Su sonrisa se hizo benévola.
– ¿No le gustaría tenerla en la mano, dottoressa? Nadie más que yo la ha tocado desde que… en fin, desde que la adquirí. Estoy seguro de que le gustará palpar la perfecta curva del fondo. Le sorprenderá lo poco que pesa. Siento no disponer de los medios científicos adecuados. Me gustaría comprobar su composición al espectroscopio, saber de qué está hecha; quizá eso explicara por qué es tan ligera. ¿Querría usted decirme qué le parece?
El hombre sonrió de nuevo y le tendió el bol. Ella hizo un esfuerzo por separar su dolorido cuerpo de la pared en la que estaba apoyado y alargó los brazos tomando cuidadosamente sobre la palma de las manos la pieza que él le ofrecía y miró su interior. Las líneas negras que había trazado una mano hábil, muerta hacía cinco milenios, recorrían el fondo girando aparentemente al azar y dividían espacios blancos que encerraban pequeños círculos negros a modo de dianas. El bol casi parecía vibrar de vida y alegría. Vio que las líneas no estaban espaciadas con regularidad, y esta falta de simetría denotaba el pulso humano y falible del artesano. A través de unas lágrimas involuntarias, Brett contemplaba la belleza de aquel mundo lejano en el que pronto se encontraría ella. Lloraba por su propia muerte y por el poder de este hombre que tenía delante para poseer tanta belleza y perfección.
– Fabuloso, ¿verdad? -dijo él.
Brett le miró a los ojos. Él le quitaría la vida con la misma facilidad con que escupía el hueso de una cereza. Y después seguiría viviendo rodeado de toda esta belleza, disfrutando plenamente de lo que eran sus bienes más preciados. Ella dio un pequeño paso atrás y alzó los brazos en ademán solemne, poniéndose el bol a la altura de la cara. Luego, lentamente, con plena deliberación, separó las manos y dejó caer el bol al suelo de mármol, en el que se estrelló lanzando fragmentos contra sus pies y piernas.
El hombre se abalanzó hacia ella pero no llegó a tiempo de salvar el bol. Al pisar un fragmento triturándolo, se tambaleó hacia atrás, chocó con el joven y se agarró a él para sujetarse. La cara se le puso roja y luego blanca. Masculló unas palabras que Brett no entendió y se volvió rápidamente hacia ella. Se desasió a medias y fue hacia ella, pero el joven le rodeaba el pecho con un brazo y tiraba de él hacia atrás. Le habló al oído en voz baja pero vehemente, manteniendo el brazo firme para impedirle llegar hasta Brett.
– Aquí no -dijo-. No en medio de tus cosas bonitas. -El otro gruñó una respuesta que ella no entendió-. Yo lo haré -dijo el joven-. Abajo.
Mientras ellos hablaban con vehemencia, Brett introdujo la mano derecha en el bolsillo y rodeó con ella el extremo más estrecho de la fíbula; el otro extremo era puntiagudo; y el borde, afilado y hasta cortante. Ella los miraba y escuchaba, pero sus voces sonaban cada vez más lejos y sólo le llegaban a ráfagas. Al mismo tiempo, descubrió que ya no tenía frío; al contrario, sentía calor, estaba ardiendo. Ellos hablaban y hablaban con voces apresuradas. Ella se ordenó a sí misma permanecer allí de pie, sujetando la cuchilla, pero de pronto el esfuerzo se hizo excesivo y, lentamente, volvió a sentarse. Dejó caer la cabeza hacia adelante y, al ver los trozos de cerámica esparcidos por el suelo, no pudo recordar qué eran.
Al cabo de mucho tiempo, oyó abrirse y cerrarse la puerta y cuando levantó la mirada vio que en la habitación sólo estaba el joven. Una laguna en el tiempo, y él la asía por el brazo y la levantaba. Ella se dejó sacar de la habitación y llevar por la escalera abajo. A cada paso, el dolor le explotaba en la cabeza. Al llegar abajo, cruzaron el patio bajo el diluvio hasta una puerta de madera.
Sin soltarle el brazo, precaución que casi la hizo reír por lo innecesaria, él dio la vuelta a la llave y empujó la puerta. Ella vio una escalera que descendía hacia una negrura poblada de destellos. A partir del primer escalón, la oscuridad parecía palpable y abajo se veía el brillo de la luz en el agua.
El hombre se volvió hacia Brett y la lanzó hacia adelante. Sus pies tropezaron en el umbral y, por puro reflejo, buscaron los peldaños. Pisaron agua en el primero y, en el segundo, resbalaron en musgo y algas. Ella sólo tuvo tiempo de levantar los brazos antes de caer al agua, que iba subiendo de nivel.
23
Para Flavia lo más urgente era parar la música que resonaba de un modo grotesco por todo el apartamento. Mientras ella iba hacia la librería, de los oboes y los violines brotaban unas ondas de belleza trascendente, pero ella sólo ansiaba la paz del silencio. Miró el complicado aparato estéreo, sintiéndose atrapada e indefensa en el sonido que brotaba de él y se maldijo por no haberse preocupado de aprender su funcionamiento. Pero en aquel momento la música se elevó a alturas de una belleza aún mayor, se proclamó la armonía universal, y la sinfonía terminó. Ella se volvió a mirar a Brunetti, aliviada.
Cuando abría la boca para hablar, retumbaron en la habitación los acordes iniciales de la sinfonía. Ella se revolvió levantando una mano hacia el aparato como si quisiera silenciarlo de un golpe. Su mano tropezó con la caja de plástico del CD que estaba apoyada en la parte frontal y la hizo caer a sus pies, abierta. Ella le lanzó un puntapié, falló y la buscó con la mirada, deseando aplastarla, porque le parecía que así pondría fin a aquella música que se derramaba alegremente por el apartamento. Notó que a su lado estaba Brunetti. Él extendió el brazo por delante de ella e hizo girar el mando del volumen hacia la izquierda. La música se apagó dejando la habitación en un silencio explosivo. Él se agachó, recogió la caja y volvió a agacharse para recuperar el folleto que se había salido y un pedazo de papel que estaba debajo de éste.
«Ha llamado un hombre. Tienen a Flavia.» No había escrito nada más. Ni la hora, ni una explicación de su intención. Pero su ausencia del apartamento era toda la explicación que él necesitaba.
Sin decir nada, pasó el papel a Flavia.
Ella lo leyó y comprendió inmediatamente. Estrujó el papel con fuerza, haciendo una bola, pero enseguida abrió la mano y lo puso en la librería, alisándolo, dolorosamente consciente de que quizá éste fuera el último recuerdo de Brett.
– ¿A qué hora has salido de casa? -preguntó Brunetti.
– A eso de las dos. ¿Por qué?
Él miró el reloj, calculando posibilidades. Habrían esperado un rato antes de llamar, dando tiempo al supuesto secuestro, y alguien la habría seguido para cerciorarse de que no regresaba antes de tiempo. Eran casi las siete, por lo que hacía varias horas que tenían a Brett. Brunetti no tuvo que preguntarse quién había hecho aquello. El nombre de La Capra estaba tan claro como si acabara de ser pronunciado. ¿Adonde la habrían llevado? ¿A la tienda de Murino? Sólo en el caso de que el anticuario estuviera complicado en los asesinatos, lo que parecía poco probable. La respuesta evidente era, pues, el palazzo de La Capra. Nada más ocurrírsele, se puso a pensar en la forma de entrar, y comprendía que no había posibilidad de conseguir un permiso de registro basándose en la coincidencia de tres fechas en unos cargos de tarjetas de crédito y la descripción de una habitación que podía servir tanto de prisión como de galería privada. Las intuiciones de Brunetti no contarían para nada, especialmente en relación con un hombre de la aparente relevancia y, lo que era más importante, la evidente riqueza de La Capra.