—¿Has venido a hablar con mi padre de lo buena que es su música? — de nuevo, ella fue la primera en romper el silencio.
— Algo así.
— Su música no es nada. Los orchestristas que trabajan para él no saben tocar.
— No deberías decir esas cosas — dijo Codi suavemente, cogido por sorpresa por la hostilidad de la declaración. La niña dejó escapar un bufido.
—¿Porque soy la hija del dueño?
La expresión de desprecio y altivez se veía ajena, casi inadmisible en su cara: fue eso lo que impulsó a Codi a seguir hablando, en contra de su buen juicio.
— Porque todos los artistas trabajan lo mejor que pueden. Hacen algo que tú no puedes hacer, así que no creo que tengas derecho a juzgarlos.
— Yo podría tocar mucho mejor que ellos. Podría tocar mejor que cualquiera.
—¿Recibes lecciones de música?
— No.
—¿Entonces por qué dices que puedes tocar?
En vez de responder, la niña extendió su mano derecha con la palma hacia arriba. Codi sorbió el aire en un gesto de sorpresa. Toda la piel de la palma y las yemas de los dedos eran una sola cicatriz de quemadura: rojiza, sobreelevada y uniforme, ciertamente antigua.
— No he dicho «puedo», sino «podría» — dijo ella—. Me faltó decir: si no hubiera sido por el accidente, o si tuviera cura. De pequeña tocaba muy bien, recibía lecciones. Pero ahora tengo esta mano deformada, y nunca volveré a tocar.
— Lo siento.
La niña se encogió de hombros y estiró la pierna que tenía doblada sobre la mesa, dejándola caer al lado de la otra y haciéndolas oscilar con aire de independencia.
— Todos dicen lo mismo.
— No, de verdad — dijo Codi suavemente—. No debí haberte sermoneado.
Ella dejó de mover las piernas y cerró el puño. Codi estaba seguro de que la disculpa había sonado patética, pero la niña, Fally, sonrió de repente.
—¿Sabes ya qué vas a escribir en el artículo sobre mi padre? — preguntó.
— Todavía no.
— Deberías hablar con más gente. Aparte de él, me refiero. Gente que tenga un punto de vista diferente.
¿Gente que tenga un punto de vista diferente? Entre su forma de hablar y su palma quemada, la niña parecía mayor de lo que seguramente era. Le caía bien, a su manera. Aun así, Codi se preguntaba cuánto tardaría Ramis en volver a por él y poner fin a aquella conversación extraña.
— Quizá puedas darme algún consejo — se esforzó por que su sonrisa no pareciera condescendiente—. ¿Con quién más crees que debería hablar?
— Con Gabriel Cherny — dijo Fally sin titubear.
— Oí decir que te gustaba.
— Me gusta su música — cortó ella secamente—. Y que nunca se corta al defenderla. Le dejará muy claro lo que piensa sobre mi padre. Perfectamente cristalino.
— No creo que a tu padre le haga mucha gracia.
—¿Tu trabajo es complacer a mi padre?
Ramis tenía razón: era un diablillo. El periodista abrió la boca y tuvo que cerrarla a falta de una respuesta convincente. La puerta del ascensor se abrió en aquel momento, ahorrándole la necesidad de buscarla. Una mujer cruzó el vestíbulo y se adentró en el pasillo. Debía de ser una visita habitual en aquellos lugares, a juzgar por la forma en que Fally saltó al suelo nada más verla y la siguió por el pasillo.
— No me digas que es problema mío — decía la mujer a nadie en particular—. No te atrevas a decírmelo. Es tan problema tuyo como mío. ¿Qué?
Escuchó durante un rato, moviéndose siempre hacia el despacho de Ramis. No era joven; debía de tener unos cuarenta años. Aun así, el primer pensamiento de Codi al verla fue que era bellísima: esbelta, elegante. Llamaba la atención por su pelo totalmente blanco, no canoso sino blanco como el de un albino. Lo llevaba muy corto, mostrando un cuello alto y orgulloso.
— Hay que poner una solución a eso. Me da igual que no te parezca bien. Fally, cielo, ¿qué haces aquí?
— Quiero hablar con Padre.
La mujer se paró. Miró a la niña y luego a Codi, dedicándole un largo minuto. Aún sin quitarle el ojo de encima, puso una mano sobre la cabeza de la niña: un gesto austero pero lleno de afecto.
— Vamos a estar muy ocupados, corazón. No podrá ser.
— El médico me dijo que no volviera más. Dijo que no servía de nada que fuera a verle.
—¡Qué tontería! Hablaré con él.
— Pero dijo que no iba a mejorar.
— Va a mejorar, cielo. Va a mejorar, ya lo verás.
La cabeza y los hombros de Fally, previamente caídos, se enderezaron. La mujer sonrió, pero Codi no estaba seguro de su motivo. Al fin y al cabo, todavía estaba mirándole a él. «Incómodo» no era suficiente para describir cómo se sentía bajo el escrutinio. La intensidad de su mirada no encajaba con la paciencia con la que le había contestado a la niña. Obviamente, no le gustaba que la hija del jefe hablara con desconocidos.
— Lo solucionaremos. Serás famosa y tocarás en muchos sitios, Fally. No permitas que nadie te diga lo contrario — se inclinó, le dio a la niña un rápido beso en la frente y siguió andando en dirección al despacho—. Stiva, no abuses de mi paciencia.
Abrió la puerta, revelando a un Stiven Ramis echado hacia atrás en el sofá.
— No abuso de tu paciencia — declaró Ramis mirando hacia el techo—. Tú no tienes paciencia de la que abusar.
Era una situación realmente cómica. Conversaban entre los dos, pero él parecía hablarle al techo y ella a la mesa que tenía enfrente. Dos personas a dos metros de distancia hablando a través de una red cuyas conexiones recorrían muchos kilómetros antes de unirlos.
La mujer entró en el despacho. La niña se asomó detrás, pero al ver que Ramis no se levantaba volvió hasta donde esperaba Codi y se instaló sobre la mesa de nuevo. Durante un momento estudió su palma herida con suprema concentración, como si haciéndolo pudiera deshacer el daño provocado. Luego, soltó un suspiro y sus hombros volvieron a su posición de antes: agachados y lúgubres.
—¿Es tu… madre? — preguntó Codi.
Sabía que no lo era.
La muchacha enarcó una ceja.
— Padre no está casado. Es la doctora Lynne, la directora de Aquamarine.
—¿Qué es Aquamarine?
— Una empresa subsidiaria de Emociones Líquidas.
—¿Qué significa empresa subsidiaria?
— No lo sé — dijo ella con irritación—. ¿Importa mucho? Cierra la puerta. No es bonito escuchar una conversación privada.
«Podrían cerrarla ellos y tú podrías mostrar un poco más de respeto», estuvo a punto de decir Codi, pero se contuvo. Con todos sus aires de grandeza, la niña le parecía más un cachorro olvidado que una rica heredera. El periodista fue pacientemente hasta el despacho, sólo para toparse cara a cara con Ramis, que iba camino de cerrar la puerta él mismo. En las profundidades de la habitación, la doctora Lynne se apoyaba sobre la mesa tecleando datos enérgicamente.
—¡Ah! Señor Weil… — Ramis se volvió hacia su socia—. Mira, éste es el enviado de Hoy y Mañana. Va a hacernos una buena publicidad… es un joven muy agradable.
Codi no quería invadir la habitación de la que acababa de ser educadamente echado, así que se limitó a realizar un gesto amistoso con la mano en dirección a la mujer. Ésta le miró con más benevolencia, ahora que conocía su estatus, y le devolvió el saludo.