubierto que había sido sustraído de la colección expuesta en el palazzo Ducal.

Él dio la vuelta a la vitrina, mirando a Brett a través del plexiglás.

– Ah, veo que ha reconocido el vaso, dottoressa. Es fabuloso, ¿verdad? Siempre había deseado uno de éstos, pero no se encuentran. Como muy acertadamente señala usted en su libro.

Ella cruzó los brazos sobre el pecho asiéndose los hombros, para tratar de retener algo del calor que huía de su cuerpo.

– Hace frío aquí -dijo.

– Sí, ¿verdad? Tengo rollos de seda en esos cajones, y no quiero caldear la habitación hasta que pueda protegerlos en una cámara con regulación de temperatura y humedad. Así que tendrá que soportar esta incomodidad mientras esté aquí, dottoressa. Aunque ya habrá tenido ocasión de acostumbrarse a la incomodidad durante sus estancias en China.

– Y también por lo que sus hombres me hicieron -dijo ella en voz baja.

– Ah, sí, debe usted perdonarlos. Les dije que le hicieran una advertencia, pero mis amigos suelen mostrar un exceso de celo en lo que consideran que es la defensa de mis intereses.

Ella ignoraba por qué, pero sabía que aquel hombre mentía, y que sus órdenes habían sido directas y explícitas.

– ¿Y al dottor Semenzato, también tenían que hacerle una advertencia?

Por primera vez, él la miró con franco desagrado, como si el que ella dijera eso en cierto modo amenazara su control de la situación.

– ¿A él también? -preguntó ella con naturalidad.

– ¡Santo Dios, dottoressa! ¿Por quién me toma?

Ella optó por no responder.

– En fin, ¿por qué no decírselo? El dottor Semenzato era un hombre muy pusilánime. Bien, supongo que eso puede admitirse, pero después empezó a ser también muy codicioso, y eso ya es inadmisible. Fue tan necio como para sugerir que las dificultades que usted estaba creando merecían una compensación económica. A mis amigos, como le decía, les molesta ver mi honor en entredicho. -Frunció los labios y agitó la cabeza al recordarlo.

– ¿Su honor? -preguntó Brett.

La Capra no se extendió en explicaciones al respecto.

– Y luego la policía estuvo aquí haciendo preguntas. Por todo ello, he considerado conveniente hablar con usted.

Mientras él hablaba, Brett tuvo una revelación demoledora: si le hablaba de la muerte de Semenzato tan francamente era porque no tenía nada que temer de ella. Ella vio dos sillas arrimadas a la pared del fondo, fue hasta allí y se sentó pesadamente en una de ellas. Se sentía tan débil que dejó que su cuerpo se venciera hacia adelante y apoyó la cabeza en las rodillas, pero el dolor de las costillas aún vendadas la obligó a erguir el tronco ahogando una exclamación.

La Capra le lanzó una rápida mirada.

– Pero no hablemos del dottor Semenzato, teniendo aquí con nosotros cosas tan bellas. -Tomó el vaso con las dos manos, fue hacia Brett, se inclinó y se lo mostró-; Mire esto. Fíjese en la fluidez de las líneas de la pintura, el movimiento de esas patas. Hubiera podido pintarse ayer, ¿no le parece? Una ejecución plenamente moderna. Una maravilla.

Ella miró el vaso que tan bien conocía y miró al hombre.

– ¿Cómo lo consiguió? -preguntó ella con cansancio.

– Ah -dijo él irguiendo el cuerpo y volviendo a la vitrina, en la que depositó cuidadosamente la cerámica-. Secreto profesional, dottoressa. No me pida que se lo revele -dijo, aunque era evidente que estaba deseando decirlo.

– ¿Fue Matsuko? -preguntó ella deseando saber por lo menos eso.