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– ¿Ves las hojas de los árboles? -continuó Aranmanoth-. Míralas despacio y luego cierra los ojos. Cada hoja es una palabra, y cada palabra corresponde a un color. Son palabras que no están escritas en ninguna parte, ni siquiera en los libros que guardan los monasterios. Todas las palabras juntas, todos los colores unidos, forman el arco iris. Será nuestro secreto.

Aranmanoth rodeó con sus brazos los hombros de Windumanoth, y juntos -abriendo y cerrando los ojos- fueron desvelando palabras y colores. Reconocieron el color morado de la palabra ira, y el gris del odio, o de la envidia, y el ácido limón del deseo.

– Nunca he visto un limón -dijo Aranmanoth.

– Yo sí -exclamó triunfal Windumanoth-. Yo vengo de una tierra donde los limones se exprimen y dan frescura al paladar.

De pronto, la voz de la niña se quebró como si quisiera llorar y al mismo tiempo despreciara las lágrimas. Acarició los largos cabellos de Aranmanoth y añadió:

– Deberíamos buscar un arca y guardar en ella nuestros secretos. Esos secretos que, con el tiempo, los adultos olvidan.

– No sé -dudó él-. La memoria es esa arqueta que a menudo se rompe.

– ¿Tú crees?

– No sé. Quizá se pierda.

Era un momento tan mágico -el bosque resplandecía y estaban tan altos y misteriosos los árboles- que decidieron no detenerse en tales disquisiciones.

– Agáchate -murmuró suavemente Aranmanoth al oído de la niña-. Haz lo mismo que yo.

De bruces sobre la hierba, ambos pudieron oír con nitidez un dulce y acompasado galope.

– Escucha atentamente -susurraba Aranmanoth casi sin mover los labios-. Y, sobre todo, no mires hacia atrás por más que te parezca que este sonido proviene de algún lugar remoto situado a tu espalda. Está totalmente prohibido. Lo que oyes es el cabalgar de mis hermanos los elfos. ¿Oyes sus galopes entre la hierba?

Pero Windumanoth giró la cabeza y miró hacia atrás. Su insaciable curiosidad la había obligado a no respetar una de las escasas leyes del bosque, y, por un instante, sintió un temor y una inquietud que la estremecieron. Al volver su cabeza al frente, pudo ver de cerca los ojos de Aranmanoth y, por vez primera se apercibió de la largura de sus pestañas de oro, y le pareció que aleteaban tan suavemente como ocurre con algunas mariposas llegado el último momento de su vida. Nunca antes habían estado tan juntas y tan enlazadas sus palabras ni sus risas.

– Aranmanoth -dijo ella-, estoy muy tranquila, siento mucha paz en mi corazón. Ni siquiera en mi país experimenté esta sensación.

– Yo también -contestó Aranmanoth. Pero una ligera tristeza se apoderó de su voz-. Windumanoth -dijo lentamente-, aunque pueda leer en las hojas del bosque y entender el lenguaje de los pájaros hay muchas cosas que ignoro y siempre ignoraré. Sin embargo, a partir de ahora y durante mucho tiempo, si todavía estamos juntos, podremos encontrarnos bajo la sombra que estos árboles proyectan en el suelo…, y sé que viviremos momentos muy hermosos.

Aranmanoth no dijo nada más y los niños que eran se abrazaron fuertemente, tal vez para defenderse o protegerse de algún desconocido sentimiento que, como halcón, sobrevolaba la corteza de la tierra.

Muchas fueron las ocasiones en que Aranmanoth y Windumanoth se encontraron en el bosque. Allí se sentían libres y alegres. Enlazaban sus manos y se adentraban en su espesura. Los escasos rayos de sol que se atrevían a traspasar las ramas de los árboles caían sobre ellos y les iluminaban como si los niños fueran un amanecer que creciera más allá de las montañas.

Aranmanoth instruía a Windumanoth en el lenguaje de las hojas que, ya maduras en el avanzado otoño, caían sobre sus cabezas como una lluvia de oro.

– He aprendido mucho de ti -dijo un día Windumanoth-. Creo que ya casi soy tan sabia como tú. Pero hay algo que me preocupa. Dime: ¿qué ocurrirá cuando el Señor de Lines, mi esposo, regrese de la guerra?

– No lo sé. Cuanto más creo saber, más ignorante me siento.

– Pero tú y yo no nos vamos a separar nunca, ¿verdad?

Windumanoth miraba atentamente los ojos de Aranmanoth, como si en ellos no sólo estuvieran escondidas las respuestas a sus preguntas, sino también la calma y el consuelo que sólo él podía ofrecerle.

Entonces Aranmanoth dijo:

– No nos separaremos nunca. Siempre seremos nosotros dos.

– Sí -contestó Windumanoth-. Nosotros dos.

Y todo cuanto les rodeaba y estaba en ellos era ellos dos.

El invierno llegó y un intenso frío se extendió por toda la tierra. Los bosques y campiñas, y todo lo que podía abarcar la vista, se cubrieron de nieve.

Aranmanoth y Windumanoth mantenían largas conversaciones mientras paseaban por los alrededores de la casa, cubiertos sus cuerpos con ropas y pieles que impedían que tuvieran frío. Pero lo que más les abrigaba era, sin duda, las cálidas palabras que brotaban de sus labios y que les envolvían como la capa más gruesa e impenetrable que, con manos humanas, se hubiera tejido jamás. Correteaban por el interior de la casa, jugaban como juegan los niños, se escondían detrás de los tapices hasta ser descubiertos. El pequeño Aranwin les seguía y les delataba, mordisqueaba sus ropas y saltaba de alegría cuando cualquiera de ellos le acariciaba o le perseguía por la nieve hasta caer exhausto y temblar de felicidad.

Una tarde, se encontraban los dos sentados frente al fuego, en los aposentos de Windumanoth, cuando escucharon, callados e inmóviles, las voces que se escapan del tiempo y lo atraviesan como una espada se abre paso a través de un ejército invisible. Entonces Aranmanoth dijo:

– Soy tu guardián y quiero que conozcas el sonido del silencio. ¿Puedes oírlo? Casi ninguna criatura humana puede oír el silencio. Pero para mí es algo así como si bebieras de una copa todo cuanto puede ofrecerte la felicidad.

– ¿Qué es la felicidad? -preguntó Windumanoth

– No lo sé muy bien. Para mí, como te digo, la felicidad se parece al silencio.

Y así permanecieron largo rato, permitiendo que el silencio les rodeara de tal modo que era lo único que exis~ tía. Y era un silencio que les susurraba secretos y les hablaba como algunas veces lo hace el fuego o el agua de una cascada que estalla en un manantial. No era el silencio, sin embargo, lo que les unía, pero era algo parecido.

De pronto, Windumanoth se estremeció, como bajo la presencia de una duda amarga, parecida a una sombra amenazadora que crecía ante sus ojos. Miró a Aranmanoth como siempre le miraba, como si sólo él pudiera apaciguar su inquietud, y le preguntó:

– Aranmanoth, ¿tú crees que tu padre, el Señor de Lines, se acerca a mí?

– No lo sé -respondió él. Y en verdad no lo sabía.

Pero Windumanoth siguió preguntando:

– No me refiero a si se acerca con sus hombres hacia aquí: no te hablo de la guerra. Te pregunto por sus sueños, por sus deseos. ¿Tú crees que se acercan a mí?

– No lo sé -repitió él tristemente-. Sólo siento que me apenan tus preguntas.