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— Tengo un trabajo a medias — dijo—. Sobre los charquis. ¿Recuerda? Usted lo repasó y quedamos en que si preparaba el material por mi cuenta, me ayudaría a pulirlo y a sacarlo a la luz. El tema no es tan marginal como cree. A la gente le interesan otras culturas. Y ésta es una con la que convive a diario y de la que lo ignora todo.

Ya antes de terminar de hablar, deseó no haber abierto la boca. No llegaría a librarse del encargo, y por una razón muy simple. Buscar detractores de ambientes musicales no era una tarea para Harden. A saber adónde tendría que ir o qué clase de gente serían. Tampoco querría a ninguno de los periodistas experimentados trabajando a su lado. Querría a alguien a quien pudiera mandar y que fuera lo suficientemente ingenuo para pensar que cada reportaje del jefe era la gran oportunidad de su carrera.

Harden no habló. Se podían expresar muchas cosas con el silencio. El editor se limitó a esperar a que el mensaje calara. Codi apretó los labios.

— Necesitaré un permiso de viaje, y fondos — dijo finalmente.

— No será problema.

Los fondos de la redacción desafiaban todas las leyes económicas, pues no dependían de los gastos ni de las ganancias sino del humor de Harden. Cuando no le interesaba un proyecto, la redacción se tambaleaba sobre el precipicio de la bancarrota. En caso contrario, los recursos se multiplicaban. Si uno navegaba en la misma dirección que el jefe todo, absolutamente todo, era más fácil. Muy en el fondo, quizá fuera ésa la razón por la que Codi seguía con Harden mes tras mes. No era un pensamiento halagador, pero tenía que ser sincero consigo mismo.

La puerta de la secretaria estaba abierta. Snell le daba la espalda a Codi. Hablaba con alguien invisible, y por su tono se notaba que ese alguien no era nadie de la redacción sino una amiga suya. Por qué disponía de un despacho propio cuando los reporteros sólo tenían mesas a veces compartidas— era un misterio. Había llegado para sustituir a una chica despedida. Sólo llevaba un mes en la redacción y lo único que había hecho con eficacia era dar las señas de Codi a personas que éste trataba de evitar.

Codi se sentó sobre el borde de su mesa. Había mantenido toda la conversación anterior de pie. Era algo que ocurría con frecuencia con Harden. A veces se le olvidaba invitar a su interlocutor a sentarse. Tras varios— minutos de espera, harto de contemplar el cuello de la inexpresiva chaqueta de Snell, Codi decidió interrumpir.

— Hola, Snell — dijo alzando la voz.

— Ah, Candance, muy bien. El señor Riggs te estaba buscando hará una media hora. Dijo que…

— Acabo de hablar con él — dijo Codi.

No le interesaba saber que alguien le buscaba. Además… ¿por qué Ellan era siempre el «señor Riggs» para ella, y en cambio él era «Candance» pero nunca el «señor Weil»?

La rápida mentira dejó a Snell sin argumento para seguir. Codi notó que la mirada que le dirigía no estaba del todo lúcida. Probablemente no se había despedido de su interlocutor y seguía escuchándole de fondo.

— Snell, ¿puedo disponer de tu atención en este instante? — se levantó y rodeó la mesa—. De toda tu atención. Quiero concertar una entrevista con un tal Gabriel Cherny, músico. Orchestrista. Necesito que me busques información. Cuando sepas dónde localizarle, dímelo. No hace falta que contactes con él en persona… — Era probable que la gente como Cherny no reaccionara bien a la llamada de una secretaria—. Sólo necesito saber cómo llegar hasta él.

Snell no se movió, mirándolo fijamente con unos ojos carentes de iniciativa. Codi tenía la impresión de que acabaría antes si hacía el trabajo él mismo. Tecleó «Gabriel Cherny, orchestrista» en mayúsculas en un memo transparente de color violeta, lo colocó en un lugar bien visible y volvió a su sitio. Abrió sus notas sobre los charquis y las repasó con nostalgia. Eran una pintoresca y desvalida tribu urbana, omnipresente en todas las grandes ciudades e invisible al mismo tiempo. Nadie sabía qué pensaban o de qué vivían. Eran como niños perdidos a los que nadie hace caso pensando que otro lo hará. La foto favorita de Codi era la de una chica con decenas de cintas en el pelo: lacitos de todos los colores imaginables enlazados con sus cabellos, y muchísimos más atados alrededor de sus muñecas y tobillos y arrastrándose por el suelo. Recordaba que se hacía llamar Lili: un nombre tan simple e ingenuo como ella misma.

Apagó la imagen con gesto de fastidio. Luego abrió el cajón y sacó el marco. Lo rápido que habían cambiado las cosas: el recado de Fally Ramis había dejado de ser una carga pesada para convertirse en la excusa ideal para aliviar su ego. Teniendo su mensaje como pretexto, podía pretender que se alegraba de que Harden le encomendara aquella tarea. Había querido ir a ver a Gabriel Cherny desde el principio, sólo que no había sabido cómo organizado… Ahora, sólo faltaba que Snell consiguiera averiguar dónde vivía… Imaginaba que acercársele sería todo un reto. Era joven, misterioso, popular e inmensamente atractivo. Codi dudaba de que su dirección fuera de dominio público.

Snell tardó sorprendentemente poco en ir hasta su mesa. Mientras la veía acercarse por el pasillo, Codi trataba de adivinar si eso era una buena señal o por el contrario significaba que había hurgado un poco sin éxito e iba a decirle que ya se había rendido.

— Supongo que las fechas de sus conciertos no te interesan demasiado — preguntó Snell.

— La verdad es que no.

— Entonces sólo puedo darte una pista. La compra de una propiedad cerca de la ciudad de Montestelio. Es una isla… Espero que te sirva.

—¿Gabriel Cherny compró una isla? — Codi se echó atrás en su silla, balanceándose sobre sus patas traseras, y esbozó una amplia sonrisa—. ¡Vaya! Ahora sí que ardo en deseos de conocerlo.

— Fueron varias, en realidad — dijo Snell—. Todo el archipiélago de las Hayalas.

Codi dejó caer la silla sobre sus cuatro patas con estrépito.

— No está mal — dijo pasándose la mano por el pelo—. Pero ¿para qué me sirve? No creo que viva allí… Tiene que vivir en alguna ciudad grande y bulliciosa, en una gran mansión, allí donde pueda dar fiestas o conciertos o…

— No sé dónde tiene que vivir, pero nunca he visto a nadie con menos información personal que ese hombre. Ni siquiera tiene sus datos personales en orden. Tengo la firme sospecha de que el identificador le fue implantado a Cherny a los quince años de edad, y al acceder a los certificados de identidad aparece un continuo error en el nombre de los padres y el lugar de nacimiento.

—¿Desde cuándo tenemos acceso a los certificados de identidad de las personas? — preguntó Codi.

— Desde nunca — dijo Snell, flemática como siempre—. ¿Quieres que te reserve un pasaje a Montestelio? Es la ciudad costera más cercana. Puedo intentar buscar un poco más, pero no creo que encuentre nada.

— Montestelio — Codi se encogió de hombros—. Claro que sí. Si Cherny no está allí, puede que al menos disfrute del paisaje.

El apartamento de Codi tenía un aspecto desacostumbrado cuando entró en él. Era una persona razonablemente organizada, tanto en su trabajo como en su vida privada, pero aquella limpieza impoluta no era habitual en él. El suelo brillaba y no había una sola arruga en el sofá. Codi introdujo la primera nota de discordancia dejando los zapatos en medio de la entrada y llevando un refresco a la salita de estar.

Deseaba llamar a Cladia, aunque sólo fuera para oír su voz. Había tenido toda la intención de invitarla a cenar aquella noche, y aunque la cena no iba a tener lugar en su apartamento había sentido que la limpieza era importante… por si acaso. Pero el implante se había estropeado, y luego Harden le había mandado a aquella entrevista, y después se había olvidado por completo del plan. Esto último le daba vergüenza admitirlo, pero no tenía mucho sentido negar que su trabajo le apasionaba… a veces demasiado. Por suerte, no necesitaba negarlo: Cladia era igual que él a ese respecto.