Venía preparado para la oscuridad que lo envolvía, y sacó del bolsillo de la americana una linterna con la que iluminó el pestillo de la puerta. Lo descorrió y tiró de la puerta hacia sí, con fuerza, para vencer la resistencia del agua. Frente a él se abrió un espacio alto y abovedado. En el agua aceitosa flotaban sillas y mesas, almacenadas allí durante la restauración de la casa y abandonadas en lo que fuera un embarcadero interior, situado a medio metro por debajo del nivel del patio y separado del canal por otra gruesa puerta de madera, asegurada con una cadena. Sería cuestión de un minuto, cuando hubiera terminado con ella, abrir la puerta del fondo y empujarla a las aguas más profundas del canal.
A su izquierda oyó un borboteo y hacia él volvió el haz de la linterna. Los ojos que vio brillar eran muy pequeños y estaban muy juntos para ser humanos. Haciendo ondear la larga cola, la rata se volvió de espaldas a la luz y se alejó chapoteando por detrás de una caja que flotaba.
La voluptuosidad se disipó. Lentamente, Salvatore giró la linterna hacia la derecha, parándose a registrar cada uno de los nichos de la pared en los que el agua alcanzaba medio palmo. Al fin la descubrió, acurrucada en uno de ellos, con la cabeza apoyada en las rodillas. Ahora la luz permaneció fija, pero la mujer no se movió.
Así pues, no tendría más remedio que meterse en el agua e ir hasta allí para acabar de una vez. Armándose de valor, bajó el pie despacio hasta asentarlo firmemente en la resbaladiza superficie del primer peldaño y a continuación buscó el segundo. Juró violentamente al sentir que el agua le entraba por el borde de la bota. Durante un momento, pensó en arrancarse la maldita bota, para poder moverse con más soltura, pero al recordar los ojos rojos que había visto a ras de agua cambió de idea. Preparado para lo inevitable, bajó el otro pie y sintió cómo se le inundaba el zapato. Deslizó el pie derecho hacia adelante, sabiendo que no había más que tres peldaños, pero resistiéndose a creerlo hasta que el pie se lo confirmara. Luego enfocó con la linterna la figura encogida en el nicho y fue hacia ella con el agua hasta medio muslo.
Mientras avanzaba, hacía planes, decidido a extraer del acto todo el placer posible. Como no había donde dejar la linterna, tendría que metérsela en el bolsillo, con la bombilla para arriba, y esperaba que la luz le permitiera ver la cara de la mujer mientras la mataba. No parecía que le quedaban muchas fuerzas para luchar, pero en el pasado se había llevado más de una sorpresa, y confiaba en que también esta vez así fuera. Mucho forcejeo, no, desde luego, y menos, con toda esta agua, pero le parecía que él se merecía por lo menos una resistencia testimonial, especialmente, teniendo que renunciar a placeres que en otras circunstancias hubiera podido extraer de ella.
Al oírle llegar, ella levantó la cabeza y lo miró con ojos muy abiertos, deslumbrados por la luz de la linterna.
– Ciao, bellezza -susurró él, y se rió como su padre.
Ella cerró los ojos y volvió a apoyar la cabeza en las rodillas. Él, con la mano derecha, puso la linterna en el bolsillo de la americana, inclinada hacia adelante, iluminando a la mujer. La veía sólo vagamente, pero confiaba en que la luz fuera suficiente.
Antes de empezar lo que había venido a hacer, no pudo resistir la tentación de darle un toque en un lado de la mandíbula, con la delicadeza del que golpea una copa de cristal para oírla sonar. Volvió la cabeza, para recolocar la linterna que había resbalado hacia la parte posterior del bolsillo. Como no miraba a la víctima sino la linterna, no la vio levantar el brazo por encima de su cabeza. Ni vio la fíbula que asomaba de su puño. Sólo advirtió su presencia al sentir su punta roma en la garganta, justo debajo de la mandíbula y recibir el impacto del golpe que lo lanzó hacia atrás. Se tambaleó hacia la derecha y miró a la mujer, a tiempo de ver brotar un grueso chorro de sangre. Al darse cuenta de que la sangre era suya, gritó, pero ya era tarde. La luz se apagó cuando él se hundió en el agua.
27
El ruido de la llave al girar en la cerradura hizo que tanto Brunetti como La Capra miraran hacia la puerta, que al abrirse reveló la figura de Vianello que chorreaba.
– ¿Quién es usted? -preguntó La Capra-. ¿Qué hace aquí?
Vianello, sin hacerle caso, dijo a Brunetti.
– Creo que debería venir conmigo, comisario.
Brunetti se puso en movimiento al instante y salió pasando por delante de Vianello sin decir palabra. Hasta que llegaron al extremo del corredor, antes de salir a la lluvia que no cesaba, no preguntó Brunetti:
– ¿Se trata de la americana?
– Sí, señor.
– ¿Está bien?
– Está con su amiga, comisario, pero no sé cómo está. Ha permanecido mucho tiempo en el agua. -Sin esperar a oír más, Brunetti empezó a bajar la escalera rápidamente.
Las encontró al pie de la escalera, muy juntas bajo el impermeable de Vianello. En aquel momento, desde la casa, alguien encendió las luces llenando el patio de una claridad cegadora que convirtió a las dos mujeres en una oscura Pietà alzada sobre el zócalo de la pared del patio.
Flavia estaba arrodillada en el agua, con un brazo alrededor de Brett, sujetándola contra la pared con el peso de su propio cuerpo. Brunetti se inclinó sobre las dos mujeres, sin atreverse a tocarlas y llamó a Flavia. Ella lo miró, y el terror que él vio en sus ojos le hizo volverse hacia su compañera. Brett tenía sangre en el pelo, en la cara y en la ropa.
– Madre di Dio -susurró él.
Vianello se acercó haciendo remolinos en el agua.
– Llame a la questura, Vianello -ordenó Brunetti-. Pero no desde aquí. Llame desde fuera. Que envíen una lancha con todos los hombres disponibles. Y una ambulancia. Ahora mismo. Rápido.
Vianello ya iba hacia la pesada puerta de madera antes de que Brunetti acabara de hablar. Cuando la abrió una ola recorrió el patio y lamió las piernas de Brunetti.
Arriba se oía la voz de La Capra.
– ¿Qué pasa ahí abajo? ¿Quién hay?
Brunetti se apartó de las dos mujeres que seguían abrazadas y miró hacia lo alto de la escalera. El hombre estaba en la puerta, su figura, recortada sobre la luz del interior, parecía la de un cristo malévolo en el umbral de una tumba siniestra.
– ¿Qué hacen ahí abajo? -preguntó otra vez, con la voz más perentoria y áspera. Salió a la lluvia y miró fijamente a las dos mujeres y al hombre que no era su hijo-. ¿Salvatore? -gritó-. Salvatore, contesta. -La lluvia tableteaba.
La Capra dio media vuelta y desapareció en el interior del palazzo. Brunetti se inclinó y puso una mano en el hombro de Flavia.
– Flavia, levántate. No podemos quedarnos aquí. -Ella no daba señales de haberle oído. Él miró entonces a Brett, que lo miraba a su vez, con los ojos muy abiertos, pero sin expresión. Él puso una mano bajo el brazo de Flavia y la levantó y lo mismo hizo con Brett. Dio un paso hacia la puerta de la calle que había quedado entornada, rodeando con un brazo el peso inerte de Brett que se le escurría, y tuvo que soltar a Flavia para sostenerla con los dos brazos. La puso de pie y llevándola casi en vilo la obligaba a mover las piernas por el agua helada, hacia la puerta, apenas consciente de la presencia de Flavia a su lado, que se movía en la misma dirección.