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– ¿Dónde está la casa del conde de Nores? -preguntó Aranmanoth-. ¿Qué camino hemos de seguir?

Pero el campesino se encogió ligeramente de hombros y dijo:

– Tampoco yo soy de estas tierras. Pero creo que el conde vive más allá de esa colina. Preguntad allí.

Aranmanoth y Windumanoth miraron en la dirección que el hombre señalaba con su mano, se despidieron de él y, al galope, se dirigieron hacia aquella colina que les aguardaba inmóvil y expectante.

Al otro lado encontraron un frondoso bosque que nada se parecía a los bosques que Windumanoth recordaba en el Sur. Pero se adentraron en él con la esperanza de que, quizá en su interior, o cuando lo atravesaran, encontrarían algo, o alguien, que les indicara la dirección que debían seguir.

Y así fueron preguntando a todos aquellos que pudieran saber dónde vivía Liliana, y algunos les señalaban un camino, otros se encogían de hombros y guardaban silencio. Pero ellos avanzaban y cruzaban colinas y riachuelos obedeciendo más a su propia intuición que a lo que aquellas gentes les decían.

La primavera se alejaba y el verano se iba apoderando de cuantas tierras pisaban. Sólo los bosques umbríos -a veces cómplices y a veces enemigos- mantenían una misteriosa oscuridad que, a medida que pasaban los días, se les antojaba más amigable.

– Qué reconfortante es alcanzar la sombra -decían a veces. Y descendían de su montura para refrescar sus rostros y sus pies en el agua. La oscuridad, inesperadamente, resplandecía tanto o más que el sol.

– Ya casi estamos en el Sur -decía Windumanoth hundiendo sus pies en un arroyo.

Aranmanoth veía sus rostros reflejados en el agua cristalina del riachuelo, y comprendía perfectamente las palabras de Windumanoth. Sabía que el Sur estaba muy cerca, por más que desconocieran hacia dónde debían dirigir sus pasos para encontrarlo.

Y fue entonces cuando una anciana que iba recogiendo moras silvestres les preguntó:

– ¿A dónde vais?

– Estamos buscando el castillo de Liliana -respondieron ellos.

La mujer sonrió levemente y les invitó a comer moras con ella. Al reencontrar el gusto ácido de las moras, Windumanoth empezó a llorar en silencio. Tan sólo el brillo que resbalaba por sus mejillas podía delatarla. Comía mora tras mora y disfrutando de su sabor. Entonces la anciana se volvió hacia ella y dijo:

– No llores, niña. Los jóvenes no deben llorar. Ya llegará el tiempo de las lágrimas. Ahora debes alegrarte de tu juventud.

Windumanoth secó sus lágrimas con el dorso de la mano y dijo:

– Ya que sabes tantas cosas, ¿podrías decirnos dónde habita mi hermana Liliana?

La vieja volvió a sonreír, se llevó una mora a la boca, y al fin dijo:

– El castillo del conde de Nores se encuentra al otro lado de este bosque. Allí encontraréis a Liliana.

Y siguiendo las indicaciones de la anciana, tras dos días de camino por el interior de un bosque que les pareció interminable, al fin llegaron al castillo.

Cuando Windumanoth se halló ante su hermana, le resultó difícil reconocerla. Se encontraba ante su hermana mayor, aquella que la llevaba a atisbar tras los tapices de su casa el comportamiento de los hombres y, sin embargo, le pareció que se hallaba ante una mujer distinta, alguien que en absoluto se correspondía con la imagen que de ella guardaba Windumanoth.

Liliana se había convertido en un mujer robusta y, aunque conservaba su sonrisa abierta y su cálido abrazo había perdido algo que Windumanoth no atinaba a descubrir. Era algo que habitaba en su rostro, en sus gestos y en su forma de mover las manos. Ahora hablaba sin el menor rastro de ternura en su voz, y su mirada, o bien huía de la de su hermana pequeña, o bien se ocultaba bajo los párpados.

Cuando estuvieron a solas Liliana preguntó:

– ¿Quién es ese muchacho que viene contigo?

– Hermana, es el futuro Señor de Lines… Es mi guardián y mi protector.

Liliana la miró con una cierta sorpresa:

– Y eso, ¿qué significa?

Windumanoth no supo qué contestar, pero al fin, tras unos segundos de confusión, dijo:

– Es mi guardián… Y mi amigo.

Esta última palabra surgió de sus labios sin que apenas se diese cuenta, y adquirió una fuerza insospechada.

– Bien… Bien -dijo Liliana lentamente-. Veremos…

Windumanoth no comprendió lo que quiso decir con aquellas palabras. La inquietud regresó, y también la sospecha -casi una certeza- de que su hermana había dejado de ser, para siempre, la que ella recordaba.

– ¿Adónde os dirigís? -preguntó Liliana. Pero en su voz no había curiosidad. A Windumanoth le pareció más una amenaza, y dudó al contestar:

– Vamos hacia el Sur -dijo suavemente, intentando disimular el temor que las palabras de su hermana le causaban.

– ¿El Sur? Pero niña, ¿de qué estás hablando? -exclamó Liliana a la vez que soltaba una carcajada que resultó amarga y llena de decepción-. Querida niña, el Sur quedó atrás, ya no vivimos allí… Esto no es el Sur. Regresa allí donde te llevaron, y olvídate de esa ilusión.

Windumanoth contempló el rostro de Liliana y le pareció que era la primera vez que lo veía. Era un rostro espeso, quizá bello. Pero la hermosura que se intuía en aquellos rasgos era la belleza que deja el recuerdo. Únicamente conservaba el fugaz resplandor de su sonrisa, y Windumanoth pensó que acaso aquella sonrisa sería lo único que podría salvarla del paso del tiempo.

Fue en busca de Aranmanoth, y le dijo:

– Nos hemos equivocado; esto no es el Sur. Lo han perdido, vámonos de aquí…

Y, como si hubieran cometido un delito, huyeron al caer la noche.

Avanzaban o, quizá, retrocedían. Ellos no lo sabían, ni se daban cuenta de que, a menudo, se encontraban en el mismo lugar por el que días antes habían pasado.

El caballo desfallecía y, con su paso lento y fatigado, les pedía unas horas de descanso bajo la sombra de algún árbol. Ellos le acariciaban y decidían pasar la noche en el interior de algún bosque, bajo las hayas, o en alguna choza habitada por campesinos que tenían a bien acogerles.

Y fueran donde fueran, ellos siempre preguntaban por el camino que conducía al Sur.

Una noche, un anciano pastor que les dio cobijo les dijo:

– ¿De qué Sur habláis? Hay muchos lugares llamados así. Todo depende del lugar donde uno se encuentre.

Pero ellos no desistieron en su búsqueda y continuaron su camino.

Windumanoth seguía recordando, o imaginando, el Sur, convencida de que pronto lo encontrarían:

– Aranmanoth, no debemos hacer caso de lo que la gente nos dice. Estamos cerca. Yo sé que estamos cerca…

Una calurosa mañana en la que las fuerzas parecían abandonarles, Windumanoth recordó a su hermana Sira.

– Mi padre decidió enviarla al monasterio de las Damas Grises -le contaba a Aranmanoth-. Sira era una muchacha extraña. No era bella, pero conocía historias verdaderamente hermosas. Solía pasarse las horas encerrada en su alcoba rodeada de libros. Decía que en ellos se hallaban todos los misterios del mundo, los más maravillosos, y también las respuestas a todas las preguntas. Supongo que por eso mi padre decidió recluirla en un monasterio.