Flavia fue a protestar, pero se contuvo. Dedicó a Brunetti una sonrisa que empezó siendo profesional y luego se convirtió en perfectamente natural, con sorpresa para ambos.
– Gracias por venir -dijo, volviendo a sorprenderlos a los dos con la sinceridad de su voz.
– Entonces, hasta mañana -dijo él oprimiendo de nuevo la mano de Brett. Flavia se quedó al lado de la cama mientras él salía de la habitación. Bajó por la misma escalera que ella había utilizado y torció hacia la izquierda siguiendo el pórtico. A un lado del corredor había una anciana envuelta en un capote militar, que hacía media sentada en una silla de ruedas. A sus pies tres gatos se peleaban por un ratón muerto.
4
Mientras volvía a la questura, Brunetti se sentía preocupado por lo que había visto y oído. Comprendía que las lesiones se curarían, que el cuerpo volvería a ser el de antes. La signora Petrelli estaba segura de que Brett se repondría. No obstante, él había visto más de una vez que los efectos de una agresión tan violenta persistían, a veces durante años, aunque sólo fuera en forma de súbitos accesos de pánico. En fin, quizá estuviera equivocado y quizá las norteamericanas fueran más fuertes que las italianas y ella no tuviera secuelas, pero no podía acabar de vencer la inquietud.
Cuando Brunetti entró en la questura, uno de los agentes de uniforme se acercó a éclass="underline"
– El dottor Patta ha preguntado por usted, comisario -dijo en voz baja y neutra. Al parecer, todos los de la casa hablaban en voz baja y neutra cuando se referían al vicequestore.
Brunetti dio las gracias al agente y siguió hacia la escalera posterior, el camino más corto hasta su despacho. Cuando entró estaba sonando el intercomunicador. Dejó la cartera encima de la mesa y levantó el aparato.
– ¿Brunetti? -preguntó Patta innecesariamente, antes de que Brunetti pudiera dar su nombre-. ¿Es usted?
– Sí, señor -respondió él hojeando los papeles que habían llegado a la mesa en su ausencia.
– Toda la mañana que le llamo, Brunetti. Tenemos que tomar una decisión sobre la conferencia de Stresa. Baje ahora mismo a mi despacho -dijo, atemperando la orden a regañadientes con un-: por favor.
– Sí, señor. Ahora mismo. -Brunetti colgó, acabó de repasar los papeles, abrió una carta y la leyó dos veces. Se acercó a la ventana y volvió a leer el informe de la agresión a Brett. Luego salió y bajó al despacho de Patta.
La signorina Elettra no estaba en su despacho, pero un jarrón bajo, rebosante de fresias amarillas esparcía por la habitación un aroma casi tan exquisito como su presencia.
Brunetti llamó a la puerta con los nudillos y esperó la autorización a entrar, que le fue transmitida por medio de un sonido ahogado. Patta se hallaba enmarcado por una de las grandes ventanas de su despacho, como si posara para un cuadro, contemplando el andamiaje perenne de la fachada de la iglesia de San Lorenzo. La poca luz que penetraba en la habitación hacía refulgir los puntos reflectantes de su persona: las punteras de los zapatos, la cadena de oro que le cruzaba el chaleco y el pequeño rubí del alfiler de la corbata. Miró a su subalterno y cruzó el despacho en dirección al escritorio. Brunetti observó con sorpresa que su manera de andar le recordaba la de Flavia Petrelli al cruzar el patio del hospital, pero mientras a Flavia le era totalmente indiferente el efecto que pudiera causar, todos los movimientos de Patta parecían estudiados con el único objeto de darse importancia. El vicequestore se sentó detrás de su mesa y señaló a Brunetti la silla que tenía enfrente.
– ¿Dónde ha estado toda la mañana? -preguntó Patta sin preámbulos.
– He ido a ver a la víctima de un intento de robo -explicó Brunetti, haciendo su respuesta lo más vaga y, confiaba, lo más inocua posible.
– Para eso tenemos a los hombres de uniforme.
Brunetti no respondió.
Centrando entonces la atención en el asunto a tratar, Patta preguntó:
– A propósito de la conferencia de Stresa, ¿quién de nosotros irá?
Dos semanas antes, Brunetti había recibido una invitación a una conferencia organizada por la Interpol que iba a celebrarse en la ciudad balneario de Stresa, a orillas del lago Maggiore. Brunetti deseaba asistir para renovar contactos y estrechar relaciones con miembros de la red de policía internacional y porque el programa incluía prácticas en las últimas técnicas informáticas para el almacenamiento y extracción de información. Patta, que sabía que Stresa era uno de los lugares de vacaciones más selectos de Italia, favorecido con un clima que invitaba a escapar del frío húmedo del invierno veneciano, quería ir en su lugar. Pero, como la invitación estaba dirigida a Brunetti e incluía unas palabras de puño y letra del organizador, a Patta le estaba resultando difícil convencer a su subordinado para que renunciara a su derecho a asistir. Había tenido que hacer un esfuerzo para no prohibírselo sencillamente.
Brunetti puso una pierna encima de la otra y sacó la agenda del bolsillo. En sus páginas nunca había anotaciones que hicieran referencia a asuntos policiales, pero eso Patta nunca llegó a saberlo.
– A ver esas fechas… -dijo Brunetti hojeando la libretita-. El dieciséis, ¿no? ¿Y hasta el día veinte? -Hizo una pausa teatral, orquestada para acrecentar la impaciencia de Patta-. Ya no es seguro que pueda estar libre esa semana.
– ¿Qué fechas ha dicho? -preguntó Patta pasando las hojas de un par de semanas de su calendario de sobremesa-. ¿Del dieciséis al veinte? -Su pausa fue aún más teatral que la de Brunetti-. Bien, si a usted no le es posible, quizá yo pudiera ir. Tendría que reprogramar una reunión con el ministro del Interior, pero creo que será factible.
– Sería lo más conveniente. ¿Seguro que podrá disponer de ese tiempo, señor?
La mirada de Patta era ilegible.
– Sí.
– Entonces, decidido -dijo Brunetti con falsa cordialidad.
Debió de ser el tono de la voz, o quizá la prontitud con que su subordinado le cedía el puesto, lo que hizo que se dispararan los timbres de alarma de Patta.
– ¿Dónde ha estado esta mañana?
– Como ya le he dicho, señor, hablando con la víctima de un intento de robo.
– ¿Qué víctima? -preguntó Patta con suspicacia en la voz.
– Una extranjera que reside aquí.
– ¿Qué extranjera?
– La dottoressa Lynch -respondió Brunetti, observando el efecto del nombre en la cara de Patta. Durante un momento, permaneció inexpresiva, pero enseguida, cuando llegó el recuerdo, los párpados se entornaron ligeramente. Brunetti, durante su observación, distinguió el preciso momento en el que Patta recordaba no sólo quién sino qué era la mujer.
– La lesbiana -murmuró denotando lo que pensaba de ella por el desdén que ponía en la palabra-. ¿Qué le ha pasado?
– Fue agredida en su casa.
– ¿Agredida por quién? ¿Alguna tortillera marimacho que encontró en un bar? -Al ver la cara de Brunetti, agregó, moderando el tono-: ¿Qué pasó?
– Fue atacada por dos hombres -respondió Brunetti, y agregó-: ninguno de los cuales tenía nada de «tortillera marimacho». Está en el hospital.
Patta se encogió de hombros para evitarse el comentario al respecto y preguntó:
– ¿Es ésa la razón por la que va a estar muy ocupado para asistir a la conferencia?
– La conferencia no es hasta el mes próximo. Tengo varios casos entre manos.
Patta resopló para expresar su incredulidad y preguntó súbitamente:
– ¿Qué se llevaron?
– Al parecer, nada.
– ¿Por qué? ¿No fue un robo?
– Alguien lo impidió. Y no estoy seguro de que fuera un robo.
Patta, haciendo caso omiso de la segunda parte de la respuesta, saltó, refiriéndose a la primera: