Выбрать главу

Instantes después de su caída, el conde se inclinó sobre ella. "Esto está convirtiéndose en una costumbre", pensó el joven casi sin quererlo, mientras se arrodillaba junto a ella. Tenía el vestido sucio y roto en pequeños desgarros; la sangre que manó se había extendido sobre la tela negra. Tuvo aguda conciencia de que los hondos sollozos no se debían a la caída; también adivinó que no era una muchacha de llanto fácil. No intentó hablarle ni consolarla. Lo que hizo fue suspirar, tomarla de la cintura, hacerla incorporarse, y alzarla en sus brazos.

Se puso rígida y Justin pensó, resignado, que le pegaría otra vez. La sujetó más fuerte y siguió andando a grandes pasos, sin mirarla.

A Arabella ni se le ocurrió forcejear con él. El contacto con las manos de un hombre la había llevado a su máxima tensión. Hasta entonces, el único que la había tocado era su padre. Sintió el vigor de los brazos de él y, por un instante fugaz, percibió en él una fuerza interior, una serena seguridad en sí mismo que no hacía más que destacar el lúgubre vacío que sentía dentro de ella.

El conde se detuvo un momento en el límite del prado, y contempló pensativo los montantes de las ventanas iluminados de lleno por las velas.

– ¿Hay alguna escalera para subir a su habitación por la entrada oeste?

Sintió que asentía contra su hombro.

Al mismo tiempo que el conde giraba para eludir las puertas principales, estas se abrieron de par en par y lady Ann le hizo señas. Parecía desesperada.

– ¡Justin, gracias a Dios! ¡La has encontrado! Estábamos enloquecidos de preocupación. Tráela aquí, rápido, rápido.

Justin acercó la cara a Arabella, y dijo:

– Lo siento, señora, pero creo que ya no hay remedio. Si hubiese podido, se lo habría ahorrado. Pero es su madre, y yo nunca desobedecería a una madre. Lo siento, pero aquí está.

Arabella no dijo nada, y permaneció quieta como una tabla en brazos de él, que gritó:

– Sí, Ann, la he encontrado. Aquí se la traigo.

Lady Ann no chillo ni se puso histérica. Sus ojos azules se clavaron, incrédulos, en el rostro destrozado de su hija. Vio las lágrimas que habían dejado surcos en las blancas mejillas, manchadas de tierra y de sangre.

– Dios santo -alcanzó a decir, y luego calló.

El conde sintió que Arabella se aferraba de su chaqueta como si intentara desaparecer dentro de él. Percibió la honda vergüenza de la muchacha y se apresuró a decir:

– No está herida, Ann, sólo se cortó un poco al caerse por accidente. Nada más. ¿Todavía está aquí el doctor Branyon? Me parece conveniente que la examine.

Arabella reunió los restos de su orgullo y se removió para dar la cara a su madre.

– No quiero ver al doctor Branyon, madre, estoy perfectamente. Como él ha dicho, sufrí una estúpida caída y me lastimé un poco. Señor, si es tan amable, bájeme.

– Sí, señora.

La dejó en el suelo.

La muchacha se tambaleó contra él, y si no le hubiese rodeado la cintura con los brazos, se habría caído. Tenía dignidad, pero necesitaba convocarla. Levantó la barbilla, apoyó con calma la mano sobre el brazo del joven y, con aire rígido, entró caminando junto a él en la casa.

El doctor Paul Branyon se irguió, junto a una Arabella ya limpia, y dijo, con su adorable sonrisa:

– Bueno, mi pequeña Bella, si bien estabas echa un raro lío, no te encuentro nada que el baño no haya curado. Estarás un tanto dolorida en ciertas partes durante unos días, pero nada serio. Sin embargo, insisto en que goces de un buen descanso esta noche.

Esa noche, la atrayente chispa que siempre veía en los ojos castaños del doctor Branyon no la hizo sonreír. Lo adoraba desde siempre, pues el médico formaba parte de su vida desde que había nacido. Sin embargo, la había visto fracasar, aunque no se diera cuenta. Arabella se odiaba a sí misma. Además, se sentía dolorida desde la coronilla de la cabeza todavía húmeda hasta los pies magullados. Vio cómo el médico medía con cuidado varias gotas que sacó de un pequeño frasco y vertió en un vaso con agua. Igual que su padre, Arabella odiaba la enfermedad: a través de los años, el conde la había convencido de que las personas débiles aprovechaban diversas enfermedades para llamar la atención. Sucumbir a quejas vulgares demostraba falta de carácter.

– No beberé ese láudano, porque es eso, ¿verdad, señor?

– Sí, un poco, querida mía.

– No. Déselo a la señora Tucker. Sé que lo pone en su té, porque dice que la ayuda a relajarse.

– Siempre dando órdenes -repuso el médico, sonriéndole-. Lo haces bien, pero esta vez no cuenta. No quiero que tu madre me corte en pedazos, y si no cuido bien de ti, eso es lo que hará. ¿No es cierto, Ann?

Lady Ann se adelantó, y dijo, con una firmeza que enervó a su hija:

– Quédate tranquila, Arabella. Has pasado un día agotador. Se han producido muchos cambios, y tienes mucho en qué pensar. No quisiera verte con los ojos inyectados en sangre ni que te den arranques de furia por falta de sueño. Bebe esa agua.

No podía creer que su propia madre querida le hablara con tanta firmeza y tanta calma.

– Madre, ¿eres tú, realmente, la que habla? No está bien, madre. Tú nunca levantas la voz, siempre la dejas perderse. Jamás riñes ni discutes. A esto no estoy acostumbrada, no entiendo nada.

– A su debido tiempo, quizá lo entiendas -dijo lady Ann, en tono un poco brusco, en el que también se percibía cierta diversión-. Vamos, Arabella, tú necesitas esto mucho más que los pies de la señora Tucker. Bebe tu remedio. Hazlo ya, o tendrás que vértelas con Paul y conmigo a la vez.

Arabella, todavía perpleja por la conducta desusada de su madre, trasegó el contenido del vaso sin detenerse. Con dificultad, lady Ann logró contener la risa. Entonces, ¿quería decir que había sido débil? ¿Bastaba con mostrarse firme para que Arabella le obedeciera?

– Ahora te mandaré a Gracie, mi amor. Si necesitas cualquier cosa, haz sonar la campanilla. -Se inclinó con vivacidad sobre su hija, le dio un leve beso en la mejilla y dijo con suavidad-: Perdóname por no mencionarte la existencia de Justin. Cada vez me afligía más habértelo ocultado, pero le había hecho una promesa a tu padre. Intenté hacerle cambiar de opinión, pero cuando decidía algo, nunca cambiaba de opinión con respecto a nada, tú lo sabes.

– ¿No? ¿Con respecto a nada, mamá? Papá no se sentiría constantemente seguro de sí, ¿cierto?

Al ver que su madre guardaba silencio, suspiró. Quizá sí. Siempre anheló tener la fuerza de voluntad de su padre. ¿Y a dónde la había llevado a ella esa fuerza de voluntad de su padre? Tenía dos meses para casarse con un hombre que se asemejaba a ella, que parecía su hermano, y también su padre, que era más arrogante y frío que su padre cuando estaba disgustado, y al que ella detestaba.

¿Qué hacer?

– Buenas noches, pequeña Bella.

El doctor Branyon le sonrió y le palmeó la mejilla, con mano firme y fuerte. Recordaba sus manos desde sus primeros años.