Estaba entrando por la puerta cuando comprendió que la bulliciosa descarga de alegría no se debía sólo al frescor de la hierba. Había música en el aire, tan sutil y sedosa que le costaba oírla. La sensación era similar a un levísimo toque de un dedo en la base de su cráneo. Placentero, tan íntimo que cuando Codi se hizo consciente de su presencia fue atravesado por un lento estremecimiento. Por un segundo, sintió que aquella melodía estaba allí sólo para él, susurrada en su oído, un murmullo secreto que nadie más era digno de escuchar.
Las puertas se abrieron invitándolo a entrar, pero Codi se paró en el umbral, escuchando. Frunció el ceño, atento a la melodía, tratando de capturar de nuevo el extraño instante. Cuanto más trataba de centrarse en la música, más se disolvía ésta en el aire. Resultaba imposible de retener, igual de imposible que retener agua en un puño cerrado. Codi meneó la cabeza, frustrado por su incapacidad para explicar el poderoso efecto que tenía sobre él. ¿Una secuela de la reparación del implante? Quizá fuera lógico que oyera mejor, lógico que aún se mareara ligeramente al caminar. Finalmente, desechó aquellas reflexiones y se apresuró a entrar en el edificio sin mirar atrás: quedándose embobado en medio de la entrada cerraba el paso a demasiada gente.
El hall estaba decorado con plantas y con auténtica madera. Había bastante gente en tránsito: se acercaba la hora del almuerzo. Justo en el centro de la recepción se encontraba un pedestal con lo que sólo podía ser el logotipo de la empresa. La imagen de una lágrima cayendo desde un ojo ámbar giraba lentamente en el aire. Codi se acercó, admirando el diseño. Emociones Líquidas. Muy poético. Con una mueca irónica, esperó a que el logotipo completara la vuelta. El reverso mostraba un austero fondo negro con una sola palabra grabada en delicado azuclass="underline" «Aquamarine».
Aquello le sorprendió sobremanera. La idea de dos empresas compartiendo el edificio no casaba con el espíritu del lugar: disminuía varias veces el poder que el dueño de Emociones Líquidas obviamente deseaba aparentar ante los visitantes. Codi rodeó el pedestal sin que su acción le revelara ninguna solución al enigma: el conjunto seguía rotando imperturbable en medio de conversaciones y pasos apresurados. Finalmente, se acercó al mostrador de la recepción y se presentó. El apretón de manos fue un poco más prolongado de lo habitual. El encargado estudió sin ningún disimulo las credenciales que se le transmitieron.
— Sígame — fue lo único que dijo tras escuchar la explicación de Codi sobre la ausencia de su editor jefe.
Rodearon el ambiguo logotipo hasta llegar a los ascensores, donde Codi fue dejado en manos de otro… suponía que eran miembros del servicio de seguridad. Por más que lo intentara, no era capaz de distinguir entre ese hombre y el anterior. La sola anchura de sus hombros hacía difícil fijarse en otros detalles.
El tipo entró en el ascensor detrás de Codi. La cabina se lanzó hacia arriba con decisión, instando al periodista a darse prisa en cogerle la medida correcta a Ramis. Entrevistar al hombre sin ningún tipo de preparación previa tenía más mérito del que Harden iba a darle. De momento, sólo había concluido que Ramis tenía una desbordante seguridad en sí mismo. Emociones Líquidas era una empresa joven, pero sus costumbres internas eran pomposas. Ramis estaba a la espera de cerrar un trato muy ventajoso — siendo «espera» la palabra clave— y, a pesar de eso, se exhibía al mundo con un sorprendente aire de superioridad.
El curso de pensamiento de Codi fue interrumpido cuando sus ojos se fijaron en el panel de control. Había algo en él que no le cuadraba, pero tardó un par de segundos en comprender el qué. Había más botones en el ascensor que plantas en el edificio. Más del doble.
—¿Qué hay en el sótano? — preguntó a su acompañante.
— Estudios de grabación y dependencias de Aquamarine.
Codi iba a aprovechar la oportunidad y preguntar qué era Aquamarine, pero justamente entonces el ascensor se paró. Las puertas se abrieron para revelar una planta de planificación y decoración confusa, a medio camino entre un lugar de trabajo y una vivienda de alguien demasiado rico para su propio bien. Desde la entrada, Codi podía ver varias salas abiertas e intercomunicadas, llenas de alfombras y una selección algo caótica de objetos de arte.
— Espere aquí hasta que le llamen — fue instruido concisamente.
— Lo haré. Gracias.
No tuvo que esperar nada. Sólo había dado un par de pasos hacia el centro del recibidor cuando un hombre sonriente y rechoncho salió a su encuentro desde uno de los pasillos. Caminaba con pasos absurdamente pequeños y rápidos, prácticamente rodaba hacia el periodista.
—¿Es usted Weil? — preguntó a Codi con empuje.
—¿Señor Ramis? — dijo el periodista sin parpadear.
El hombre extrajo la mano derecha del bolsillo y se la ofreció. Tenía unos dedos gruesos y cortos, pero su apretón fue inesperadamente fuerte. Llevaba una amplia sonrisa en la cara; no muy sincera, pero amplia y en general bastante amable. Sólo los ojos estropeaban el efecto: eran grandes y saltones, e invitaban a ponerse en guardia.
— El mismo — anunció antes de extraer la otra mano de su otro bolsillo y señalarse el pecho con el pulgar.
— Gracias por recibirme.
— Me parece estupendo que haya venido, joven, pero esperaba a un tal Harden. ¿Es usted su ayudante?
— Su representante — puntualizó Codi. Había cubierto a Harden en innumerables ocasiones previas, y hacía tiempo que había aprendido a cortar de raíz velados comentarios sobre su juventud y experiencia.
Ramis realizó un gesto vago que sirvió para desestimar la protesta de Codi y hacerle pasar dentro al mismo tiempo. Siguiendo a su anfitrión y ligeramente sobresaltado por su incongruente entusiasmo, Codi atravesó una corta galería y entró en un despacho. Era amplio, imponente, más útil para impresionar que para trabajar en él. Tenía el paquete completo: dos sofás de cuero, una mesa de cristal, un bar de madera y cuadros en las paredes. El rápido escrutinio del periodista sólo le reveló un detalle de interés: una foto sobre la mesa. Una niña de cinco, quizá seis años. No era una instantánea cualquiera: la niña estaba sentada con las manos sobre las rodillas, seria y vigilante, y llevaba puesto un vestidito de gala rojo con lunares. El parecido familiar era ciertamente cuestionable: los rasgos de la niña eran más bien delicados.
— Gracias por mantener en pie la entrevista, señor — dijo Codi mientras seguía a su anfitrión hacia el interior—. Me imagino que desde que fue concertada debió de recibir muchas más ofertas.
— Ajá — fue la respuesta de Ramis.
— Su buena disposición significa mucho para Hoy y Mañana. Puede estar seguro de que dedicaremos a este reportaje toda la atención que se merece.
Se sentaron uno frente al otro en dos sillones de cuero: Ramis estirando los pies y el cuerpo, Codi con la espalda bien recta — ponerse demasiado cómodo le haría parecer impertinente—. Pasó la mirada por los objetos que había en la mesa que los separaba: una baraja de cartas, una copa vacía y la foto que le había llamado la atención.
— Tiene una hija preciosa — dijo con una sonrisa.
Se amonestó al instante, horrorizado por estar siguiendo a pies juntillas la estrategia aduladora de Harden. Luego se dijo con firmeza que no lo estaba haciendo en absoluto. Se limitaba a constatar un hecho: la niña era mona, por no decir más. Sólo quería que la entrevista fuera lo más distendida posible.