– Sí.
– Ah, dottor Brunetti, no sabe usted cómo me gustaría que estuviese aquí. Tengo dos piezas… entre las que recibí ayer… sobre las que empiezo a tener dudas. No estoy seguro de que sean tan viejas como pensé cuando… -la pausa fue mínima, pero Brunetti estaba seguro que intencionada- cuando las adquirí. Daría cualquier cosa por poder preguntar a la dottoressa Lynch qué opina de ellas. -Miró al joven y luego, rápidamente, a Brunetti-. Pero, ¿qué le hace pensar que ella pudiera estar aquí?
– Porque no puede estar en ningún otro sitio -explicó Brunetti.
– Me parece que no le entiendo, dottore. No sé de qué me habla.
– Hablo de esto -dijo Brunetti estirando la pierna y aplastando con el pie uno de los fragmentos.
La Capra, involuntariamente, hizo una mueca de dolor al oírlo, pero insistió:
– No le entiendo. Si se refiere a estos fragmentos, la explicación es bien sencilla. Mientras se desembalaban las piezas, alguien fue muy descuidado con una de ellas. -Mirando los fragmentos, movió la cabeza con tristeza, como si no pudiera creer que alguien fuera tan torpe-. He dado orden de que el responsable sea castigado.
Cuando La Capra acabó de hablar, Brunetti notó el movimiento a su espalda, pero, antes de que pudiera volverse, La Capra se acercó y lo tomó del brazo.
– Pero venga a ver las piezas nuevas.
Brunetti se desasió y dio media vuelta. El joven ya estaba en la puerta. La abrió, sonrió a Brunetti, salió de la habitación y cerró la puerta. Brunetti oyó el sonido inconfundible de una llave al girar en la cerradura.
25
Unos pasos rápidos se alejaron por el corredor. Brunetti miró a La Capra.
– Ya es tarde, signor La Capra -dijo Brunetti, esforzándose en razonar con voz serena-. Sé que está aquí. Si intenta hacer algo contra ella, empeorará su propia situación.
– Le ruego que me disculpe, signor policía, pero no sé de qué me habla -dijo La Capra sonriendo con cortesía y perplejidad.
– Le hablo de la dottoressa Lynch. Me consta que está aquí.
La Capra sonrió otra vez y abrió la mano señalando la habitación y todos los objetos que contenía.
– No comprendo su insistencia. Sin duda, si estuviera aquí, se encontraría con nosotros, gozando de la contemplación de toda esta hermosura. -Su acento se hizo más cálido todavía-. ¿No me creerá capaz de privarla de semejante placer, verdad?
La voz de Brunetti no era menos tranquila.
– Creo que ha llegado el momento de poner fin a la farsa, signore.
La carcajada de La Capra cuando Brunetti dijo esto estaba cargada de verdadero gozo.
– Oh, yo diría que el farsante es usted, signor policía. Está en mi casa sin haber sido invitado, por lo que yo diría que su entrada es ilegal. De manera que no tiene derecho a decirme lo que debo o no debo hacer. -Su voz fue haciéndose más áspera y, cuando terminó de hablar, casi jadeaba de cólera. Al oírse a sí mismo, La Capra recordó el papel que estaba representando, se volvió de espaldas a Brunetti y dio varios pasos hacia una de las vitrinas.
– Observe, si gusta, las líneas de este jarro -dijo-. Con qué delicadeza serpentean hacia la parte posterior, ¿no le parece? -Dibujó una etérea onda en el aire con la mano, imitando el discurrir de la línea pintada en la parte frontal del alto jarro que contemplaba-. Siempre me ha parecido fabuloso el sentido de la belleza que tenía aquella gente. Miles de años atrás, y ya eran unos enamorados de la belleza. -Sonriendo, pasando de simple entendido a filósofo, miró a Brunetti y preguntó-: ¿Cree que el secreto de la humanidad pueda ser el amor a la belleza?
Como Brunetti no respondiera a esta banalidad, La Capra abandonó el tema y pasó a la siguiente vitrina. Riendo entre dientes, comentó:
– A la dottoressa Lynch le hubiera gustado ver esto.
Algo en su voz, un tono de obsceno secreteo, hizo que Brunetti mirara la vitrina frente a la que estaba el otro hombre. Dentro vio una pieza que tenía una forma de calabaza que le recordó la de la foto que le había enseñado Brett. También ésta estaba decorada con la figura de un zorro con cuerpo humano, erguido y en actitud de caminar hacia la izquierda, casi idéntica a la que aparecía en la pieza de la foto.
Espontáneamente, la idea tomó cuerpo. Si La Capra no tenía inconveniente en mostrarle este vaso, estaba claro que ya no tenía nada que temer de Brett, la única persona que podría identificar su origen. Brunetti giró sobre sí mismo y dio dos zancadas hacia la puerta. Antes de llegar, se paró, ladeó el cuerpo dándose impulso y levantó la pierna derecha. Con todas sus fuerzas, dio una patada justo debajo de la cerradura. La violencia del golpe sacudió todo su cuerpo, pero la puerta no se movió.
A su espalda, La Capra rió entre dientes.
– Ah, qué impetuosos son ustedes, los del Norte. Lo siento, pero no se abrirá, signor policía, por muy fuerte que le dé. Mal que le pese, tendrá que ser usted mi invitado hasta que Salvatore regrese después de cumplir el encargo. -Con plena confianza, se volvió de nuevo hacia las vitrinas-. Esta pieza data del primer milenio antes de Cristo. Es bonita, ¿verdad?
26
Al salir de la galería, el joven tomó la precaución de cerrar la puerta con llave dejando ésta en la cerradura. Le divertía pensar que su padre estaría perfectamente seguro, nada menos que con un policía. La idea era tan disparatada que iba riéndose por el pasillo. Pero la risa se le heló cuando, al abrir la puerta del fondo, vio que seguía lloviendo. ¿Cómo podía esta gente vivir con este tiempo y con esa agua negra y sucia que brotaba del mismo suelo? Aunque él no lo reconocía, la verdad era que tenía miedo de aquellas aguas, de lo que pudiera tocar su pie al hundirse en ellas o, peor, de lo que pudiera rozarle las piernas o deslizarse al interior de sus botas.
Pero se decía que ésta sería la última vez que metía los pies en el agua. Cuando hubiera hecho aquello, cuando se hubiera resuelto este asunto, podría volver a la casa a esperar que aquellas aguas repugnantes volvieran a los canales, a la laguna, al mar, donde tenían que estar. No sentía ningún afecto por estas frías aguas adriáticas, tan diferentes del amplio y tranquilo horizonte turquesa que se extendía frente a su casa de Palermo. No se explicaba qué podía haber inducido a su padre a comprar una casa en esta ciudad tan sucia. Él decía que era por la seguridad de su colección, porque aquí el peligro de robo era mínimo. Pero en Sicilia nadie se atrevería a robar en casa de Carmello La Capra.
Él sospechaba que la razón no era otra que la que impulsaba a su padre a tener aquella estúpida colección de ollas: para darse importancia y conseguir que lo considerasen un señor. A Salvatore esto le parecía absurdo. Él y su padre eran señores por nacimiento, no necesitaban que esos estúpidos polentoni se lo confirmaran.
Miró otra vez el patio inundado, diciéndose que tendría que ponerse botas y meter los pies en el agua para cruzarlo. Pero la idea de la misión que lo aguardaba al otro lado bastó para animarlo: lo había pasado bien jugando con la americana, pero había llegado el momento de poner fin al juego.
Se agachó y se calzó un par de altas botas de goma, tirando con fuerza para introducir el zapato. Le llegaban hasta la rodilla y tenían el borde ancho y un poco ondulado como la corola de una anémona. Cerró la puerta a su espalda y bajó pesadamente la escalera exterior, maldiciendo la lluvia impetuosa. Cortando el agua, cruzó lentamente el patio en dirección a la puerta de madera. Aunque hacía poco rato que había dejado allí a la americana, el agua había subido de nivel y ya cubría el panel inferior. Quizá ella ya se hubiera ahogado. Aunque hubiera conseguido subirse a uno de los grandes nichos de la pared, no le costaría mucho ahogarla. Sólo sentía no tener tiempo para violarla. Nunca había violado a una lesbiana, y le parecía que tenía que gustarle. Bien, otra llamada telefónica podría traer aquí a su amiga la cantante y entonces tendría la oportunidad. Quizá su padre se opusiera, pero no tenía por qué enterarse. La cautela de su padre le había privado de aquel placer en la visita a casa de la americana. Había enviado a Gabriele y Sandro, y entre los dos habían hecho una chapuza. Con este cúmulo de violencia, resentimiento y voluptuosidad en el ánimo cruzaba el patio Salvatore La Capra.