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Si Brunetti volvía al palazzo, lo más seguro era que La Capra se negara a recibirlo y sin, permiso judicial, no había manera de entrar. A menos que…

Flavia le asió el brazo.

– ¿Sabes dónde está?

– Creo que sí.

Al oírlo, Flavia salió al recibidor y, al cabo de un momento, volvió a entrar con unas botas de caucho negro en la mano. Se sentó en el sofá, se las calzó encima de las medias mojadas y se puso en pie.

– Voy contigo -dijo-. ¿Dónde está?

– Flavia… -empezó él, pero ella cortó:

– He dicho que voy contigo.

Brunetti comprendió que no podría disuadirla, e inmediatamente decidió lo que había que hacer.

– Primero, voy a llamar por teléfono. Por el camino te lo explicaré. -Descolgó el teléfono, marcó el número de la questura y preguntó por Vianello.

Cuando el sargento se puso al aparato, Brunetti dijo:

– Soy yo, Vianello. ¿Hay alguien por ahí?

En respuesta al sonido afirmativo de Vianello, Brunetti prosiguió:

– Entonces limítese a escuchar mientras le explico. ¿Recuerda que me dijo que había trabajado tres años en robos con escalo? -Por la línea llegó un gruñido ronco-. Necesito que me haga un favor. Una puerta. De un edificio. -El siguiente gruñido era claramente interrogativo-. De madera, con refuerzo de metal, nueva. Me parece que tiene dos cerraduras. -Esta vez oyó un resoplido, provocado por la insultante simplicidad del encargo. Sólo dos cerraduras. Sólo refuerzo de metal. Brunetti pensó con rapidez, recordando el vecindario. Miró por la ventana: había oscurecido y seguía lloviendo-. Nos encontraremos en campo San Aponal. Lo antes posible. Y, Vianello -agregó-, no lleve el abrigo de uniforme. -La única respuesta fue una risa grave, y Vianello colgó.

Cuando Brunetti y Flavia llegaron al zaguán, vieron que el agua había seguido subiendo, mientras, al otro lado de la puerta, se oía el fragor de la lluvia.

Agarraron los paraguas y salieron a la calle. El agua les llegaba casi al borde de las botas. Transitaba muy poca gente, y enseguida llegaron a Rialto, donde el agua estaba aún más alta. De no ser por las pasarelas de madera instaladas en sus montantes de hierro, el agua se les hubiera metido en las botas e impedido avanzar. Al otro lado del puente, descendieron otra vez al agua y torcieron hacia San Polo, los dos, empapados y exhaustos por el esfuerzo de caminar por las calles inundadas. En San Aponal entraron en un bar a esperar a Vianello, agradeciendo verse a cubierto.

Llevaban tanto tiempo inmersos en este mundo acuático que a ninguno le pareció extraño que dentro del bar el agua les llegara a media pantorrilla ni que el camarero chapoteara al moverse detrás del mostrador mientras servía tazas y copas.

Las puertas vidrieras del bar estaban empañadas y de vez en cuando Brunetti tenía que abrir un círculo en el vaho con la manga, para ver si llegaba Vianello. Figuras encorvadas vadeaban el pequeño campo. Muchos habían abandonado el paraguas, que no ofrecía sino una protección ilusoria contra una lluvia que, arrastrada por un viento caprichoso, llegaba desde cualquier ángulo.

Brunetti sintió de pronto un peso en el brazo y al volverse vio la cabeza de Flavia apoyada en él. Tuvo que doblar el cuello para oír lo que decía:

– ¿Crees que estará bien?

Él no encontraba palabras, no le vino a los labios una mentira piadosa. No pudo sino rodearle los hombros con el brazo. Notó que temblaba y trató de convencerse de que era de frío, no de miedo. Pero seguía sin encontrar palabras.

Poco después, la silueta de oso de Vianello apareció en el campo, procedente de Rialto. El viento hacía ondear el impermeable a su espalda, y Brunetti vio que llevaba unas botas de pescador hasta la cintura, Oprimió el brazo de Flavia.

– Ya está aquí.

Ella se apartó de él lentamente, cerró los ojos un momento y trató de sonreír.

– ¿Estás bien?

– Sí -respondió ella, moviendo la cabeza para más énfasis.

Él abrió la puerta del bar y llamó a Vianello, que cruzó rápidamente el campo hacia ellos. El viento y la lluvia irrumpieron en el supercaldeado bar, y luego entró Vianello chapoteando y haciendo más pequeño el local con su sola presencia. Se quitó su gorro marinero y lo sacudió varias veces contra el respaldo de una silla salpicando en círculo. Arrojó el gorro a una mesa y se pasó los dedos por el pelo lanzando más agua a su espalda. Miró a Brunetti, vio a Flavia y preguntó:

– ¿Dónde es?

– Abajo, junto al agua, al final de la calle Dilera. Es la casa recién restaurada. A la izquierda.

– ¿La que tiene rejas?

– Sí -respondió Brunetti preguntándose sí habría en la ciudad un solo edificio que Vianello no conociera.

– ¿Qué quiere, comisario, que entremos dentro?

Brunetti sintió un profundo alivio al oír el plural.

– Sí. Hay un patio, pero con esta lluvia no creo que haya alguien allí. -Vianello asintió, completamente de acuerdo. Con este tiempo, las personas normales se quedaban en casa.

– De acuerdo. Espere aquí y veré lo que puedo hacer. Si es la casa que pienso, no creo que tengamos dificultades. No tardaré. Déme unos tres minutos y luego venga. -Lanzó una rápida mirada a Flavia, agarró el gorro y salió a la lluvia.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Flavia.

– Entraré a ver si está -dijo él aunque no tenía ni la más remota idea de lo que esto podía significar en la práctica. Brett podía estar en cualquiera de las innumerables habitaciones del palazzo. Incluso podía no estar allí sino muerta, flotando en el agua sucia que se había apoderado de la ciudad.

– ¿Y si no está? -preguntó Flavia tan rápidamente que Brunetti comprendió que había tenido su misma visión.

En lugar de responder, él dijo:

– Quiero que te quedes aquí. O que vuelvas al apartamento. No puedes hacer nada.

Sin molestarse en discutir, ella rechazó sus palabras agitando una mano y preguntó:

– ¿No crees que ya habrá tenido tiempo? -Sin darle tiempo a responder, lo empujó a un lado y salió del bar al campo, donde abrió el paraguas con un movimiento brusco y se quedó esperando.

Él salió del bar y se reunió con ella, tapándole el viento con su cuerpo.

– No puedes venir. Esto es cosa de la policía.

Una ráfaga de viento los azotó y a ella le echó el pelo a la cara tapándole los ojos. Ella lo apartó con un ademán impaciente y miró a Brunetti, imperturbable.

– Sé dónde es. O me llevas o te sigo. -Y, cuando él fue a protestar, lo atajó-: Es mi vida, Guido.

Brunetti dio media vuelta y entró en la calle Dilera, furioso, y tratando de contener el impulso de meterla en el bar y hacer que se quedara allí a la fuerza. Cuando se acercaban al palazzo, Brunetti observó con extrañeza que la estrecha calle estaba desierta. No se veía ni rastro de Vianello y la pesada puerta parecía estar cerrada. Cuando pasaban por delante, la puerta se abrió repentinamente. A la débil iluminación de la calle, apareció una mano grande que les hacía señas para que entraran, seguida de la cara de Vianello, que sonreía y chorreaba agua de lluvia.

Brunetti entró, pero antes de que pudiera cerrar la puerta, Flavia se deslizó al interior del patio. Se quedaron quietos un momento, mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad.

– Muy fácil -dijo Vianello cerrando la puerta.

Como estaban muy cerca del Gran Canal, el agua tenía aquí más profundidad y había convertido el patio en un lago sobre el que seguía precipitándose la lluvia. La única luz venía de las ventanas del palazzo, situadas en el lado izquierdo, e incidía en el centro del patio, dejando en la oscuridad el lado en el que estaban ellos. Silenciosamente, los tres se situaron a resguardo de la lluvia debajo de la galería que cubría tres lados del patio, en una oscuridad que los hacía casi invisibles entre sí.