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Volvió a acercar la cara a la ventanilla. Parecía malhumorado. Estaba haciendo aquello únicamente por respeto a las credenciales de Codi, según parecía irradiar todo su ser.

—¿Hay algún problema? — preguntó el periodista.

— Pues que no es tan fácil llegar. Necesita la hélide, que es cosa delicada. Es porque las islas son muy pequeñas. No hay red de transporte normal. Sólo están las hélides, y no van solas. Cherny pilota él mismo la suya. Y si alguien quiere ir a visitarle, tiene que hacerlo también… — dicho esto el hombre se calló, como si esperara que Codi le ofreciera una solución al problema. Se frotó la nariz con los nudillos de la mano derecha—. ¿Escuche, por qué no le dice que venga a buscarle?

— No puedo pedirle que haga eso — repuso Codi sin parpadear—. Es un hombre muy ocupado.

Su interlocutor volvió a frotarse la nariz. Por la expresión perpleja que tenía, Codi empezó a temer que decía la verdad, a pesar de que la inexistencia de una red automatizada de transporte se le antojaba imposible.

— Entonces, lo único es que le lleve uno de los huérfanos — dijo el hombre.

—¿Huérfanos? — repitió Codi arqueando las cejas.

— Del Formatorio Estatal. Niños abandonados a cargo del Estado. Aquí los llamamos huérfanos, pero la mayoría no lo son. Alguno puede llevarle, pero extraoficialmente, claro. No veo otra solución.

— Pero…

— Escuche, si quiere ver a Cherny esto es lo que tiene que hacer. Si sube al tejado, allí verá la hélide. Es como un gran pájaro con alas, no tiene pérdida. Si tiene suerte, al lado encontrará algún crío. Siempre juegan con el aparato, lo cogen sin permiso. Y no se preocupe, los que saben pilotar lo hacen bien. Cherny les enseña. Pero lo que hacen con sus cosas cuando él no está cerca no me incumbe. No me pagan por vigilar, si estropean algo no es mi responsabilidad. Así que le digo una cosa: si consigue que le lleven, que quede entre nosotros. Suba sin miedo, yo avisaré de que va a… subir.

Si Codi hubiera tenido que puntuar esta información en una escala de irrealidad con el diez marcando el máximo, le habría puesto un ocho al asunto. Gentes de ciudades pequeñas. ¡Qué extrañas eran! Decidió no preguntar nada más. Quizá fuera mejor ver esa supuesta hélide con sus propios ojos.

Cuando salió al tejado se llevó una nueva desilusión. Había confiado en encontrar algo remotamente parecido a una terminal de pasajeros, un lugar donde obtener más información. Sólo vio cables sueltos y grandes cajas desperdigadas por un suelo abollonado. Ni un alma a la vista. Sólo el sol seguía brillando abrasador. No tuvo problemas para encontrar la hélide. Resultó ser un objeto hermoso de color plateado y formas suaves. De lejos verdaderamente parecía un ave. Tenía un cuerpo estilizado y dos salientes finos y muy largos que estaban abatidos como las alas de un pájaro cansado.

Codi se acercó y dejó caer al suelo la pequeña bolsa que llevaba. No era más pesada que en cualquier otro viaje, pero tras cargarla al hombro durante casi una hora estaba harto. Rodeó el aparato admirando el diseño.

—¿Es el que necesita transporte? ¿El periodista? — oyó un grito desde arriba. Un muchacho balanceaba los pies por fuera de la portezuela. No podía tener más de doce años. En su cara se mezclaba el deseo de aparentar que era mayor y el más puro deleite—. Venga, suba, pero por ahí no. Por el otro lado.

Codi terminó de rodear la hélide. Miró su bolsa de viaje, decidió que sus pertinencias no corrían peligro por el momento y trepó hasta que su cara estuvo a la misma altura que la del niño. Al verlo más de cerca, llamaban la atención la necesidad de un buen corte de pelo y las manchas en el cuello de su camisa.

—¿Todos a bordo? — preguntó el chaval.

—¿Tú eres el piloto?

— A menos que sepa pilotar usted también… — sonrió el crío enseñando los dientes. Codi se sintió vencido por el entusiasmo del muchacho.

— Está bien. ¿Cómo te llamas?

— Rico.

—¿Y cuántos años tienes, Rico?

— Catorce… señor.

¿Qué podía hacer ante esa sonrisa tan picara y esa mentira tan descarada?

—¿Y ya sabes manejar esta cosa?

— Claro.

Rico manipuló los controles y el aparato empezó a girar lentamente sobre sí mismo. La fuerza centrífuga desarrollada por un giro tan lento era despreciable, o lo sería si Codi tuviera los pies en el suelo. A más de tres metros de altura y sin un lugar cómodo al que agarrarse, descubrió que hasta las sacudidas más leves le ponían nervioso.

— Está bien, te creo — se apresuró a decir consiguiendo que el bravo mozo se riera con ganas.

— Súbase bien. No querrá caerse y que le atropelle.

Codi se introdujo dentro de la cabina y cerró la portezuela. Lo había conseguido justo a tiempo: el aparato había completado la vuelta y ahora las alas se desplegaban con un susurro. Cada una debía de tener más de seis metros de longitud; ver una hélide despegar debía de ser un espectáculo memorable. Se preguntó si las cajas y cables esparcidos por el suelo obstruirían el avance. Lo último que deseaba era que muchacho rompiera algún mecanismo importante con él como testigo e instigador.

— De verdad, no necesitas enseñármelo ahora, Rico. Sólo quiero estar seguro de que alguien podrá llevarme a una isla. Conoces a alguien mayor…

— No se preocupe tanto. Muchos chicos vuelan en la hélide. Montestelio es muy pequeña. Las Hayalas es lo único divertido que hay aquí. Gabriel nos deja volar a todas las islas que queramos.

—¿Ya tus padres…?

La sonrisa de Rico creció para enseñar aún más dientes.

— No tengo. Aquí hay muchos niños pero pocos padres, así que no haga esa pregunta por ahí o la gente se reirá.

— Lo siento — dijo Codi.

—¿Por qué? Toda ciudad que se precie debe tener algún atractivo. Un estadio, un teatro, una fábrica o algo así. Montestelio tiene un Formatorio Estatal — las mayúsculas eran claramente audibles en el tono del niño—. Gabriel dice que es una suerte para la ciudad. Antes de que lo construyeran, aquí sólo había viejos y turistas que venían a veranear. Entre unos y otros, no hacían muchos niños.

Al parecer, Cherny estaba en todo. La afectuosa familiaridad con la que el chico pronunciaba su nombre desagradó a Codi por alguna razón, pero en seguida apartó la idea. Era ridículo.

— Oye, Rico, dime…

Se interrumpió al ver una gran masa de agua bajo las alas del aparato. Codi no había notado nada en absoluto: ni ruido de arranque de un motor, ni vibración, ni aceleración de un despegue. Un poco atrás, la orilla y los edificios de Montestelio eran aún bien visibles, con la azotea de la Intendencia brillando con reflejos metálicos bajo el sol. Las alas plateadas de la hélide se extendían a ambos lados, largas y estrechas.

Rico miraba a Codi por el rabillo del ojo: el rey del aire sentado en su trono.

— Es lo que tiene volar en manual — dijo—. Ningún automático puede hacerlo así. Un heliodeslizador es lo que es: la hélide. ¿Le gusta?

— Me gusta mucho — dijo Codi suavemente.

La voz se le había cogido en la garganta, constreñida en un arranque de inesperada emoción. A pesar de su infinita sorpresa, había un inexplicable sosiego en ese modo de volar, una paz que experimentaba con una intensidad embriagadora.

—¿Qué quería preguntarme?

A Codi le costó acordarse.

— Cherny… ¿Gabriel Cherny te enseñó a manejar esto? — dijo al final.

— Hace muchas cosas con nosotros.

—¿Por qué?

— Dicen que se siente culpable — dijo Rico—. Antes de que él llegara, las Hayalas eran parte del Formatorio. En las islas había talleres y laboratorios. Los cerró todos. Por eso le cae mal a la gente de la ciudad. Dicen que sólo necesita una isla y las demás no las usa, y que las compró por maldad. Pero yo no lo creo. Nos deja coger su hélide e ir donde queramos. Los laboratorios abandonados son geniales para explorar.