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Brunetti apartó las carpetas a un lado y miró fijamente la mesa vacía, imaginando las fuerzas que ya habrían entrado en juego. La Capra era un hombre que no carecía de influencia. Y ahora su hijo, un joven de carácter violento, estaba muerto. ¿Acaso no habían recordado los dos gorilas, al día siguiente de hablar con su abogado, haber oído decir a Salvatore que el dottor Semenzato había tratado a su padre sin el respeto que se merecía? Se trataba de una estatua que él había comprado para su padre y que había resultado falsa… o un asunto parecido. Y, sí, creían recordar haberle oído decir que él haría que el dottore se arrepintiera de haber recomendado a su padre, o a él mismo, para su padre, la compra de objetos falsos.

Brunetti no dudaba de que, con el tiempo, los dos gorilas recordarían más y más cosas que atribuir al pobre Salvatore, obcecado por su empeño en defender el honor de su padre y el suyo propio. Y probablemente recordarían también las muchas ocasiones en las que el signor La Capra había tratado de convencer a su hijo de que el dottor Semenzato era un hombre íntegro, que siempre obraba de buena fe cuando garantizaba piezas que después eran vendidas por Murino, su socio. Tal vez los jueces, si el caso llegaba a los tribunales, tuvieran que escuchar un relato que hablaría del deseo de Salvatore de procurar a su padre tan sólo satisfacciones, como cumplía a un hijo tan amante como él. Y Salvatore, que no era un chico sofisticado, pero tenía un corazón de oro, habría tratado de obtener esos presentes para su amado padre de la única manera que se le había ocurrido, buscando el asesoramiento del dottor Semenzato. Y, dado su amor filial y el intenso deseo de complacer a su padre, no era difícil imaginar su furor al descubrir que el dottor Semenzato había intentado aprovecharse de su inocencia y de su generosidad, vendiéndole una copia en lugar del original. Sería, pues, una injusticia, ahondar en el dolor de un padre, un padre que tenía que sobrellevar a un tiempo el dolor por la pérdida de su adorado hijo único y por el descubrimiento de lo que aquel hijo había sido capaz de hacer tanto para dar una satisfacción a su padre como para defender el honor de la familia.

Sí, la historia se aceptaría, y la asociación entre La Capra y Semenzato, en lugar de incriminarlo, serviría para demostrar la buena fe que presidía sus relaciones, truncadas por la falta de escrúpulos de Semenzato por un lado y el apasionamiento de Salvatore por el otro, quien ya se hallaba, ay, fuera del alcance de la ley. De haber sido más propenso al sentimentalismo, Brunetti hubiera pensado que La Capra había pagado el más alto precio por la muerte de Semenzato, pero no lo era, y se decía que el precio más alto lo había pagado Salvatore.

Brunetti se levantó y se alejó de la mesa y de las carpetas que le habían llevado a esta conclusión. Él había visto a La Capra con su hijo, lo había sacado de las aguas cenagosas y había ayudado al hombre, que no dejaba de gritar, a llevar el cuerpo de su hijo hasta el pie de los tres peldaños. Y allí había necesitado la ayuda de Vianello y dos agentes para separarlos y poner fin al fútil intento de La Capra de cerrar con sus dedos la herida exangüe del costado del cuello de su hijo.

Brunetti nunca pensó que una vida pudiera pagarse con otra vida, por lo que volvió a desechar la idea de que La Capra había pagado la muerte de Semenzato. Todo dolor es único e independiente y sólo corresponde a una pérdida. Pero le resultaba difícil sentir aversión personal por el hombre al que había visto por última vez sollozando en brazos de un policía que trataba de impedir que viera cómo se llevaban el cadáver de su hijo en una camilla con la cara cubierta por la chaqueta empapada de Vianello.

Ahuyentó aquellos recuerdos. Todo aquello ya no le incumbía, ahora estaba en manos de otra autoridad, y él ya no podía influir en el resultado. Ya había tenido más que suficiente de muerte y violencia, de belleza robada y de anhelo de perfección. Ahora le apetecía contemplar la primavera con sus muchas imperfecciones.

Una hora después, Brunetti salió de la questura y se encaminó hacia San Marcos. En todas partes veía las mismas cosas que había visto durante muchos días, pero hoy descubría en ellas señales de primavera. Hasta miraba con simpatía a los omnipresentes turistas vestidos de colores pastel. La Via XXII Marzo lo llevó al puente de la Accademia. Al otro lado, vio la primera cola de la temporada de los turistas que esperaban para entrar en el museo, pero él había quedado saturado de arte para rato. Ahora lo atraía el agua y la idea de sentarse al tibio sol con Flavia, tomar un café, charlar de unas cosas y otras, observar con qué facilidad su rostro pasaba del reposo a la alegría y otra vez al reposo. Habían quedado a las once en Il Cucciolo, y él ya tenía ganas de oír chapotear el agua bajo las tablas de la terraza, y observar los movimientos indolentes de los camareros, no desentumecidos aún de su letargo invernal, y rehuir el parasol, grande y ufano, empeñado en dar sombra antes de tiempo. Y, sobre todo, tenía ganas de oír el sonido de su voz.

Frente a él vio las aguas del canal de la Giudecca y, al otro lado, las alegres fachadas de las casas. Por la izquierda apareció un buque cisterna, muy alto, sin carga, y hasta su casco veteado de gris parecía bonito y alegre a esta luz. Se acercó correteando un perro que levantó la pata y luego se puso a dar vueltas para atraparse la cola.

Al llegar al borde del agua, torció hacia la izquierda en dirección a la terraza del bar, buscando a Flavia con la mirada. Cuatro parejas, un hombre solo, otro hombre, una mujer con dos niños, una mesa con seis o siete jovencitas a las que oyó reír a distancia. Pero Flavia no estaba. Se habría retrasado. O quizá no la había reconocido. Empezó otra vez por la mesa más cercana y fue mirando a cada cliente, por el mismo orden. Entonces la vio, sentada con los dos niños, un chico alto y una niña llenita, todavía con la grasa infantil.

Su sonrisa se borró y fue sustituida por otra. Con la sonrisa nueva, se acercó a la mesa y estrechó la mano que ella le tendía.

Ella le sonrió a su vez alzando la cara.

– Guido, cuánto me alegro de volver a verte. Y qué día tan espléndido. -Miró al muchacho-. Paolino, es el dottor Brunetti. -El chico se levantó, era casi tan alto como Brunetti, y le estrechó la mano.

– Buon giorno, dottore. Quiero darle las gracias por haber ayudado a mi madre. -Casi parecía que había estado ensayando la frase, y la pronunció formalmente, como el que trata de hacerse el hombre se dirige al que ya lo es. Tenía los ojos oscuros de la madre, pero la cara más larga y delgada.

– Ahora yo, mamma -dijo la niña y, como Flavia tardara en reaccionar, se levantó y tendió la mano a Brunetti-. Yo soy Vittoria, pero mis amigos me llaman Vivi.

Mientras le estrechaba la mano, Brunetti dijo:

– En tal caso, me gustaría llamarte Vivi.

La niña era lo bastante pequeña como para sonreír, y lo bastante mayor como para desviar la mirada y ponerse colorada.

Él acercó una silla, se sentó y luego rectificó la posición para que el sol le diera en la cara. Durante varios minutos, la conversación fue general, los niños le preguntaban sobre su trabajo de policía, si llevaba pistola, y cuando él dijo que sí, dónde la llevaba. Vivi quiso saber si había disparado contra alguien y pareció decepcionada cuando él dijo que no. Los niños no tardaron en descubrir que ser policía en Venecia era muy diferente de serlo en Corrupción en Miami, revelación que les hizo perder interés en él y en su profesión.

Se acercó el camarero. Brunetti pidió un Campari con soda y Flavia otro café que luego cambió por un Campari. Los niños empezaban a mostrarse audiblemente inquietos y Flavia les propuso que se llegaran por el muelle arriba hasta Nico's a comprar gelato, idea que tuvo el beneplácito general.