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Pero la tristeza también se respiraba en la noche. Windumanoth llevaba consigo, en su caminar por el pequeño sendero que conducía al huerto, la dolorida tristeza de una niña que se ha visto obligada a poner fin a un largo y maravilloso juego, y que, perdida en el interior de la noche, despierta y desea escapar. El miedo dejaba paso a un poderoso sentimiento de libertad y de esperanza que reclamaba su derecho a existir y a guiar sus pasos en busca de sus más íntimos deseos.

Y de este modo, los dos comprendieron que, definitivamente, estaban a punto de dejar atrás la infancia que les había unido.

Capítulo IX

A pesar de los intentos de Aranmanoth por mantener sujeto al caballo de Windumanoth, éste consiguió huir. Los dos muchachos se miraron extrañados:

– ¿Por qué habrá escapado? -preguntó Windumanoth.

Pero el silencio fue la única respuesta que escucharon. La noche se abría sobre ellos, inmensa, con todo el eco de palabras muy antiguas, siempre repetidas. Acaso el eco de los sueños, o deseos, de seres muy remotos, o quizá aún por nacer. La noche era su guardián cuando la tierra calla.

– Vámonos, vámonos -se impacientaba Windumanoth. Llevaba una capa oscura bordeada de piel que, a pesar de su grosor, no impedía que todo su cuerpo temblara.

– ¿Por qué tiemblas ahora que el invierno se ha alejado? -le preguntó Aranmanoth mientras la ayudaba a montar en su caballo.

– No tiemblo -dijo ella intentando dibujar una sonrisa.

– Podemos ir en busca de tu caballo siguiendo sus huellas. No andará muy lejos -dijo Aranmanoth.

– No lo hagas -dijo ella con decisión-. No deseo nada, ni a nadie, que huya de mí.

Aranmanoth no intentó persuadirla. Ella se abrazó a su cintura y los dos juntos, en el mismo caballo, se adentraron en la inmensa y quieta noche que -eso les parecía- les observaba expectante.

Abrazándose aún más a él, Windumanoth preguntó:

– Aranmanoth, dime, ¿crees que alguien nos mira?

Él no lo sabía, o no estaba seguro de lo que debía responder, y prefirió guardar silencio.

Y así avanzaron entre la maleza hasta que llegaron a la entrada del bosque que parecía estar esperándoles.

– Siempre oí decir -dijo Windumanoth-, allá en el Sur, cuando me hablaban de los bosques y de aquellos que se perdían en su espesura, que una pequeña y lejana luz aparecía cuando menos se esperaba. La luz provenía de alguna casa en la que siempre había gentes que les acogían.

Windumanoth se guardó de añadir: «o les devoraban». Prefirió callarlo en parte porque ya no era tan niña para creer en esas historias, pero también porque, de haberlo dicho, se habría asustado más de lo que estaba dispuesta a soportar.

– Mira -dijo Aranmanoth-, parece que alguien te ha escuchado. Distingo a lo lejos, entre aquellos árboles, una luz.

Y fueron hacia ella hasta que se dieron cuenta de que se trataba, simplemente, de la luz de una luciérnaga.

Muchas fueron las luciérnagas que encontraron en su camino a través del bosque, y muchas las veces que las confundieron con las luces de alguna casa habitada.

De todos modos, la primavera hacía que las noches fueran verdaderamente hermosas, y cuando se refugiaban, a falta de mejor cobijo, bajo las ramas de un viejo roble o al amparo de una cueva, junto a un riachuelo donde podían beber y bañarse, se daban cuenta de que el viaje les resultaba placentero a pesar de los contratiempos.

En alguna ocasión sí que dieron con alguna choza habitada donde poder pasar la noche. Y siempre había alguien -algún niño, o alguna anciana- que les preguntaba con verdadero interés por su viaje y sus orígenes.

– Vamos en busca del Sur -decían.

Entonces, narraban su historia y todos se quedaban asombrados al escucharla. Comprobaban la fuerza que puede llegar a contener un deseo, por más que éste parezca imposible.

– ¿Cómo es el Sur? -preguntó alguna vez un niño que temblaba de curiosidad al oír sus palabras.

Y entonces Windumanoth hablaba del frescor de los árboles frutales, del azul intenso del mar, de la alegría

de las gentes que habitaban aquellas tierras y de sus risas. También hablaba de la esperanza. Una esperanza que en realidad era la suya, su deseo de regresar a un tiempo que se le presentaba lleno de sueños posibles y alejado de todos los temores que había conocido en las tierras de Lines.

Quizá fuera por eso por lo que en todas las casas habitadas que encontraron en el bosque, Aranmanoth y Windumanoth hallaron cobijo y alimento. Descubrieron lo que es la generosidad de las gentes sencillas, su nobleza y su curiosidad, y éstas se prendaban de la belleza de los dos muchachos, y sobre todo, de sus palabras. Al amanecer, cuando reanudaban su marcha, les despedían con la esperanza de volver a verles algún día, cuando sus deseos se hubieran realizado.

– Encontraréis lo que vais buscando -les dijo una vez una anciana mientras se preparaban para partir-. Pero tened cuidado. Protegeos de vuestros deseos.

Aranmanoth se sobrecogió al escuchar las palabras de la vieja:

– ¿Por qué dices eso? -preguntó.

Pero ella no respondió. Aranmanoth y Windumanoth montaron en el caballo y prosiguieron su camino.

Y fueron muchos los bosques que atravesaron y dejaron atrás.

– Hacia allá -decía Windumanoth extendiendo su brazo-. Hacia allá está el Sur. Aranmanoth, atravesemos ese bosque porque tras él se encuentra el Sur.

Y a cada paso que daban les parecía oír la brisa del Sur. Respiraban profundamente y creían percibir el olor de los viñedos y, quizá, del mar. Y así bosque tras bosque y colina tras colina, Aranmanoth y Windumanoth se sentían cada vez más cerca de lo que andaban buscando y que parecía escapar ante sus ojos, como si lo tuvieran al alcance de su mano y no pudieran, o no supieran, apresarlo.

En la mente de Windumanoth los recuerdos se confundían con sus deseos. Se abrazaba con fuerza a la cintura de Aranmanoth y, apoyando suavemente su mejilla en la espalda del muchacho, dejaba escapar alguna lágrima que nadie, excepto ella, percibía. Eran las lágrimas que provocan los sueños cuando éstos vienen y van como si el mar los empujara y los hiciera chocar contra las rocas de un acantilado. Windumanoth lloraba por la emoción cuando recordaba la mirada de su padre o los juegos con que la entretenían sus hermanas. Anhelaba la pureza y la libertad de su infancia en el Sur, y temblaba ante la posibilidad de recuperar aquel tiempo que -eso creía- la esperaba al otro lado de un bosque, de una colina, o de una encrespada montaña.

Habían llegado a una amplia y abierta explanada cuando, a lo lejos, vieron a un campesino arando la tierra. Fueron hacia él y, sin bajarse del caballo, Windumanoth le preguntó:

– ¿Qué tierras son éstas?, ¿dónde nos encontramos?

El hombre les miró extrañado y tardó unos segundos en contestar:

– Estáis en las tierras de Nores -dijo al fin.

Y como un relámpago en la noche, los ojos de Windumanoth se iluminaron.

– Aranmanoth, ¿has oído lo que ese hombre ha dicho? Mi hermana Liliana, mi querida hermana Liliana, debe de estar cerca de este lugar. Y donde esté ella, estará el Sur.