Brunetti se daba cuenta de que había venido obedeciendo a un simple impulso, sin pensar en lo que haría una vez dentro. En su única visita al palazzo había sido conducido al último piso con tanta celeridad que no había podido hacerse una idea de la distribución del edificio. Recordaba haber pasado por delante de puertas que conducían desde la escalera exterior a las habitaciones de cada planta, pero no podía adivinar lo que había detrás de aquellas puertas; él sólo había visto la habitación del último piso en la que había hablado con La Capra, y el estudio del piso inferior. También pensaba que él, Brunetti, un agente del orden, acababa de participar en un delito; peor aún, había complicado en tal delito a una civil y a un compañero del cuerpo.
– Espera aquí -susurró Brunetti acercando los labios al oído de Flavia, a pesar de que el ruido de la lluvia hubiera ahogado su voz. Estaba muy oscuro para que él pudiera ver el gesto que ella hubiera hecho en respuesta, pero intuyó que retrocedía más aún hacia la oscuridad.
– Vianello -dijo asiendo el brazo de su sargento y atrayéndolo hacia sí-. Voy a subir la escalera para tratar de entrar. Si hay complicaciones, llévesela de aquí. No se preocupe por nadie, a menos que traten de detenerlo. -Vianello asintió. Brunetti dio varios pasos hacia la escalera, moviendo las piernas despacio contra la resistencia del agua. Hasta que llegó al segundo peldaño no se liberó de la presión del agua. El súbito cambio le hizo sentirse extrañamente ligero, como si pudiera levitar sin el menor esfuerzo. Pero esta sensación de ligereza lo hacía más sensible al frío lacerante que despedía el agua helada que tenía dentro de las botas y que le pegaba la ropa al cuerpo. Se inclinó y se quitó las botas, subió varios peldaños, los bajó y las empujó con el pie al agua. Se quedó esperando hasta que desaparecieron y volvió a subir.
En lo alto del primer tramo, se detuvo en el pequeño rellano e hizo girar el picaporte de la puerta que daba acceso al interior. El manubrio cedió, pero la puerta no se abrió; estaba cerrada con llave. Subió otro tramo y también encontró la puerta cerrada.
Se volvió y miró por encima de la barandilla al lugar del patio en el que debían de estar Flavia y Vianello, pero no pudo ver nada más que el reflejo de la luz en el agua acribillado por la lluvia.
En el último piso notó con sorpresa que la puerta cedía a la presión de su mano, y vio un largo corredor. Entró, cerró la puerta y se quedó quieto un momento, oyendo el sonido del agua que le goteaba del impermeable al suelo de mármol.
Lentamente, sus ojos se habituaron a la luz del corredor, mientras él tendía el oído tratando de captar cualquier sonido que pudiera llegar del otro lado de aquellas puertas.
Un escalofrío lo estremeció y él bajó la cabeza y encogió los hombros, tratando de encontrar calor en algún lugar de su cuerpo. Cuando levantó la mirada, vio a La Capra en el vano de una puerta, a pocos metros de él, que lo miraba con la boca abierta.
La Capra fue el primero en recuperarse de la sorpresa y esbozó una sonrisa fácil.
– Signor policía, así que ha vuelto. Qué feliz coincidencia. Precisamente acabo de poner en la galería las últimas piezas. ¿Le gustaría verlas?
24
Brunetti lo siguió a la galería y paseó la mirada por las vitrinas. Al entrar, La Capra se volvió para decirle:
– Permítame el abrigo. Debe usted de estar helado, andando por ahí con esta lluvia. Una noche como ésta. -Agitó la cabeza a derecha e izquierda ante la idea.
Brunetti se quitó el abrigo, notando el peso del agua que lo empapaba al darlo a La Capra. También el otro hombre pareció sorprendido por el peso de la prenda y, sin saber qué hacer con ella, optó por dejarla sobre el respaldo de una silla, desde donde el agua siguió chorreando al suelo profusamente.
– ¿Qué le trae de nuevo a esta casa, dottore? -preguntó La Capra, pero, antes de que Brunetti pudiera contestar, dijo-: Permítame que le ofrezca algo de beber. ¿Grappa, quizá? O un ponche de ron. Por favor, no puedo consentir que pase frío, siendo huésped de mi casa, sin ofrecerle algo. -Sin esperar respuesta, se acercó a un interfono colgado de la pared y pulsó un botón. Segundos después se oyó un leve chasquido y La Capra dijo por el micro-: ¿Querrás subir una botella de grappa y un ponche de ron caliente? -Se volvió hacia Brunetti sonriendo, el perfecto anfitrión-. Será sólo un momento. Mientras esperamos, dígame, dottore, ¿qué le trae otra vez por aquí tan pronto?
– Su colección, signor La Capra. He descubierto muchas cosas sobre ella. Y sobre usted.
– ¿En serio? -preguntó La Capra, sin alterar la sonrisa-. No pensé que yo fuera tan conocido en Venecia.
– Y también en otros sitios. En Londres, por ejemplo.
– ¿En Londres? -La Capra mostró una cortés sorpresa-. Qué raro. Me parece que no conozco a nadie en Londres.
– No; pero a lo mejor ha adquirido allí alguna pieza.
– Ah, sí, claro, eso será sin duda -respondió La Capra sin dejar de sonreír.
– Y en París -añadió Brunetti.
Nuevamente, la sorpresa de La Capra fue perfecta, como si hubiera estado esperando oír mencionar París después de Londres. Antes de que pudiera decir algo, la puerta se abrió y entró un joven, que no era el mismo que abrió a Brunetti la vez anterior. Traía una bandeja con botellas, vasos y un termo de plata. Dejó la bandeja en una mesa baja y dio media vuelta para marcharse. Brunetti lo reconoció, no sólo por la foto de archivo enviada por la policía de Roma sino por el parecido con su padre.
– No, Salvatore, quédate a beber algo con nosotros -dijo La Capra. Y a Brunetti-: ¿Qué va a tomar, dottore? Veo que hay azúcar. ¿Quiere que le prepare un ponche?
– No, muchas gracias. Un poco de grappa será suficiente.
Jacopo Poli, en delicada botella de vidrio soplado; sólo lo mejor para el signor La Capra. Brunetti vació el vaso de un trago y lo dejó en la bandeja antes de que La Capra hubiera acabado de echar el agua caliente en su propio ron. Mientras La Capra vertía y removía, Brunetti miraba la habitación. Muchas de las piezas se parecían a objetos que había visto en el apartamento de Brett.
– ¿Otro vasito, dottore? -preguntó La Capra.
– No, gracias -dijo Brunetti deseando controlar el temblor que aún lo estremecía.
La Capra acabó de mezclar la bebida, tomó un sorbo y dejó el vaso en la bandeja.
– Venga, dottor Brunetti. Permítame mostrarle algunas de mis nuevas piezas. Llegaron ayer mismo, y reconozco que estoy muy contento de tenerlas aquí.
La Capra empezó a caminar hacia la pared izquierda de la galería, y Brunetti oyó que algo crujía bajo la suela de su zapato. Al mirar al suelo, vio fragmentos de barro esparcidos en círculo en aquel lado de la habitación. Uno de los fragmentos estaba cruzado por una línea negra. Rojo y negro, los dos colores dominantes de la cerámica que Brett le había mostrado y de la que le había hablado.
– ¿Dónde está ella? -preguntó Brunetti, cansado y helado.
La Capra se paró de espaldas a Brunetti y tardó un momento en volverse a mirarlo.
– ¿Dónde está quién? -preguntó al volverse, sonriendo inquisitivamente.
– La dottoressa Lynch -respondió Brunetti.
La Capra no apartaba la mirada de Brunetti, pero éste notó que de padre a hijo iba algo, un mensaje.
– ¿La dottoressa Lynch? -preguntó La Capra, en tono de perplejidad, pero aún muy cortés-. ¿Se refiere a la científica norteamericana? ¿La que escribe sobre cerámica china?