Y añadió bajando la voz, en tono confidenciaclass="underline"
– Pero yo creo, por la experiencia que tengo en estas cosas y que a nadie, excepto a ti revelo, que si se encuentra amado y bien tratado, esa peligrosidad no llegará a manifestarse nunca. Aunque, claro está, llegado a cierta edad es más aconsejable devolverlo al bosque y a sus semejantes para que no se sienta extraño, ni él sienta extraños a cuantos le rodean.
Windumanoth abrazó al pequeño lobo, le besó las orejas, acarició sus pequeñas garras y dijo:
– Pues así lo haremos, Aranmanoth. Porque nadie que ama y es amado deberá ser apartado de su entorno. Así pues, cuando llegue el momento en que el lobo desee reunirse con los suyos, nosotros le ayudaremos en su regreso y le aplaudiremos. Pero, mientras tanto, ¿cómo le llamaremos?
Se quedaron en silencio, pensativos, buscando dentro de sí el nombre apropiado para el cachorro. Al fin decidieron que lo llamarían Aranwin, puesto que era el principio de sus dos nombres. Y Windumanoth dijo, poniéndose en pie, como quien va a comunicar algo de gran importancia:
– Desde ahora todo lo vamos a compartir porque… -y se interrumpió, pensativa-, ¿acaso no somos como hermano y hermana?
Aranmanoth no supo qué decir, permaneció callado durante un instante y finalmente dijo:
– Creoque sí: como hermanos.
Puesto que Aranmanoth no tenía hermanos, él no llegaba a comprender cuál era el íntimo significado de aquella palabra. Acaso su divina naturaleza, la mitad humana, la mitad mágica se lo impedía.
– Me gustaría conocer esta tierra -dijo Windumanoth, mirando nuevamente hacia una de las ventanas de su alcoba-. Me parece muy distinta de aquella de donde vengo. Esta mañana, cuando las doncellas me vestían, he visto una luz muy especial. Era como un resplandor que parecía que me hablara con palabras que no he llegado a comprender del todo. Podríamos salir de la casa, y ver cómo es aquí la vida.
Salieron corriendo de la estancia, cogidos de la mano, como verdaderos niños que eran, curiosos y alegres, ante un juego nuevo aún por estrenar. Y el pequeño Aranwin fue tras ellos corriendo sobre sus cortas patitas, las orejas enhiestas y los ojos brillantes.
Y de este modo les seguiría siempre, en sus juegos, en sus conversaciones y en su intimidad, cuando en invierno, junto al fuego, se confiaban uno a otro sin temor ni recelo cuanto descubrían o extrañaban. Porque eran niños todavía.
Aún no había llegado el invierno cuando, una mañana en la que el cielo y el viento parecían haberse puesto de acuerdo para envolver la tierra de misterio y de belleza, Aranmanoth y Windumanoth salieron de la casa y descendieron hasta el huerto de la niña, el que se abría bajo sus ventanas.
– No puedo entrar aquí sin tu permiso -dijo Aranmanoth.
Windumanoth sonrió, un tanto sorprendida, y dijo:
– Lo tienes desde ahora… ¿Cómo podría conocer este huerto sin ti?
Y así empujaron la verja y entraron. Era un huerto pequeño y triangular, bordeado de árboles altos y muy juntos, que parecían formar una valla. Eran árboles olorosos, de tono dorado, que el sol encendía como lámparas. Windumanoth dijo:
– ¿Qué clase de árboles son éstos que nunca había visto antes?
– Son álamos -dijo él-, y suelen acompañar el curso de los ríos.
Entonces Windumanoth se dirigió hacia el pozo. Lo miró atentamente y se asomó, temerosa y curiosa a la vez, como si buscara en su interior un camino que les condujera hacia un tiempo remoto y temiera encontrarlo en la oscuridad, en aquel lejano fluir de agua que, desde el fondo de la tierra, llegaba hasta sus oídos.
Windumanoth volvió sus ojos hacia Aranmanoth que la miraba como si comprendiera cada uno de sus pensamientos, cada deseo y cada silencio, Windumanoth. dijo:
– No hay flores ntre apenada y sorprendida.
– Se han retirado -dijo él-. Ya volverán.
Se sentaron junto al pozo y jugaron con Aranwin, que les mordía dulcemente, y corría y saltaba a su alrededor. Pero al cabo de un rato, Windumanoth dijo:
– Aranmanoth, llévame hasta el bosque. En mi tierra no existen bosques como los que rodean esta casa, y quiero conocerlos… Una vez fui hasta allí en tu busca, porque sabía que te encontraría. Pero sin ti no tengo valor para volver.
Aranmanoth se sorprendió, aunque también se alegró, al escuchar las palabras de la niña, y dijo:
– El bosque es como mi otra casa, y será para mí una gran alegría enseñarte todos sus secretos… -y añadió un tanto confuso-: Por lo menos, los que yo conozco.
– ¿Tiene secretos? -preguntó ella asombrada.
Y Windumanoth se acordó de sus hermanas y de ella misma tras los tapices de su casa, allá en el Sur.
Como si les empujara una gran prisa por llegar a alguna parte, que no era solamente el bosque sino algún otro lugar del que aún no tenían noticia, se levantaron y montaron en sus caballos. Y regresaron al bosque.
Sobre los restos de lo que fuera otrora torre vigía, el viejo mayordomo les contemplaba ceñudo. Una sombra cruzaba sus ojos, como nube que avanza cielo adelante y se esconde entre las montañas.
Capítulo V
Entrar en el bosque era como violar un recinto desconocido, como introducirse en el interior de una casa enorme, taladrada de pasillos interminables y sorprendentes salones en busca de sus más íntimos secretos.
– ¿Por qué dices que el bosque es como tu segunda casa?. -preguntó Windumanoth, cada vez más curiosa.
– Porque aquí fui engendrado y aquí nací -contestó Aranmanoth.
– ¿Aquí?, ¿dónde naciste exactamente?
– Ese lugar es el único al que me está prohibido acudir -dijo él. No parecía, sin embargo, ni pesaroso, ni siquiera levemente molesto ante este hecho-. Las personas adultas suelen prohibir muchas cosas.
Bajaron de sus caballos, se alejaron de ellos y les dejaron pacer a sus anchas.
– Ven, te llevaré a mi lugar favorito -dijo Aranmanoth tendiéndole la mano.
Y ambos enlazaron sus dedos y avanzaron sobre la hierba, bajo la sombra roja y dorada de las hayas. Un relámpago dentro del bosque pareció partir en dos cuanto les rodeaba. Era como si una enorme mano invisible cortase los caminos y las sendas, y les negase cualquier atisbo para encontrar un lugar por donde avanzar.
– Me parece -dijo Aranmanoth- que se nos viene encima una tormenta.
– ¡Qué bien! -dijo ella-. Las tormentas en mi tierra son muy hermosas.
– Ven conmigo, ¡deprisa! -exclamó Aranmanoth atropelladamente.
Y así, cogidos de la mano, se adentraron donde la espesura apenas dejaba traspasar un rayo de luz. Respiraban fatigosamente, y sus frentes estaban inundadas de sudor.
– ¿Es aquí? -preguntó Windumanoth casi en un susurro.
Habían llegado a un pequeño claro en cuyo centro había un círculo de piedras blancas. A aquella hora resplandecía como si la luz naciera de su superficie. La oscuridad era tan suave que parecía brillar, como si fuera una inmensa lámpara enterrada. Windumanoth se sintió invadida de un respetuoso temor y le asustaba romper con sus palabras aquel extraño y sobrecogedor paisaje.
– Sí, aquí es -dijo Aranmanoth.
Y de pronto ocurrió algo prodigioso: Aranmanoth pareció elevarse sobre sus pies y alcanzar una altura fuera de lo corriente. No es que se distanciara de su compañera, sino que, a su vez, ella se elevaba con él, sobre los helechos y la hierba, y también sobre las escondidas criaturas que albergaban. Desde esa altura, la contemplación del bosque era distinta: ahora podían distinguir claramente el rumor del viento azotando las ramas de los árboles, el suave movimiento de la hierba y los helechos que parecían acariciarse o hablarse con voces apenas perceptibles.