Desnudo y sin protección -situación que hizo pensar a alguna criatura escondida entre la hierba que los humanos no eran tan despreciables- se echó en el suelo entre los helechos. Aquél era un inmenso y altísimo bosque de hayas que apenas permitía al sol atravesar sus ramas. Orso arrancó un manojo de helechos y con él secó el sudor que le cubría. Una suave brisa le rozó a la vez que zarandeaba las ramas de los árboles. El muchacho cerró los ojos. Y fue entonces cuando oyó, por primera vez, la voz del agua.
Levantó la cabeza, sudoroso aún y embriagado de aquel cristalino rumor. Nuevamente el perfume antiguo, femenino, el que rodeaba y esparcía la rueca de las mujeres, regresó con toda su intensidad, como en busca del primer o último día de su vida. Fue un momento eterno, parecido al fuego, tan antiguo y misterioso como él, pero más allá del fuego humano, más allá de las palabras y de lo que con ellas se expresa, más allá de la vida y de la muerte. Los cabellos de Orso resplandecían y, en sus ojos, la luz era la luz de la primera mirada. Entonces Orso se transformó en una hoguera. No en una hoguera dañina y destructora, depredadora de bosques o arma de guerra: acaso podría compararse con aquello que el otoño hace con el sol entre las hojas.
Conducido por la voz del agua, Orso avanzó, árboles adentro, hacia aquel murmullo. Y al fin, todo rumor dejó paso al único sonido que brotaba de una pequeña cascada. Orso se precipitó hacia ella: todo su ser se había convertido en una gran sed. Se metió en el agua y se adentró en la cascada. El agua, fría y casi blanca, sobre su cuerpo, era únicamente placer.
En esto estaba cuando de entre aquel torrente blanco fue dibujándose una silueta. Al principio, Orso no dio demasiada importancia a aquellos contornos. Durante el tiempo transcurrido en el castillo del Conde, en distintas ocasiones, y sobre todo en horas de sol, había creído vislumbrar siluetas que no atinaba a descifrar pero que, no por ello, le llegaban a inquietar. Pero todo era ahora diferente. Orso estaba acostumbrado a adivinar imposibles, y así, lentamente salió del agua, regresó a la orilla del río y se tendió de nuevo sobre los helechos. Aún su piel estaba cubierta de perlas cristalinas, y en sus largas pestañas doradas estallaba la luz del sol. Por vez primera se dijo que era una criatura afortunada porque, acaso, lo que sentía en aquel momento era la felicidad.
Estuvo así, respirando suavemente y frenando cualquier pensamiento inoportuno. De nuevo llegó la brisa hasta él y se durmió mientras oía las pisadas de su caballo que se adentraba en el bosque, libre y en paz, olfateando hierbas a su antojo o bebiendo, quizá, agua de aquel río que había formado la pequeña cascada. Cuando despertó, una inmensa calma le invadía.
Los años de aprendizaje en el castillo del Conde fueron duros. Pero ya antes su padre había dejado la huella de los latigazos que debían inculcarle voluntad y rigor en su espalda de niño, y prepararle para una vida destinada a asumir y ejercer el poder y evitar que otros lo hicieran. Pero ahora retornaban las antiguas voces y el rumor lejano e inolvidable de las ruecas, y el perfume de algunas palabras surgidas de aquéllas que fueron -y siempre serían- las misteriosas mujeres de su infancia.
Orso alzó la cabeza y escuchó. Escuchó no sólo con sus oídos, sino con todos sus sentidos. Y aún más, con su memoria, su curiosidad, su añoranza y su misma piel.
Poco a poco fue incorporándose de entre los helechos y, como si un invisible y sutil dogal le encadenase y condujera, fue avanzando de nuevo hacia la cascada. De allí parecía brotar la voz que Orso escuchaba. Era la voz del agua, la voz de la vida. Y de nuevo aquella silueta se perfiló, ahora más nítidamente, entre la espuma blanca y torrencial. Orso entró en el raudal blanco del agua y supo que otro cuerpo le abrazaba. Un cuerpo a la vez carnal y etéreo, desconocido, sensual y casi intangible. «¿Quién eres?», alcanzó a murmurar.
En aquel momento apareció ante sus ojos, con toda claridad, una criatura que, ni en sus más alocados sueños, podía compararse en belleza y extrañeza a cuantas conocía. Era una criatura casi traslúcida, y sus largos cabellos, más brillantes y dorados que el sol, le deslumbraron.
Ella dijo entonces:
– Yo soy la más pequeña de las hadas del agua. Te he visto avanzar sobre la hierba; he visto cómo te cubrías con mi agua, con mi vida, y te amo. El agua es mi reino, y sólo tú has sabido gozar de ella sin abusar.
Orso no sabía qué responder. En realidad no entendía nada de lo que aquella criatura le decía. Y, además era la primera vez que tenía a una mujer -si es que lo era- entre sus brazos. Hasta aquel momento, el muchacho había tenido pequeños amoríos, especialmente con sus camaradas más jóvenes; sabía lo que eran las caricias y los besos, y lo que pueden llegar a ser los umbrales del amor, palabra que oía repetidamente y que, sin embargo, sospechaba que pocos conocían. Entonces Orso sintió, a partes iguales, temor, deseo y placer.
– ¿Quién sois…? -preguntó mientras estrechaba aquel cuerpo contra el suyo. Y en torno a ellos, y sobre ellos, el agua se había convertido repentinamente en algo parecido a la música, aunque Orso no estaba seguro; acaso eran los largos y encendidos cabellos que, como el sol y el agua, se enroscaban en él y le retenían.
– No sé quién sois -murmuró Orso, entre feliz y temeroso. Estos dos sentires, a menudo, se entrelazan. Y ella sólo respondió a sus preguntas con el balbuceo de quien descubre un sentimiento que la había conducido más allá de su naturaleza mágica.
Entonces, aquella criatura no se diferenció de cualquier mujer, y Orso, por vez primera, conoció lo que se entiende por ser amado y correspondido.
Orso respiraba suavemente entre los helechos y la hierba; tan en paz consigo mismo como nunca antes se había sentido. Frente a él se encontraba la más hermosa de las mujeres. Era alta, tanto como él mismo y, aunque estaba desnuda, sus largos cabellos dorados la cubrían como un manto de oro. Sólo sus pies, blanquísimos, asomaban bajo aquella resplandeciente túnica, y le conferían tal fragilidad, tal inocencia e indefensión, tal desamparo, que el corazón de Orso se conmovió y a punto estuvo de echarse a llorar. Se contuvo: desde su primera infancia a Orso le estaba severamente prohibido llorar.
Pero ella le sonreía y le tendió los brazos. Sus manos se entrelazaron mientras, con movimientos tan gráciles que sólo la hierba mecida por la brisa podía parecérsele, el hada se arrodilló a su lado. Acarició sus cabellos, besó sus labios dulcemente y dijo:
– Orso, sé quién eres, sé que alguien como yo, de mi naturaleza, no tiene lugar en tu vida. Se espera mucho de ti entre los tuyos… Entre los de mi especie eres la juventud, el amor y, quizá, la rara inocencia que aún pervive entre los humanos. Yo soy la más joven de las hadas del Manantial y he sucumbido ante tu belleza y la pureza de tu corazón… Sin embargo, he de pagar por este desliz. Sólo así podré recobrar mis atributos de hada. Por ello, he de comunicarte algo: no volverás a verme y lo más seguro es que, obedeciendo a tu naturaleza, me olvides. Los humanos aprenden a olvidar fácilmente. Pero sé que tu semilla ha prendido en mí y así, dentro de un tiempo recibirás el fruto de este arrebato: ese fruto será una criatura especial, diferente, medio mágica, medio humana y, por encima de todo, será un niño sagrado. Esto quiere decir que estará destinado a ser el objeto de algún sacrificio, el que purifica o el que redime.
Entonces el hada se inclinó aún más y, hundiendo las manos en el Manantial, extrajo de él algo brillante y dorado.