Ramis siguió la dirección de la mirada de Codi hasta que sus ojos se posaron sobre la foto. Hizo girar el marco para verla mejor. Curiosamente, no parecía muy complacido.
— Entonces, quizá. Era más guapa de pequeña — refunfuñó—. Fally ha crecido mucho desde entonces: se ha convertido en un monstruo adolescente. Calla cuando tiene que hablar, habla cuando nadie la llama. Su padre graba la mejor música y ella sólo escucha a la competencia. Gabriel Cherny por aquí, Gabriel Cherny por allá.
—¿Acaso tiene mucha competencia? — dijo Codi con otra sonrisa. Resultaba evidente que de alguna manera había metido la pata—. Creía que lo que hacía era rotundamente innovador.
—¡Ja! Sería más correcto llamarlos detractores de mi forma de ver las cosas.
— Entonces, hábleme de su forma de ver las cosas.
— Eso es fácil — Ramis dejó la foto y se echó hacia atrás en su asiento con una expresión de satisfacción en la cara—. Sabrá que el orchestrón es un instrumento muy especial. Muy… elitista. No sé si ha tenido ocasión de ver alguno.
— No, nunca.
— No es una guitarra, ni un violín, ni un piano. De hecho, tiene el tamaño de una casa pequeña. Manejarlo requiere mucho adiestramiento, y muy poca gente sabe hacerlo bien. ¡El precio de los conciertos es astronómico, ya puede imaginarse la clase de público que acude allí! Yo busco cambiar eso. Quiero llevar la música de orchestrón hasta un público mucho más amplio.
— Me parece una iniciativa muy loable.
— Y muy complicada. La forma más obvia de hacerlo es promocionando grabaciones, pero los puristas ponen el grito en el cielo. Todo lo que no es un directo es un sacrilegio para ellos. Pocos profesionales están dispuestos a colaborar, y los interesados se ven presionados por el resto. La mayoría de los orchestristas son avaros y presumidos; el gremio es igual de especial que el instrumento en sí.
—¿Por qué querría alguien poner obstáculos a la difusión de su propio arte?
— Porque la música de orchestrón puede perturbar las emociones de una persona.
—¿Perturbar?
— Eso dice la leyenda negra del instrumento. La verdad es mucho más prosaica. Cuando el orchestrón fue inventado, lo que se perseguía no era crear un instrumento musical nuevo, sino una nueva forma de expresión emocional. Originalmente, el orchestrista estudiaba a su público y componía exclusivamente para él, comunicándole una serie de emociones. Ya hace un tiempo de eso; ahora mismo sólo los mejores orchestristas se molestan en tocar así. En todo caso, la relación con el público sigue siendo muy estrecha. Muchos dicen que no se puede reproducir mediante una grabación.
Era difícil pasar por alto el desdén que había en el tono de Ramis. Prácticamente dictaba a Codi su siguiente frase.
— Las palabras parecen muy bonitas, pero yo mismo puedo escribir todas las que quiera.
—¡Claro que sí! Sólo es una excusa barata, pero ha sido infalible hasta ahora. Hasta que se me ocurrieron los ambientes musicales. ¿Tiene claro en qué consisten?
— No olvide que soy un profano que escribe para profanos. La explicación del maestro nunca viene mal.
La pequeña demostración de humildad le gustó mucho a Ramis, Codi había adivinado correctamente: el hombre poseía un ego bastante superior a la media.
— En realidad es muy fácil. Las emociones son iguales para todos nosotros: todos sentimos tristeza, alegría, enfado. Un orchestrista de gran nivel quizá pueda combinarlas todas y provocar un éxtasis sensorial a diez ricachones que se lo puedan permitir. Yo me conformo con algo más simple. Melodías centradas alrededor de una sola emoción, la alegría, pero para un público mucho más amplio. Imagíneselo: una carga de buen humor en el momento que quiera directa al oído — Ramis dio un ligero golpecito a su oreja—. ¿A que le ha gustado la bienvenida que le dimos a la entrada?
—¿Era un ambiente musical lo que oí allí?
Codi trató de recordar y poner en palabras la impresión que la melodía le había causado. Había sido fugaz, etérea, fluida. No estaba en un segundo plano sino en un quinto, un décimo. Como una parte de él mismo. Lo más probable era que la próxima vez ni siquiera se diera cuenta de que estaba allí y se preguntara por qué llevaba de repente una sonrisa en la cara.
— No sólo es una melodía agradable. Es la ideaclass="underline" un pequeño regalo de buen humor. Favoreciendo la alegría frente a la tristeza, la energía frente al decaimiento… Venga, confiese que le ha encantado.
— La verdad es que me ha gustado — dijo el periodista—. Muchísimo. Hasta fue un poco inquietante.
—¿Inquietante? — la palabra pareció haber ofendido a Ramis—. ¿Por qué?
Por suerte, Codi no tuvo que responder a eso. Había hecho el comentario con sinceridad pero sin criterio, y Ramis no era el tipo de persona a la que le entusiasmaba que no le dieran la razón. A Codi le habría costado salir del paso sin parecer descortés, pero en aquel preciso instante Ramis se quedó quieto, con la cabeza ladeada ligeramente hacia el hombro izquierdo, y sus ojos se volvieron fijos e inexpresivos.
— Ahora no puedo — dijo, y el periodista tuvo claro que no se dirigía a él—. Estoy hablando con… Bien, bien, espera un segundo — miró a Codi—. ¿Puede esperar fuera un momento?
— Claro.
Codi asintió, se levantó con presteza y se encaminó a la salida del despacho. Ramis le acompañó unos metros, mostrándose cortés a pesar de que estaba claramente ansioso por retomar la conversación interrumpida y repitiendo que no tardaría en volver con él. Parecía que Codi había cumplido con la exigencia de su jefe: le había caído bien al magnate.
El periodista cerró la puerta a sus espaldas y caminó a lo largo del pasillo en dirección al ascensor. No tenía nada en contra de esperar: un rato a solas le iría de maravilla para planificar las siguientes preguntas. La música era un tema que no dominaba: se dejaba arrastrar por la corriente de la conversación y de momento le iba bien; todo lo que Ramis le contaba le resultaba muy interesante, pero necesitaba que además fuera provechoso para Hoy y Mañana.
Al llegar a la entrada descubrió en qué fallaba su plan: no iba a esperar a solas. Había una niña sentada sobre una mesa ricamente decorada con incrustaciones de madera. Tenía una pierna apoyada descuidadamente sobre la superficie. Codi se paró, sin saber qué hacer. La niña tenía la cabeza agachada y le miraba de abajo arriba sin parpadear. Niña o adolescente, a saber. Codi no era un experto en edades infantiles.
Tras un tenso silencio, ella fue la primera en hablar.
— Tú debes de ser Víctor Harden — anunció con una voz que, sin tener nada de especial salvo la agudeza propia de la edad, le pareció a Codi vagamente insolente.
— Soy Candance Weil.
—¿Redactor?
— Reportero.
—¡Claro! Eres muy joven para ser redactor. ¿Has terminado de hablar con mi padre?
Fally Ramis, cayó finalmente Codi. El monstruo adolescente. Ya lo había supuesto, pero eso no le libró de una vaga sensación de incomodidad al confirmar la identidad de su interlocutora.
— Tiene una llamada urgente que atender — dijo—, ¿Estás esperándole?
— Tengo que contarle lo que me dijo el médico — explicó la niña crípticamente y se calló, mirándolo de forma descarada.
Siendo el único adulto de los dos, Codi suponía que le tocaba a él estimular la conversación — si es que deseaba tener alguna—, pero le resultaba difícil pensar en cosas que decir bajo el escrutinio de aquellos ojos negros. La niña no mostraba turbación ante él. Ahora que la veía más crecida, Codi se reafirmaba en su impresión inicial. Para ser la hija de Ramis, se le parecía bien poco. Era alta y desesperadamente delgada, el pelo recogido en dos tensas trenzas, la expresión igual que en la foto del despacho: seria y alarmada. Llevaba puesta una camiseta de manga corta que le iba varias tallas grande, un pantalón vaquero y unas zapatillas de deporte. Contrastaba de una manera sorprendente con todo el ambiente. Parecía un patito feo negándose con obstinación a convertirse en cisne. Y llegaría a ser cisne, algún día. Había una extraña gracia oculta en el cuerpo de la niña y una inteligencia notoria en su brillante mirada.