22
Brett estaba de regreso en China, en la tienda instalada en la excavación para el personal arqueológico. Dormía, pero el saco estaba en mal sitio, y ella sentía en los huesos la dureza del suelo. La estufa de gas había vuelto a apagarse, y el frío cruel de la meseta esteparia le mordía las carnes. Se había negado a ir a la Embajada en Pekín a que le pusieran la vacuna contra la encefalitis y ahora había enfermado, había enfermado de encefalitis, ya sentía el primer síntoma, una jaqueca espantosa, ya se estremecía con las convulsiones de la fiebre mientras el cerebro se inflamaba con la infección mortal. Matsuko la había advertido, ella se había vacunado en Tokio.
Si tuviera otra manta, si Matsuko le trajera algo para el dolor de cabeza… Abrió los ojos, esperando ver la lona de la tienda, pero vio piedra gris debajo de su brazo, y una pared, y entonces recordó.
Cerró los ojos y se quedó quieta, tendiendo el oído, para averiguar si el hombre seguía en la habitación. Levantó la cabeza y consideró que el dolor era soportable. Sus ojos le confirmaron lo que ya le habían dicho los oídos: él se había ido, dejándola sola con su colección.
Se alzó sobre las rodillas y, apoyándose en la silla, se puso de pie. Le latían las sienes y la habitación le daba vueltas. Cerró los ojos hasta que se le pasó el vahído. El dolor partía de debajo de las orejas y le perforaba el cráneo.
Cuando abrió los ojos vio que un lado de la habitación era todo ventanas enrejadas. Se obligó a ir hasta la puerta para intentar abrirla, pero estaba cerrada. Al principio, el dolor se recrudecía a cada paso que daba, pero probó a relajar los músculos de la mandíbula y se le calmó mínimamente. Arrastró una silla hasta las ventanas y, muy despacio, se subió a ella. Al otro lado vio el tejado de la casa de enfrente. A la izquierda, más tejados y, a la derecha, el Gran Canal.
Seguía lloviendo intensamente, y de pronto ella notó la ropa mojada y pegada al cuerpo. Se bajó de la silla con movimientos inseguros y buscó en la habitación una fuente de calor, pero no la había. Se sentó en la silla con los brazos cruzados sobre el pecho, tratando de dominar el temblor que la sacudía, Apretó las manos contra los costados y notó un objeto duro. La fíbula. A través de la tela empapada del pantalón, la oprimió como si fuera un talismán.
Pasaba el tiempo; no hubiera podido decir cuánto. La luz que entraba por las ventanas menguaba, cambiando del plomo mate del día a la penumbra del anochecer. Sabía que tenía que haber luz eléctrica en la habitación, pero le faltaban las fuerzas para buscarla. Además, la luz no cambiaría nada; sólo podría reconfortarla un poco de calor.
Al fin oyó girar una llave en la cerradura y la puerta se abrió para dar paso al hombre que antes la había golpeado. Detrás de él venía el joven que la había traído hasta aquí no recordaba cuánto tiempo atrás.
– Professoressa -empezó el más viejo con una sonrisa-, espero que ahora podamos continuar nuestra conversación. -Se volvió a decir algo al joven, en un dialecto que parecía siciliano, pero hablaba tan deprisa que ella no entendió nada. Los dos hombres fueron entonces hacia ella, y Brett no pudo resistir el impulso de levantarse y situarse detrás de la silla.
El más viejo se paró delante de la vitrina que contenía el bol marrón y se quedó mirándolo. El joven se mantenía a su lado y su mirada iba de su compañero a Brett.
Nuevamente, con la delicadeza del entendido que caracterizaba todos sus movimientos cuando manejaba las piezas de su colección, el hombre retiró la cubierta de plexiglás y levantó el bol. Cual un sacerdote que portara una ofrenda a un altar lejano, cruzó la habitación con el bol entre las manos.
– Como le decía antes de la interrupción, creo que procede de la provincia de Ch'ing-hai, aunque también podría ser de Kansu. Seguro que comprende por qué no puedo hacerlo examinar por un perito.
Brett levantó el mentón y miró fijamente al hombre, miró al joven que se mantenía a su lado, como un acólito, miró el bol, vio su belleza y volvió la cara, desentendiéndose.
– Aquí puede verse -dijo el hombre haciendo girar ligeramente el bol- el punto de sellado de los aros. Es extraño, ¿verdad?, que parezca un vaso hecho en un torno. Y el dibujo. Siempre me ha interesado la forma en que los pueblos primitivos utilizaban las formas geométricas, casi como si pudieran adivinar el futuro y supieran que volveríamos a ellas. -Desvió la atención del bol, como si le costara trabajo, para mirar a Brett-: Como le decía, es la pieza más bella de mi colección. Quizá no la más valiosa, pero sí la que más quiero. -Rió entre dientes como el que comparte un chiste con un colega-. ¡Y lo que tuve que hacer para conseguirla!
Ella quería cerrar los ojos y los oídos, no escuchar este desvarío. Pero recordó lo ocurrido cuando había dejado de prestar atención y emitió un sonido interrogativo, no atreviéndose a hablar por el dolor que sabía que ello había de causarle.
– Un coleccionista de Florencia. Un viejo muy testarudo. Habíamos tenido tratos comerciales y cuando se entero de que me interesaban las cerámicas chinas me llevó a su casa para enseñarme su colección. Bien, cuando vi esta pieza, me enamoré. Comprendí que hasta que fuera mía no podría descansar.
Levantó el bol y lo hizo girar otra vez, contemplando la fina tracería de líneas negras que discurrían por el costado, se deslizaban sobre el borde y llegaban hasta el centro del recipiente.
– Le pedí que me lo vendiera, pero él se negó, me dijo que no le interesaba el dinero. Le ofrecí más, más de lo que valía el bol, y luego doblé la oferta. -Apartó los ojos del bol y la miró a ella, tratando de reconstruir y así explicar su indignación. Agitó la cabeza y volvió a mirar la pieza-. Él siguió negándose. Así que no tuve alternativa. Él no me dejó alternativa. Le hice una oferta más que generosa y no la aceptó. Entonces tuve que usar otros métodos.
La miraba invitándola a preguntarle qué se había visto forzado a hacer. Y, de pronto, cuando le vino a la cabeza esta palabra, «forzado», Brett comprendió que aquello no era un guión que él se hubiera preparado para justificar sus actos; aquello no era una escena que él representara para congraciarse con ella. Aquel hombre hablaba con entera convicción. Quiso una cosa, se la negaron, y se vio forzado a tomarla. Así, sencillamente. Y, en el mismo instante, Brett comprendió dónde se encontraba ella: atravesada en su camino, impidiéndole disfrutar libremente de la posesión de las cerámicas que con tantos esfuerzos y gastos había sustraído de la exposición del palazzo Ducale. Y entonces supo que la mataría, que le quitaría la vida con la misma naturalidad con que la había golpeado cuando ella se negó a contestar a su pregunta. Se le escapó un gemido, que él tomó por una pregunta y continuó:
– Quería hacer que pareciera un simple robo, pero, si desaparecía el bol, él comprendería que yo estaba implicado. Pensé en mandar sacarlo y quemar la casa. -Hizo una pausa y suspiró al recordarlo-. Pero no pude. Había allí muchas cosas bellas, y no podía verlas destruidas, -Bajo el bol, mostrándole su interior-. Mire ese círculo, cómo lo rodean las líneas realzando la muestra. ¿Cómo eran capaces de hacer eso? -Se irguió musitando-: Sencillamente prodigioso. Prodigioso.
Mientras tanto, el joven permanecía a su lado sin decir nada, escuchando cada palabra, siguiendo cada gesto con los ojos, inexpresivamente.
El hombre volvió a suspirar y prosiguió:
– Dejé bien claro que eso debía hacerse cuando él estuviera solo. No veía razón para hacer sufrir a la familia. Una noche, cuando regresaba de Siena en automóvil… -se interrumpió, buscando la expresión más delicada-. Sufrió un accidente. Lamentable. Perdió el control del vehículo en la superstrada. El coche se salió de la carretera y se incendió. En medio de la confusión que siguió a su muerte, transcurrió algún tiempo antes de que se descubriera la desaparición del bol. -Su voz se suavizó al cambiar al tono filosófico-. Me pregunto si en mi preferencia por esta pieza pudo influir el que tuviera que tomarme tantas molestias para conseguirla, -Y, en tono más coloquial-: No sabe cómo me alegro de poder finalmente enseñarla a alguien que sea capaz de apreciarla. -Lanzando una mirada al joven, agregó-: Aquí todos tratan de comprender, de compartir mi entusiasmo, pero no han dedicado años al estudio de estas cosas como yo. Y como usted, professoressa.