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Los niños se alejaron. Vivi tenía que apresurar el paso para mantenerse a la altura de la zancada de Paolo.

– Son muy simpáticos -dijo él y, como Flavia no respondiera, agregó-: No sabía que los hubieras traído a Venecia.

– No es frecuente que pueda pasar un fin de semana con ellos, pero como este sábado no actuaba en la función de tarde decidí venir. Ahora canto en Munich -explicó.

– Ya lo sé. Lo he leído en los periódicos.

Ella miraba hacia el otro lado del canal, en dirección a la iglesia del Redentore.

– Nunca había estado aquí a principios de primavera.

– ¿Dónde te alojas?

Ella desvió la mirada de la iglesia volviéndola hacia él.

– En casa de Brett.

– Ah, ¿ha venido contigo? -preguntó él. Había visto a Brett por última vez en el hospital, pero ella había estado allí sólo una noche, y dos días después se había ido con Flavia a Milán. No había vuelto a saber de ninguna de las dos hasta la víspera, en que Flavia lo había llamado por teléfono para concertar esta cita.

– No; ella se ha ido a Zurich, a dar una conferencia.

– ¿Cuándo regresa? -preguntó él cortésmente.

– La semana próxima estará en Roma. Yo termino en Munich el martes por la noche.

– ¿Y después?

– Después, Londres, pero sólo para un recital, y luego China -dijo ella, con una nota de reproche porque lo hubiera olvidado-. Estoy invitada a dar una tanda de lecciones magistrales en el Conservatorio de Pekín. ¿No te acuerdas?

– ¿Así que pensáis seguir adelante con el plan? ¿Y llevarás las piezas? -preguntó él, sorprendido de su decisión.

Ella no trató de disimular la autocomplacencia.

– Naturalmente que lo pensamos, es decir, lo pienso.

– ¿Y cómo? ¿Cuántas piezas son? ¿Tres? ¿Cuatro?

– Cuatro. Llevo siete maletas, y el ministro de Cultura irá a recibirme al aeropuerto. Dudo mucho que busquen antigüedades en los equipajes que entran en el país.

– Pero, ¿y si las encuentran?

Ella agitó una mano en un ademán genuinamente teatral.

– Siempre podría decir que eran un presente que llevaba para el pueblo de China, que pensaba ofrecérselo después de dar las lecciones, en prueba de gratitud por haberme invitado.

Él estaba seguro de que, llegado el caso, así lo haría y que saldría bien librada. Se echó a reír.

– Te deseo suerte.

– Gracias -dijo ella, segura de no necesitarla.

Estuvieron callados durante un rato. Brett, aunque invisible, estaba presente. Pasaban embarcaciones tableteando. El camarero les llevó las bebidas y ellos se alegraron de la distracción.

– ¿Y después de China? -preguntó él finalmente.

– Muchos viajes hasta finales del verano. Es otra de las razones por las que he querido pasar el fin de semana con los niños. Tengo que ir a París, a Viena y a Londres. -Como él no respondiera, agregó, alegrando el tono-: Tengo que morirme en París y en Viena, «Lucia» y «Violetta».

– ¿Y en Londres? -preguntó él.

– Mozart. «Fiordiligi». Y, después, mi primer intento con Haendel.

– ¿Brett irá contigo? -preguntó él tomando un sorbo de su bebida.

Ella volvió a mirar hacia la iglesia, la iglesia del Redentor.

– Ella se quedará en China por lo menos durante varios meses -fue toda la respuesta de Flavia.

Él volvió a beber y miró el agua, advirtiendo súbitamente la danza de la luz en su rizada superficie. Tres gorriones se posaron cerca de sus pies, buscando comida. Lentamente, él alargó la mano, tomó un pellizco del brioche que había en una fuente delante de Flavia y los echó a los pájaros. Ansiosamente, éstos se abatieron sobre él despedazándolo y cada uno se fue a comer su parte en lugar más seguro.

– ¿Su carrera ante todo? -preguntó él.

Flavia asintió y se encogió de hombros.

– Me parece que se la toma más en serio que… -dejó la frase sin terminar.

– ¿Que tú la tuya? -preguntó él con escepticismo.

– Yo diría que, en cierto modo, sí. -Al ver que él iba a protestar, le puso la mano en el brazo y explicó-: Mira, Guido, cualquiera puede ir a escucharme y luego romperse las manos aplaudiendo, sin que por ello tenga que entender de música o de canto. Basta con que le guste el traje, o el argumento, o quizá sólo grita brava porque es lo que gritan todos. -Al ver que él no parecía convencido, insistió-: Es la verdad. Puedes creerme. Después de cada función, mi camerino se llena de personas que me dicen cuándo les ha gustado mi actuación aunque aquella noche haya cantado como un perro. -Él observó cómo cruzaba por su cara el reflejo de este recuerdo, y comprendió que decía la verdad.

»Y ahora piensa en lo que hace Brett. Son muy pocas las personas que saben algo de su trabajo: sólo quienes están realmente enterados de lo que hace, y todos son científicos que pueden valorarlo. Supongo que la diferencia entre nosotras es que a ella sólo pueden juzgarla sus pares, personas de su mismo nivel, por lo que el baremo es mucho más alto y el elogio tiene mucho valor. A mí puede aplaudirme cualquier imbécil por puro capricho.

– Pero lo que tú haces es hermoso.

Ella se rió de buena gana.

– Que Brett no te oiga decir eso.

– ¿Por qué? ¿Es que a ella no se lo parece?

Sin dejar de reír, ella explicó:

– No lo entiendes, Guido. Brett piensa que lo que ella hace también es hermoso, y que las cosas con las que trabaja son tan hermosas como las arias que yo canto.

Él recordó entonces que en la declaración de Brett había un punto oscuro que él deseaba aclarar. Pero no hubo tiempo: ella estaba en el hospital y, al salir de él, abandonó Venecia inmediatamente después de firmar la declaración oficial.

– Hay algo que no comprendo -empezó, y se echó a reír al darse cuenta de la gran verdad que acababa de decir.

La sonrisa de ella era vacilante, inquisitiva.

– ¿Qué?

– Es algo de la declaración de Brett -explicó él. La cara de Flavia se relajó-. Escribió que La Capra le había mostrado un bol, un bol chino. He olvidado a qué milenio se atribuía.

– El tercer milenio antes de Cristo -dijo Flavia.

– ¿Te habló de ello?

– Naturalmente.

– Entonces quizá puedas ayudarme. -Ella asintió y él prosiguió-: En su declaración, dijo que lo rompió, que lo dejó caer al suelo deliberadamente.

Flavia asintió.

– Sí, hablamos de ello. Eso me dijo. Así ocurrió.

– Pues es lo que no comprendo -dijo Brunetti.

– ¿El qué?

– Si tanto ama esas cosas, si tanto trabaja por salvarlas, entonces el bol a la fuerza tenía que ser falso, ¿se trataba de una de esas imitaciones que La Capra compraba creyéndolas auténticas?

Flavia no dijo nada y volvió la cabeza hacia el molino abandonado que se levantaba a un extremo de la Giudecca.

– ¿No? -insistió Brunetti.

Ella se volvió a mirarlo, el sol la iluminaba por la izquierda, recortando su perfil sobre los edificios del otro lado del canal.

– ¿No, qué? -preguntó ella.

– Tenía que ser una imitación, o no la hubiera destruido.

Durante mucho rato, él pensó que ella se había abstraído para no contestarle. Los gorriones volvieron y esta vez Flavia desmenuzó el resto del brioche en pequeños fragmentos y se los echó. Los dos contemplaron a los pajaritos que engullían las migas doradas y miraban a Flavia pidiendo más. Luego, al mismo tiempo, levantaron la mirada de los gorriones que piaban y sus ojos se encontraron. Al cabo de un largo momento, ella volvió la cara hacia el muelle por el que vio venir a sus hijos con cucuruchos de helado en la mano.