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Colgó el abrigo en el armario y se fue hacia la mesa, pero antes de llegar se desvió a la ventana. Esta mañana había movimiento en el andamiaje que cubría San Lorenzo; hombres subían y bajaban por las escalas y andaban por el tejado. Pero Brunetti estaba seguro de que aquella actividad humana, a diferencia de la eclosión de la naturaleza, sería una primavera falsa y efímera, seguramente acabaría en cuanto se renovaran los contratos.

Se quedó un rato en la ventana, hasta que le hizo volverse el alegre «Buon giorno» de la signorina Elettra. Hoy venía de amarillo, con un vestido de suave seda hasta la rodilla, y con unos tacones tan finos que él se alegró de que el suelo fuera de mosaico y no de parquet. Lo mismo que las flores, las gaviotas y las brisas tibias, ella traía consigo la gracia primaveral, y él sonrió con algo parecido a la alegría.

– Buon giorno, signorina -dijo él-. Está muy bonita esta mañana. Como la misma primavera.

– Ah, este pingo -dijo ella, displicente, sacudiendo con la punta de los dedos la falda del vestido que debía de haberle costado por lo menos el sueldo de una semana. Pero su sonrisa de complacencia desmentía sus palabras, por lo que él no insistió. La joven le entregó dos carpetas con una carta prendida con un clip sobre una de ellas-. Para la firma, dottore.

– ¿La Capra? -preguntó él.

– Sí. Es el informe de por qué usted y el sargento Vianello entraron en el palazzo aquella noche.

– Ah, sí -murmuró él mientras leía rápidamente el documento de dos páginas escrito en respuesta a la queja presentada por los abogados de La Capra de que la entrada de Brunetti en su casa dos meses antes había sido ilegal. El escrito, dirigido al praetore, explicaba que, en el curso de su investigación, el comisario había empezado a sospechar que La Capra estaba implicado en el asesinato de Semenzato, basándose en el hecho de que en el despacho de Semenzato se habían hallado las huellas dactilares de Salvatore La Capra. Con esta premisa y acuciado por la desaparición de la dottoressa Lynch, había ido al palazzo de La Capra acompañado por el sargento Vianello y la signora Petrelli. Al llegar, encontraron abierta la puerta del patio (tal como se mencionaba en las declaraciones firmadas por el sargento Vianello y la signora Petrelli) y, al oír lo que les parecieron gritos de mujer, entraron.

El informe incluía una descripción de los hechos que se habían producido después de su llegada (confirmada también por las declaraciones del sargento Vianello y la signora Petrelli), información que ofrecía al praetore para disipar cualquier duda que pudiera tener acerca de la legalidad de su entrada en la propiedad del signor La Capra, por cuanto que es derecho, más aún, incluso deber de un ciudadano particular acudir a una llamada de socorro, especialmente, si el acceso es fácil y legal. Seguía una respetuosa despedida. Brunetti tomó la pluma que le ofrecía la signorina Elettra y firmó la carta.

– Gracias, signorina, ¿alguna otra cosa?

– Sí, dottore. Ha llamado la signora Petrelli para confirmar su cita.

Más favores de la primavera.

– Gracias, signorina -dijo él tomando las carpetas y devolviéndole la carta. Ella le sonrió y salió del despacho.

La primera carpeta era de la oficina de Carrara en Roma y contenía la lista completa de los objetos de la colección de La Capra que la brigada antifraude de arte había conseguido identificar. La lista de procedencias parecía una guía para turistas -o policías- interesados en yacimientos saqueados de la Antigüedad: Herculano, Volterra, Paesto, Corinto… El Cercano y el Lejano Oriente estaban bien representados: Xian, Angkor Wat, el museo de Kuwait. Algunas de las piezas parecían haber sido adquiridas legalmente, pero eran las menos. Varias eran imitaciones. De calidad, pero imitaciones. Los documentos intervenidos en la casa de La Capra demostraban que muchos de los objetos ilegales habían sido adquiridos a Murino, cuya tienda había sido clausurada, a fin de que la brigada antifraude de arte pudiera hacer el inventario completo de las existencias de la propia tienda y del almacén de Mestre. Murino negó tener conocimiento de las compras ilegales e insistió en que aquellas piezas debían de haber sido adquiridas por el dottor Semenzato, su antiguo socio. De no ser porque había sido arrestado cuando aceptaba la entrega de cuatro cajas de ceniceros de alabastro fabricados en Hong Kong con las cuatro estatuas camufladas entre ellos, quizá le hubieran creído. Pero ahora se hallaba bajo arresto, y su abogado estaba obligado a presentar las facturas y certificados de aduanas que implicaran a Semenzato.

La Capra se encontraba en Palermo, adonde había llevado el cuerpo de su hijo para ser enterrado, y parecía haber perdido todo interés por su colección. Había hecho caso omiso de las peticiones de nuevos documentos acreditativos de compra o propiedad. Por consiguiente, la policía había confiscado todas las piezas que se sabía o suponía robadas y seguía indagando la procedencia de las pocas que aún no habían sido identificadas. Brunetti observó complacido que Carrara se había encargado de que las piezas sustraídas de la exposición china del palazzo Ducal no figuraran en el inventario de los objetos hallados en casa de La Capra. Sólo tres personas -Brunetti, Flavia y Brett- sabían dónde estaban.

La segunda carpeta contenía la abundante documentación del caso contra La Capra, su difunto hijo y los hombres que fueron arrestados con él. Los dos hombres que habían golpeado a la dottoressa Lynch estaban en el palazzo aquella noche y fueron arrestados con La Capra y otro hombre. Los dos primeros habían confesado la agresión, pero mantenían que habían ido para robar. Decían no saber nada del asesinato del dottor Semenzato.

La Capra, por su parte, insistía en que ignoraba que aquellos dos hombres, a los que identificó como su chófer y su guardaespaldas, trataran de robar en el apartamento de la dottoressa Lynch, una mujer cuyo talento profesional él tenía en la más alta consideración. Al principio, también había asegurado que ni había tenido tratos con el dottor Semenzato ni lo conocía siquiera. Pero ante la información que llegaba de todos los lugares en los que él y Semenzato se habían encontrado y las declaraciones firmadas por diversos marchantes y anticuarios que asociaban a ambos en multitud de transacciones, las aseveraciones de La Capra se retiraron como el acqua alta al cambiar la marea o la dirección del viento. Y el nuevo viento le trajo el recuerdo de que, en efecto, quizá había comprado una o dos piezas al dottor Semenzato.

Se le había ordenado regresar a Venecia, si no quería ser conducido por la policía, pero se había puesto en manos de un médico que lo había ingresado en una clínica privada, aquejado de «depresión nerviosa provocada por el sufrimiento personal». Allí seguía, física y legalmente intocable, en un país en el que sólo el vínculo entre padre e hijo permanece sagrado.