– ¿Quién lo impidió, esa cantante? -preguntó, dando a entender que Flavia Petrelli cantaba en las esquinas por unas monedas y no en La Scala por una fortuna.
En vista de que Brunetti no entraba en discusión a este respecto, Patta prosiguió:
– Pues claro que tuvo que ser robo. En esa casa hay una fortuna. -Sorprendió a Brunetti no sólo la franca envidia que había en la voz de Patta, que parecía su reacción normal ante la riqueza ajena, sino porque tuviera alguna idea de lo que había en el apartamento de Brett.
– Quizá -dijo Brunetti.
– Nada de quizá -insistió Patta-. Si eran dos hombres, tiene que haber sido robo. -Brunetti hubiera preguntado de buena gana a su superior si las mujeres tenían que dedicarse por naturaleza a otra clase de delitos. Patta lo miró fijamente-. Eso significa que el caso es competencia de la brigada antirrobo. Que se encarguen ellos. Esto no es un club de la alta sociedad, comisario. No estamos aquí para ayudar a sus amistades cuando tienen problemas, y menos a sus amigas lesbianas. -Por el tono parecía referirse a docenas de lesbianas, como si Brunetti fuera una especie de santa Úrsula moderna, y llevara tras de sí a once mil mujeres, todas vírgenes y todas lesbianas.
Brunetti había tenido años para acostumbrarse a la elemental irracionalidad de muchas de las manifestaciones de su superior, pero algunas veces Patta aún conseguía sorprenderlo con el calibre y la cerrilidad de algunas de sus sentencias. Y no sólo sorprenderlo sino enfurecerlo.
– ¿Ordena usted algo más, señor?
– Nada más. Y recuerde, es un caso de robo y hay que llevarlo… -Lo interrumpió el sonido del teléfono. Irritado por la estridente llamada, Patta agarró el aparato y gritó-: ¿No le he dicho que no me pase…? -Brunetti esperaba verle colgar violentamente, pero Patta encajó el auricular en el oído con evidente conmoción.
– Sí, sí, naturalmente que estoy -dijo-. Pásemela.
Patta irguió el tronco y se alisó el pelo con una mano, como si creyera que su comunicante podía verlo a través de la línea telefónica. Sonrió y volvió a sonreír mientras esperaba oír la voz anunciada. Brunetti oyó el murmullo lejano de una voz masculina, a la que Patta respondió:
– Buenos días. Sí, señor, muy bien, gracias, ¿y usted?
Hasta Brunetti llegó una respuesta indistinta. Vio que Patta alargaba la mano hacia el bolígrafo que tenía a un lado de la mesa, olvidando la Mont-Blanc Meisterstück que llevaba en el bolsillo. Agarró un papel y se lo puso delante.
– Sí, señor, sí. Sí, ya me han informado. Precisamente ahora estaba hablando del caso.
Hizo una pausa mientras el hilo conducía a su oído nuevas palabras que Brunetti percibía como un rumor lejano.
– Sí, señor. Desde luego. Terrible, me ha afectado vivamente.
De nuevo, pausa, esperando que la otra voz dijera algo más. Sus ojos fueron instintivamente a Brunetti y al instante desviaron la mirada.
– Sí, señor. Uno de mis hombres ya ha hablado con ella. -Hubo una brusca erupción de palabras al otro extremo del hilo-. No, señor, claro que no. Se trata de alguien que la conoce personalmente. Le he dicho taxativamente que no la importune, sólo que se interese por su estado y hable con los médicos. Desde luego, lo comprendo. Sí, señor.
Patta hacía oscilar el bolígrafo entre el índice y el mayor, golpeando la mesa rítmicamente mientras escuchaba.
– Desde luego, por supuesto. Asignaré cuantos hombres sean necesarios. Todos conocemos lo generosa que ha sido con la ciudad.
Lanzó otra mirada fugaz a Brunetti y luego, al reparar en el balanceo del bolígrafo, se obligó a dejarlo encima de la mesa.
Se quedó escuchando largamente, con la mirada fija en el bolígrafo. Una o dos veces, trató de decir algo, pero la voz lejana le cortó. Finalmente, asiendo el teléfono con una mano rígida, consiguió decir:
– Lo antes posible. Le informaré personalmente. Sí, señor. Desde luego. Sí. -La voz del otro extremo cortó sin darle tiempo a despedirse.
Patta colgó suavemente y miró a Brunetti.
– Supongo que ya habrá adivinado que era el alcalde. No sé cómo se habrá enterado de esto. -Su tono indicaba claramente que sospechaba que Brunetti había llamado al despacho del alcalde y dejado un mensaje anónimo.
– Al parecer, la dottoressa -empezó, pronunciando la palabra como si cuestionara la calidad de la instrucción de Harvard y de Yale, las universidades por las que la dottoressa Lynch se había graduado- es amiga suya y -agregó, marcando una pausa significativa- una benefactora de la ciudad. Así pues, el alcalde quiere que este asunto se investigue y resuelva lo antes posible.
Brunetti, sabiendo lo peligroso que sería hacer sugerencia alguna en este momento, guardó silencio. Miró el papel de encima de la mesa y luego a la cara de su superior.
– ¿En qué está trabajando ahora? -preguntó Patta, lo cual, dedujo Brunetti, significaba que iba a encomendarle la investigación.
– En nada que no pueda esperar.
– Pues quiero que se encargue de esto.
– Sí, señor -dijo Brunetti, confiando en que su superior no le sugiriera medidas concretas.
Demasiado tarde.
– Vaya al apartamento. Vea lo que puede averiguar. Hable con los vecinos.
– Sí, señor -dijo Brunetti, poniéndose en pie, en un intento de atajar las recomendaciones.
– Y manténgame al corriente, Brunetti.
– Sí, señor.
– Quiero que esto se resuelva rápidamente, Brunetti. Es amiga del alcalde. -Y Brunetti sabía que los amigos del alcalde eran amigos de Patta.
5
De vuelta a su despacho, Brunetti llamó al piso de abajo y pidió a Vianello que subiera. A los pocos minutos, el sargento entró, se sentó pesadamente en la silla que estaba frente a la mesa de Brunetti, sacó la libretita del bolsillo y miró interrogativamente a su jefe.
– ¿Qué sabe de gorilas, Vianello?
Vianello reflexionó un momento y preguntó innecesariamente:
– ¿Se refiere a los del zoológico o a los que cobran por hacer daño a la gente?
– A los que cobran.
Vianello se quedó pensativo, como si repasara listas que tuviera archivadas en la cabeza.
– No creo que aquí, en la ciudad, haya ninguno. En Mestre, sí, cuatro o cinco, la mayoría, del Sur. -Siguió hojeando sus listas mentales-. Tengo entendido que hay unos cuantos en Padua y otros que trabajan en Treviso y Pordenone, pero son de segunda división. Los auténticos son los chicos de Mestre. ¿Han causado aquí algún problema?
Puesto que la rama uniformada había hecho el primer informe y hablado con Flavia, a Brunetti le constaba que Vianello tenía que estar enterado de la agresión.
– Esta mañana he hablado con la dottoressa Lynch. Los hombres que la agredieron le dijeron que no acudiera a una cita con el dottor Semenzato.
– ¿Del museo? -preguntó Vianello.
– Sí.
Vianello pensó un momento.
– ¿Así que no fue robo?
– No; parece que no. Alguien los interrumpió.
– ¿La signora Petrelli? -preguntó Vianello.
El secreto bancario suizo no duraría en Venecia ni veinticuatro horas.
– Sí; los puso en fuga. Pero no parece que tuvieran intención de llevarse algo.
– Pues demostraron tener poca vista. Allí no faltan cosas que robar.
Brunetti, al oír esto, no pudo contenerse.
– ¿Y usted cómo lo sabe, Vianello?
– La asistenta es vecina de mi cuñada, la vecina de al lado. Va tres veces a la semana a limpiar y cuida de la casa cuando ella está en China. Dice que lo que hay en esa casa vale una fortuna.
– No es prudente ir diciendo esas cosas de una casa que está vacía tanto tiempo -comentó Brunetti con acento severo.
– Eso mismo le dije yo.