– Traían unos papeles del dottor Semenzato del museo. -Él asintió, conocía el nombre y al hombre-. Les abrí la puerta. Y entonces… -Su voz se apagó y después agregó-: Empezaron con esto.
– ¿Le dijeron algo?
Ella cerró el párpado y tardó en contestar. Él no sabía sí trataba de recordar o de decidir si se lo contaba. Tanto tardaba la respuesta que él ya pensaba que ella había vuelto a dormirse cuando, al fin, la oyó decir:
– Me dijeron que no fuera a la cita.
– ¿Qué cita?
– La que tenía con Semenzato. -Así pues, no fue un intento de robo. Él no dijo nada. No era el momento de insistir. Ahora no.
Con la voz más ronca y fatigada por momentos, ella explicó:
– Esta mañana, en el museo. Las cerámicas de la exposición de China. -Se hizo una pausa. Ella se esforzaba por mantener el ojo abierto-. Conocían mi relación con Flavia. -Después de esto, su respiración se hizo más lenta y profunda y él vio que había vuelto a dormirse.
Se quedó mirándola mientras trataba de encontrar sentido a lo que ella le había dicho. Semenzato era el director del museo del palazzo Ducal. Había sido el museo más famoso de Venecia hasta la reapertura del palazzo Grassi después de su restauración, y Semenzato, el más importante de sus directores. Quizá aún lo era. Al fin y al cabo, el palazzo Ducal había montado la exposición del Tiziano, mientras que todo lo que el palazzo Grassi había presentado durante los últimos años era Andy Warhol y los celtas, ambas exposiciones, eventos de la «nueva» Venecia y, por consiguiente, productos más del bombo mediático que de una seria preocupación artística.
Brunetti recordó que, unos cinco años atrás, Semenzato había ayudado a organizar la exposición de arte chino y que Brett Lynch había actuado de enlace entre la administración de la ciudad y el Gobierno chino. Él había visitado la exposición mucho antes de conocer a Brett y aún recordaba algunas de las piezas: los soldados de terracota de tamaño natural, un carro de bronce y una cota de malla decorativa construida con miles de piezas de jade engarzadas entre sí. También había pinturas, pero éstas le habían parecido aburridas: sauces llorones, hombres con barba y el consabido puentecito de filigrana. La estatua del soldado, no obstante, lo había impresionado, y recordaba haberse quedado mucho rato delante de ella, contemplando la cara y leyendo en ella lealtad, valentía y honor, señales distintivas de un pueblo que durante dos milenios había dominado medio mundo.
Brunetti había hablado con Semenzato en varias ocasiones y le parecía un hombre inteligente y agradable, con esa pátina de afabilidad que adquieren con los años los hombres que ocupan cargos públicos. Semenzato descendía de una antigua familia veneciana y tanto él como sus varios hermanos se dedicaban a las antigüedades, al arte o al comercio en este sector.
Puesto que Brett había concertado la exposición, era lógico que, a su regreso a Venecia, se entrevistara con Semenzato. Lo que no tenía sentido era que alguien tratara de impedir la entrevista y que para ello recurriera a medios tan brutales.
Una enfermera con un montón de sábanas y toallas entró sin llamar y pidió a Brunetti que saliera mientras bañaba a la paciente y le cambiaba las sábanas. Evidentemente, la signora Petrelli se había movido entre el personal del hospital, cuidando de hacer llegar sobrecitos, bustarelle, a manos de las personas clave. A falta de tales «atenciones», en aquel hospital no se dispensaban a los pacientes ni los servicios más elementales y, a veces, aun con ellas, eran los familiares los que tenían que alimentar y bañar al enfermo.
Él salió al pasillo y se acercó a una ventana que daba al patio central, parte del primitivo monasterio del siglo XV. Al otro lado se levantaba el nuevo pabellón, construido e inaugurado a bombo y platillo: medicina nuclear, la tecnología más avanzada de toda Italia, los médicos más eminentes, un nuevo concepto en la atención sanitaria en beneficio de los ciudadanos de Venecia, que tantos impuestos pagaban, por cierto. No se había regateado en inversión; el edificio era una maravilla arquitectónica, con unos altos pórticos de mármol que daban una réplica moderna a los delicados arcos del campo Santi Giovanni e Paolo por los que se accedía al edificio principal.
Se celebró la ceremonia de la inauguración, hubo discursos, acudió la prensa, pero el edificio aún estaba sin estrenar. No tenía desagües. Ni drenajes ni responsables de su falta. ¿El arquitecto había olvidado dibujarlos en los planos, o los constructores habían olvidado instalarlos? Lo cierto era que la responsabilidad no había recaído en nadie y que, a un edificio ya terminado, habría que añadir ahora los desagües, con un enorme gasto adicional.
La impresión de Brunetti era que se trataba de un montaje planeado desde el mismo inicio del proyecto, a fin de que el constructor consiguiera no sólo el contrato para edificar el nuevo pabellón sino también, más adelante, el encargo de destruir buena parte de lo hecho, a fin de instalar las olvidadas tuberías.
¿Era para reír o para llorar? Después de la inauguración, que no inauguró nada, el edificio se dejó sin protección, y los vándalos habían entrado y dañado parte del equipo, por lo que ahora el hospital tenía que pagar a unos guardias que patrullaban por corredores desiertos, mientras los pacientes que precisaban los tratamientos que el centro hubiera debido procurarles eran enviados a otros hospitales, puestos en lista de espera o tenían que buscar asistencia en clínicas particulares. Ya no recordaba Brunetti los miles de millones de liras que se habían gastado. Y, si querías que te cambiaran las sábanas, tenías que sobornar a las enfermeras.
Por el fondo del patio apareció entonces Flavia Petrelli. Nadie la reconocía, pero todos los hombres la miraban. Se había puesto un vestido color púrpura de falda larga que se ondulaba al andar. Llevaba colgado de un hombro un abrigo de piel, aunque no de algo tan prosaico como el visón. Mientras la seguía con la mirada, Brunetti recordó, de una novela leída años atrás, la descripción de la entrada de una mujer en un hotel. Estaba tan segura de la atención que su dinero y su posición le garantizaban, que se quitaba el abrigo de visón dejándolo caer hacia atrás sin molestarse en mirar si había algún criado preparado para sostenerlo. Flavia Petrelli no necesitaba leer estas cosas en los libros; ella estaba absolutamente segura de cuál era su lugar en el mundo.
La vio entrar por uno de los pórticos que conducían a las plantas superiores y observó que subía los peldaños de dos en dos, con una prisa que desentonaba tanto del vestido como del abrigo de piel.
Al cabo de unos segundos, aparecía en la escalera y, al verlo fuera de la habitación, se le crispó la cara.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó yendo hacia él rápidamente.
– Nada. Ha venido una enfermera.
Ella entró en la habitación sin molestarse en llamar. Minutos después, salía la enfermera con una brazada de ropa y una palangana de hierro esmaltado. Él esperó un poco, llamó a la puerta y oyó que le invitaban a entrar.
Vio que la cabecera de la cama había sido mínimamente levantada y que Brett estaba un poco incorporada, con la cabeza apoyada en unas almohadas. Flavia, a su lado, sostenía el vaso del que ella bebía con la boquilla. El efecto de su cara era menos impresionante, ya fuera porque él había tenido tiempo para acostumbrarse, ya porque ahora podía ver zonas que no estaban desfiguradas.
Él se agachó, recogió la cartera y se acercó a la cama. Brett sacó una mano y la deslizó hacia él, que la oprimió brevemente con la suya.
– Gracias -dijo ella.
– Si me lo permite, mañana volveré.
– Sí, por favor. Ahora no puedo, pero ya le explicaré.