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– Dijeron que los enviaba el director del museo. ¿Cómo se habían enterado de la relación? -preguntó ella. Flavia nunca había creído que el robo fuera el motivo y cada vez que miraba la cara de Brett le parecía menos verosímil la explicación. Si este policía no lo entendía así, no entendería nada.

– ¿Son graves las lesiones? -preguntó él, eludiendo la respuesta-. No he tenido tiempo de hablar con los médicos.

– Costillas rotas y una fisura en la mandíbula, pero no hay señales de conmoción cerebral.

– ¿Ha podido hablar con ella?

– Sí. -Lo brusco de la respuesta le recordó que su última entrevista no fue muy amistosa.

– Lamento mucho lo ocurrido. -Lo dijo como particular, no como funcionario público.

Flavia aceptó la frase con una breve señal de asentimiento, pero no dijo nada.

– ¿Cree que la afectará? -La pregunta, formulada en estos términos, aludía al íntimo conocimiento que Flavia tenía de Brett, reconocía su capacidad para tomar el pulso espiritual de su amiga y descubrir la mella que pudiera dejarle el haber sido objeto de semejante agresión.

Flavia advirtió con sorpresa que sentía el impulso de darle las gracias por preguntar aquello y reconocer de este modo su papel en la vida de Brett.

– No; creo que no la afectará. -Y, desviando la conversación hacia el lado práctico-: ¿Qué dice la policía? ¿Han averiguado algo?

– No, por desgracia -dijo Brunetti-. Las descripciones que hizo usted de los dos hombres no corresponden a nadie que nosotros conozcamos. Hemos preguntado en los hospitales de aquí y de Mestre, pero no han curado a nadie de una herida de arma blanca en un brazo. Se están comprobando las huellas del sobre. -No le dijo que la sangre que cubría una de sus caras dificultaba la operación, ni que el sobre había resultado estar vacío.

Detrás de él, Brett se agitó, suspiró y volvió a quedar quieta.

– Signora Petrelli -empezó él, y se interrumpió, para elegir cuidadosamente las palabras-, me gustaría quedarme un rato al lado de ella, si usted no tiene inconveniente.

Flavia se preguntó, sorprendida, por qué la halagaría tanto que él aceptara con naturalidad lo que ella y Brett eran la una para la otra, y se sintió más sorprendida todavía al darse cuenta de que no tenía una idea clara de lo que eran realmente. Movida por estos pensamientos, tomó la silla que estaba detrás de la puerta y la puso al lado de la que ella había ocupado.

– Grazie -dijo él. Se sentó, se apoyó en el respaldo y cruzó los brazos. A ella le pareció que estaba dispuesto a quedarse allí todo el día, si era necesario.

Él no hizo otro intento de conversar sino que permaneció callado, esperando acontecimientos. Ella se acomodó a su lado en la otra silla, sorprendida de no sentir necesidad de mantener una conversación, ni de mostrarse socialmente correcta. Simplemente, estaba allí. Pasaron diez minutos. Poco a poco, fue inclinando la cabeza hacia atrás hasta apoyarla en el respaldo de la silla, se quedó dormida y despertó con un sobresalto cuando la cabeza se le venció hacia adelante. Miró el reloj. Las once y media. Hacía una hora que él estaba allí.

– ¿Se ha despertado? -le preguntó.

– Sí, pero sólo unos minutos. No ha dicho nada.

– ¿Le ha visto?

– Sí.

– ¿Le ha reconocido?

– Sí, creo que sí.

– Bien.

Al cabo de un rato, él dijo:

– Signora, ¿no querría ir a casa un rato? ¿A comer algo, quizá? Yo me quedaré. Ella me ha visto con usted y si se despierta y me encuentra aquí no se alarmará.

Horas antes, Flavia había sentido hambre, pero ya se le había quitado por completo. Pero la sensación de fatiga y falta de aseo subsistía, y la idea de una ducha, toallas limpias, pelo limpio, ropa limpia casi la hizo suspirar de ansia. Brett dormía ¿y con quién estaría más segura que con un policía? La tentación era irresistible.

– Sí -dijo levantándose-. Pero no tardaré. Si se despierta, por favor, dígale a donde he ido.

– Descuide -dijo él levantándose a su vez mientras Flavia recogía el bolso y descolgaba el abrigo de detrás de la puerta. En el umbral, ella se volvió a mirarlo y se despidió con la primera sonrisa auténtica que le había dedicado desde que se conocían, y cerró la puerta con suavidad.

Cuando, aquella mañana, la signorina Elettra le entregó el informe del robo, él, viendo que el caso había sido asignado a la rama uniformada, lo dejó a un lado de la mesa casi sin mirarlo. Entonces ella dijo, antes de volver a su despacho:

– Me parece que eso le interesará, dottore.

La dirección no le decía nada, pero en una ciudad en la que sólo había seis distritos postales las direcciones tenían un significado muy relativo. Entonces el nombre le saltó a la vista: Brett Lynch. No sabía que hubiera vuelto de China y durante los años transcurridos desde la última vez que se habían visto no había vuelto a pensar en ella. Fue el recuerdo de aquella última entrevista y de los hechos que la precedieron lo que esta mañana lo había traído al hospital.

La hermosa joven a la que había conocido años atrás estaba irreconocible, hubiera podido confundirla con cualquiera de las docenas de mujeres maltratadas a las que había visto desde que estaba en la policía. Mientras la miraba, hacía mentalmente la lista de los hombres a los que sabía capaces de esta clase de violencia contra una mujer, no contra una mujer conocida sino una mujer con la que se tropezaran mientras cometían un delito. La lista era muy corta: uno estaba en una cárcel de Trieste y el otro, en Sicilia, o supuestamente en Sicilia. La lista de los que hacían eso a las mujeres a las que conocían era mucho más larga y varios de ellos estaban en Venecia, pero él dudaba que alguno la conociera o que, conociéndola, tuviera algún motivo para hacerle esto.

¿Un robo? La signora Petrelli dijo a los dos policías que la interrogaron que los dos hombres que habían ido al apartamento no sabían que hubiera allí otra persona, por lo que la agresión no tenía explicación. Si hubieran ido con intención de robar, hubieran podido atar a Brett o encerrarla en una habitación y luego llevarse tranquilamente todo lo que quisieran. Ninguno de los ladrones a los que él conocía hubiera hecho eso. Y, si no era robo, ¿qué era?

Como ella no había abierto los ojos, él se sobresaltó al oír su voz:

– Mi dai da bere?

Sorprendido, se inclinó hacia la cama.

– Agua.

En la mesita de noche él vio un jarro de plástico y un vaso con una paja. Llenó el vaso y le sostuvo la paja entre los labios hasta que ella hubo bebido toda el agua. Al retirársela, vio la jaula de alambre que le ataba los maxilares. Esto explicaba su manera de hablar arrastrando las sílabas. Esto y los calmantes.

Ella abrió el ojo derecho, de un azul más intenso que la piel de alrededor.

– Gracias, comisario. -El párpado se cerró un momento, volvió a abrirse-. Extraño lugar en el que volver a vernos. -A causa de los alambres, su voz sonaba como si saliera de una radio mal sintonizada.

– Sí -convino él, sonriendo ante lo absurdo de la observación, su convencionalismo banal.

– ¿Y Flavia? -preguntó ella.

– Se ha ido a casa un momento. Volverá enseguida.

Brett movió la cabeza en la almohada y él oyó el brusco jadeo. Al cabo de un momento, ella preguntó.

– ¿Por qué ha venido?

– He visto su nombre en el informe de delitos y he venido a ver cómo estaba.

Sus labios se movieron ligeramente, quizá insinuando una sonrisa, cortada por el dolor.

– No muy bien.

Se hizo un silencio que se alargó hasta que él, a pesar de su propósito de no hacer preguntas, dijo:

– ¿Recuerda qué ocurrió?

Ella hizo un sonido de asentimiento y empezó a explicar: