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Antes de que hubiesen salido de la habitación, con las cabezas juntas, hablando en voz queda para que no los oyese, Arabella ya estaba dormida.

El doctor Branyon no pudo ocultar la risa.

– Ahora creo que ya lo he visto todo -dijo, sonriéndole a lady Ann-. ¿Tú, diciéndole a tu hija lo que tiene que hacer? Por todo lo sagrado, ¿vi a Arabella obedeciendo? Me marea. Quizá te hayas convertido en bruja. Si observo con atención, ¿descubriré que tienes por pariente a un gato negro?

La mujer guardó silencio, y el médico supo en qué estaba pensando. Conocía esa expresión, conocía todas-sus expresiones.

– Has arrebatado a tu hija su voluntad indomable. Hasta ahora, nunca había visto que te quedaras con la última palabra, y me alegro, Ann.

Lady Ann suspiró.

– Tienes razón. Fui una débil, ¿verdad?

– Bueno, no exactamente. Lo que sucede es que, en cierto modo, el conde y Arabella parecían ahogarte con su vitalidad, con su energía inacabable. Y los dos son autoritarios, eso es indiscutible. Nunca pude detectar la personalidad de lady Ann en Evesham Abbey.

– Son terriblemente parecidos. Paul, en ocasiones, me pregunto qué he hecho todos estos años, qué he pensado. -Frunció un instante el entrecejo y contempló, casi sin quererlo, la enorme sortija de la familia Deverill en su dedo medio. Por alguna razón, ya no tenía la impresión de que le pesara tanto. Inhaló una gran bocanada de aire y alzó la vista con total confianza hacia ese rostro que conocía de memoria en todas sus expresiones, desde hacía tiempo-. Muchas veces he sentido que yo soy la hija y Arabella, la madre cariñosa aunque dominante. Con frecuencia me he sentido fuera de lugar con ella, como si me viese con cierta afectuosa condescendencia. Por supuesto, ya sabes cómo se sentía el conde.

Para su propia sorpresa, descubrió que hablaba sin amargura.

El doctor Branyon combatió la conocida ira que le carcomía las entrañas desde hacía años.

– Sí, lo sé.

La mujer no vio cómo se le endurecía la mandíbula y se le ensombrecían los ojos, pero Branyon sabía que aunque lo viese, no se asombraría ni se escandalizaría.

Lady Ann se detuvo en mitad del vestíbulo de entrada y miró alrededor, su pasión. Había grandiosos biombos renacentistas, dos arcadas divididas por pilastras ahusadas, adornadas con paneles de madera de espléndida factura. Todos los arreos de guerra eran exhibidos en los muros: petos de armaduras y morriones, justillos de falso cuero, arcabuces de mecha, y muchas otras piezas de equipamiento gastadas o usadas por los enemigos en las guerras civiles. Desteñidos tapices flamencos que representaban escenas de batallas resplandecían suavemente con sus diseños delicados. Desde antiguas antorchas ascendían en espiral hilos de humo azul oscuro, hacia las vigas oscurecidas del techo.

– Es bastante extraño, ¿sabes? -dijo en voz alta-, siempre he odiado Evesham Abbey, aunque no pueda negar su increíble belleza. En este salón todavía vive la historia de Inglaterra, pero eso no despierta orgullo en mí, ni arranques de maravilla por su grandeza. Querido amigo, tú has dicho que estoy imponiéndome a la fuerza de Arabella. Te diré que si se viera obligada a abandonar Evesham Abbey, me asustaría pensar lo que podría sucederle. -Lady Ann agitó una mano ante sí-. Cada panel, cada arma, o escudo, cada rincón y hendidura de esta casa forman parte de ella. Buena parte de su voluntad indomable, como dices tú, está ligada a esta casa. Por eso, como ves, tengo que ser firme con ella, hacerle comprender que su padre no la traicionó, que lo que hizo fue para que pudiese quedarse aquí.

– Entonces, ¿crees que debe casarse con el nuevo conde de Strafford, como exigió su padre?

– Oh, sí, Paul, tiene que casarse con Justin.

7

Él no esperaba eso. La miró y, por un instante, deseó poder tocar su suave cabello rubio sobre las orejas. Se aclaró la voz, y dijo:

– A juzgar por los sucesos del día, yo diría que se te ha facilitado el trabajo.

– Arabella lloró -dijo lady Ann-. No podía creerlo, pero es cierto. ¿Habrá sido por la rabia que le provocó Justin? ¿O, por fin, pudo llorar por su padre? Sabes que nunca llora. No sé por qué será esta vez, pero es buena señal.

Se volvió, saludó con la cabeza al lacayo que mantenía la puerta abierta y entró en el Salón Terciopelo.

– Justin, Elsbeth -saludó, dirigiéndoles a ambos esa sonrisa suave, cálida y tan bella-. Espero que no hayáis tenido que aguardarnos demasiado tiempo.

– No, querida señora -dijo Elsbeth. Se acercó a su madrastra y le preguntó, con su voz tímida-: ¿Arabella está bien, señora?

El doctor Branyon contestó:

– Cuando salimos de su cuarto, estaba profundamente dormida. Por la mañana, ya estará como de costumbre.

– Eso sería una pena -dijo el conde, sin dirigirse a nadie en particular-. ¿Está seguro, señor? ¿No sería posible que sufra una recaída en el sentido común y la cordura? ¿Quizás hasta una pizca de amabilidad? No me disgustaría que decidiese hundir el dedo en el cuenco de la benevolencia.

Conteniendo la risa y dedicándole una mirada algo severa, lady Ann dijo:

– Tú y su Señoría, ¿habéis estado trabando relación?

Vio que Justin se sobresaltaba, asombrado, y comprendió que era por el nuevo título. Ya se acostumbraría a él.

– Oh, no, todavía no, lady Ann. Su señoría tuvo que ir a cambiarse de ropa, pues estaba muy sucio por la discusión con Arabella. Hacía sólo un momento que estaba conmigo al entrar usted y el doctor Branyon, pero me causó buena impresión. Al principio, me llamó señora, y yo le dije que, como éramos primos, podía decirme Elsbeth.

– Me suena mejor señora -dijo el conde-. Pero si prefieres que te llame Elsbeth, tendré que pedirle permiso a lady Ann.

– ¿Señora? -dijo la aludida, ladeando la cabeza-. A mí me parece horrible. Hace parecer vieja a una mujer. Llámala sencillamente Elsbeth, Justin.

– Gracias. ¿Quieres sentarte en esa silla tan pequeña de terciopelo rojo y dorado, Elsbeth? Yo no me atrevo a sentarme en ella, pues podría desarmarse.

Lady Ann se sentó frente al servicio de té.

– Justin, ¿le pones crema al té? ¿Azúcar? Tendremos que acostumbramos.

– Tal como sale de la tetera, Ann -respondió.

– Nada de extravagancias, ¿eh, milord? -dijo el médico, alzando su taza a modo de saludo al conde.

– En la península no se conseguía leche, a menos que atrapásemos una cabra fugitiva. En cuanto al azúcar y al limón, no se conocía su existencia. Cuando es preciso, uno simplifica sus gustos al máximo.

A Branyon le agradaba el nuevo conde. No era pomposo ni cruel como el anterior. Era un hombre corpulento, mucho más que su antepasado, y tenía un porte gracioso y suelto. Si bien su rostro atezado parecía más acorde con aventuras violentas, sus elegantes ropas de noche no desentonaban en absoluto sobre su persona. Se lo veía tan a gusto en la sala como si estuviese en el campo de batalla. El conde percibió esa mirada y se volvió hacia el doctor Branyon con una sonrisa inquisitiva extendiéndose sobre su rostro, que suavizaba sus facciones.

El doctor Branyon empezaba a pensar que la esperanza de Ann no iba descaminada. Era probable que el conde fuese el marido adecuado para Arabella. Por lo menos, no permitiría que la muchacha lo dominase. Por otra parte, ella sería capaz de matarlo si opinaba, como el difunto conde, que las mujeres sólo servían para engendrar hijos. O si, a semejanza del antiguo conde, pensaba que el caballero tenía libertad para traicionar a su esposa cada vez que se le antojase.

El conde volvió su atención a lady Ann.

– Ann, la felicito por la decoración de este salón. Se llama Salón Terciopelo, ¿verdad?

– Gracias por el elogio, pero es inmerecido. Hace años que no se toca este cuarto. El terciopelo se ha mantenido maravillosamente, ¿no es cierto? Magdalaine, la primera esposa del conde, retapizó todos los muebles. A mi juicio, la combinación entre el terciopelo rojo y el dorado es espléndida. Y con esas columnas blancas por la habitación, a. veces tengo la impresión de que estamos aguardando al rey. Bueno, tal vez no George, que está loco, pobre hombre.