Le arrastró hacia unos helechos cercanos al claro y allí se escondieron.
– Escucha y aprende, pardillo -dijo el poeta-, porque pronto me iré y no podré desvelarte lo que es…
Y su voz se apagó. El asombrado Aranmanoth vio cómo su guía se perdía entre las altas hierbas con la astucia y sigilo del más insignificante de los saltamontes.
El rumor iba acrecentándose y, a medida que se hacía más próximo, una multitud que, a primera vista, apenas se distinguía entre los árboles fue adueñándose del claro del bosque.
Eran hombres y mujeres, enlazados como si se amaran o acaso no pudieran, o no quisieran, desprenderse unos de otros, como si temieran lo que pudiera suceder En aquel momento Aranmanoth deseó no haber nacido jamás. Aunque sabía que su deseo no era nada, tan sólo un deseo, pensó que, aun así, los deseos podían dar un sentido a su ambigua y extraña vida. Porque, quizá, la vida de toda criatura humana no se diferenciaba demasiado de la suya. Pero Aranmanoth no estaba seguro de ello: no estaba seguro de que sus deseos fueran realizables y tampoco del significado de cuanto le rodeaba.
Fue entonces cuando algo se alzó dentro de él. Algo como una llama que brota de una chispa y crece interminablemente hasta alcanzar lo más alto. Él mismo se vio crecido y lleno de fuego.
Salió de su escondite, avanzó decidido hacia aquellas gentes y, por primera vez, gritó con voz humana. Su grito fue tan profundo y tan largo que parecía perderse en el tiempo.
– ¡Deteneos! ¡Deteneos!
El silencio se volvió a mirarle, y entonces Aranmanoth descubrió que el silencio tenía ojos con los que le observaba con curiosidad, desconcierto y, acaso, esperanza.
– Debéis dejar en libertad a esta muchacha -se oyó decir-. Por mucho que haya hecho no se merece este castigo.
De nuevo el rumor creció y el silencio fue sofocado.
– Yo soy el heredero de Lines y, en ausencia de mi padre, el Señor de Lines. Dejad a esta muchacha en paz. Desatadla y dejadla marchar. Quien la persiga o quiera hacerle daño sufrirá mi persecución.
Un voz juvenil estalló en la noche y gritó:
– ¡Es Aranmanoth!
Y, enseguida, otras voces pronunciaron y repitieron su nombre.
Aranmanoth, lleno de confusión, se volvió hacia el poeta y le preguntó:
– ¿Cómo saben quién soy yo?
– Eres el único hijo de Orso y todos ellos tienen noticia de ti. Los pueblos cuidan y protegen sus leyendas. ¿No lo sabías?
Entonces Aranmanoth se supo frágil y seguro a la vez. Seguro, no sabía bien por qué. Acaso la seguridad había surgido de aquel misterioso grito que anidaba en él y que le había dictado detener el sacrificio al que estaba destinada la muchacha. Se acercó al círculo de gentes y, con voz firme y pausada, dijo:
– Yo soy Aranmanoth, Mes de las Espigas, y ordeno que se deje en libertad a esta criatura.
Las gentes se apartaron a su paso en silencio, y el propio Aranmanoth se acercó a la escalera donde estaba atada la muchacha y la liberó. Estando a su lado, pudo ver de cerca sus grandes ojos claros y oír su débil y asustada voz que murmuraba:
– Gracias, hermano mío.
La muchacha se alejó rápidamente y desapareció entre los árboles con el trote suave y veloz de las jóvenes corzas.
Aranmanoth estaba desorientado. En sus oídos resonaban los gritos que nuevamente pronunciaban su nombre. Se asió del brazo del poeta y volvió a gritar:
– ¿Por qué? ¿Por qué? -pero nadie parecía escuchar su pregunta. Se volvió hacia el poeta, le miró a los ojos que brillaban en la noche y repitió-. ¿Por qué? ¿Por qué?
– Yo no lo sé -contestó el poeta-. Yo soy sólo un testigo, no soy más que una voz o, quizá, un deseo. No tengo respuestas; si acaso, sólo tengo preguntas.
Tan sigilosamente como habían llegado las gentes al claro del bosque se internaron de nuevo en su profundidad. Aranmanoth y el poeta se quedaron solos frente a frente. Se miraban y en sus miradas habitaban el miedo, la desazón y cientos de preguntas que se diluían en la noche. Permanecieron en silencio mientras el Árbol Rey les contemplaba desde su misteriosa grandeza.
Al fin decidieron regresar a la mansión. Aranmanoth sintió que la casa que le esperaba tras el bosque no era su casa, no era su lugar, como tampoco lo era el mundo al que había llegado, o caído.
Entonces se acercó más al poeta y pudo escuchar su respiración en el silencio de la noche. «Él tiene una doble naturaleza… Como yo», se dijo. Y se sentó en el suelo, se cubrió la cara con las manos y empezó a llorar como no había llorado jamás. Sentía que se habían abierto las puertas que escondían a aquel prisionero depredador que el poeta le había descubierto, y Aranmanoth se reconoció en su zozobra y en su angustia.
– Llora, Aranmanoth, llora -dijo el muchacho de los ojos negros mirándole con una ternura infinita-. Si lloras ahora, tu experiencia en el bosque habrá sido lo mejor que te ha sucedido en la vida.
Aranmanoth se incorporó y le tendió la mano, no sabía si en gesto de amistad o en demanda de protección. Pero el poeta ya no estaba a su lado. Había desaparecido entre los árboles como poco antes desapareció el rumor de las gentes. Se encontró terriblemente solo, en lo más profundo del bosque, bajo las ramas del Árbol Rey, alto e inquietante, a cuyo alrededor había visto -o creído ver- una confusa multitud que primero danzaba y luego clamaba por algún cruento sacrificio que él no llegaba a comprender.
«Doble naturaleza», repitió para sí suavemente; y las dos palabras enlazaban una lejana pregunta que se perdía en el interior de su corazón.
El relincho de su caballo, su trote menudo y amigable, familiar, le reconfortaron. Allí estaba su caballo, a su lado, fiel y amigo. Aranmanoth se preguntó por qué razón entre los humanos no había conocido la amistad, que sólo en aquel animal tan bello, tan oportuno en los momentos cruciales de su vida, se le revelaba.
Montó rápido en él, le acarició el cuello, murmuró su nombre cerca de las orejas y, dulcemente, sin galopes presurosos, sin temor, el viejo amigo le condujo hacia la casa.
Pero el depredador se agazapaba en lo más escondido de su ser y martilleaba. Sólo la muerte podría detener aquel martilleo que se parecía demasiado a una advertencia.
Ya no volvió el poeta. Aranmanoth y Windumanoth lo esperaban ansiosamente, e incluso se habían arriesgado a subir a la pequeña y desmoronada torre vigía que, en tiempos de peligro, había servido de alerta ante incursiones enemigas, ya casi olvidadas. Ahora los dos muchachos subían por la estrecha y retorcida escalera y asomaban sobre las almenas su mirada esperanzada.
– ¡Nadie viene! -se lamentaba Windumanoth con voz cada vez más desfallecida.
– Es verdad -respondía Aranmanoth, a medias curioso, a medias irritado-. ¡Nadie viene!
Al fin, un día, Windumanoth rompió a llorar y apoyó su cabeza de uvas negras en el hombro de Aranmanoth:
– ¿Por qué no viene alguien y me devuelve al Sur?
Aranmanoth tardó unos segundos en responder:
– ¿Al Sur? -preguntó con voz temblorosa.
– Sí, al Sur -repitió ella mientras, como una niña, secaba sus lágrimas con las palmas de sus manos. Aranmanoth deseó en ese momento besar aquellas lágrimas y aquellas manos. Windumanoth siguió hablando-: el Sur es mi tierra; el Sur es mi infancia…