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Entonces, Windumanoth pensó que quizá Sira podría ayudarles a encontrar el Sur, y exclamó:

_¡Aranmanoth, vayamos en busca de mi hermana Sira!

Y así lo hicieron. Preguntaron a cuantos encontraron por el monasterio de las Damas Grises, y se sorprendieron al comprobar que Sira se había convertido en una mujer muy conocida en aquellas tierras. Era la abadesa del convento y tenía fama de ser una mujer sabia.

Se encontraban ya muy cerca del monasterio cuando Windumanoth comenzó a reconocer aquel paisaje. Las suaves colinas y los viñedos con que de vez en cuando se tropezaban trajeron a su memoria el aroma y el viento cálido de sus primeros años. Vieron un molino a lo lejos, y gentes que labraban la tierra y que levantaban la cabeza al verlos pasar, extrañados y maravillados ante la belleza de aquellos dos jóvenes. Sus ropas, aunque deterioradas, despertaban en quienes las veían curiosidad y un cierto recelo, y quizá por eso no dejaban de mirarles hasta que los muchachos se perdían más allá de donde alcanzaban sus ojos. «¿Quiénes serán?», se preguntaban. «Deben de venir desde muy lejos», decían mientras buscaban en el horizonte la respuesta a sus preguntas y sospechas. Sólo encontraban los rayos del sol cegándoles y obligándoles a agachar la cabeza.

Cuando llegaron al monasterio, descubrieron lo difícil que es acceder y acercarse a las personas que tienen poder. Windumanoth se presentó como la hermana pequeña de la abadesa, y Aranmanoth como su caballero, pero tuvieron que esperar durante varias horas antes de que Sira les recibiera.

Al fin, la abadesa ordenó pasar a Windumanoth. La esperaba con los brazos abiertos, como hiciera también Liliana, pero inmediatamente Windumanoth se dio cuenta de que tampoco ahora encontraba el cariño y la ternura que ella recordaba. De todos modos eran unos brazos abiertos y fue hacia ellos empujada por un deseo de cobijo y, quizá, de comprensión.

– Hermana -murmuró-, vengo a ti en busca…

Y se interrumpió inesperadamente porque de pronto la palabra «Sur» le parecía una palabra prohibida, proscrita, como si no fuera posible pronunciarla sin sentirse culpable y humillada.

– Sea lo que sea lo que andas buscando, yo te ayudaré a encontrarlo -dijo firmemente la abadesa.

Windumanoth supo entonces que aquella mujer fuerte y segura que le hablaba no se parecía en nada a su hermana Sira. Ella la recordaba saliendo de su alcoba con los ojos encendidos tras la lectura de algún libro antiguo y misterioso. Sin embargo ya no era la joven que la aleccionaba y aconsejaba cuando Windumanoth. tenía miedo de la oscuridad, o quien le contaba interminables historias y le describía paisajes desconocidos en los que ocurrían las más increíbles aventuras. Era la abadesa quien hablaba, una mujer de pocas y firmes palabras, acostumbrada a mandar y a decidir, una mujer solitaria que había aprendido a protegerse de la ternura y el afecto guardándolos en algún lugar de sí misma hasta hacerlos desaparecer.

– Estamos buscando el Sur -dijo Windumanoth temerosa de la respuesta que comenzaba a intuir.

Entonces Sira miró a su hermana pequeña con tristeza y dijo:

– El Sur no existe.

Y Windumanoth sintió que el mundo se desplomaba sobre ella, o al menos la parte del mundo que verdaderamente le importaba, y sólo llegó a murmurar:

– ¿Por qué?

– Yo no lo sé. Lo único que puedo decirte es que eso que tú llamas el Sur no es una realidad. Y tampoco lo son tus sueños ni tus recuerdos. La vida, querida hermana, no es más que una trampa.

Windumanoth vio que una lágrima petrificada luchaba por escapar de los ojos de su hermana. Era una lágrima brillante, como de cristal, que debió de brotar de sus más escondidos sentimientos y que se deslizaba lentamente por una de sus mejillas.

– Vete de aquí, querida niña, vuelve al lugar de donde vienes y deja de buscar imposibles.

Windumanoth se reunió con Aranmanoth que la esperaba impaciente en el exterior del monasterio.

– Salgamos de aquí. Sira tampoco conoce el camino que hemos de seguir -dijo.

Y sus palabras iban cargadas de tanta tristeza y decepción que Aranmanoth no se atrevió a preguntar nada más. La ayudó a montar en el caballo y se alejaron de aquel lugar sin que nadie les despidiera ni les viera partir. únicamente el sol, que comenzaba a ocultarse en el horizonte, les vio proseguir su camino.

Capítulo X

Desde el día en que abandonaron el monasterio de las Damas Grises, Aranmanoth supo lo que era la desolación. Avanzaban por tierras desconocidas que nada tenían que ver con lo que buscaban y

esperaban encontrar en el Sur y, en silencio, escuchaba el llanto de Windurnanoth sobre sus hombros.

– No llores -le dijo una vez tras detenerse junto a un arroyo-. Windumanoth, no llores, encontraremos lo que buscamos. Estamos cerca, muy cerca…

Estaban sentados junto al arroyo y se miraron en él. En aquel momento vieron a dos criaturas que, sin ser completamente desconocidas, eran diferentes a cuanto creían ser.

Tanto se sorprendieron que, inmediatamente y los dos a la vez, apartaron sus ojos del río y miraron a su alrededor. Entonces se dieron cuenta de que todo se había transformado. La luz que se filtraba a través de los árboles era diferente y les iluminaba con una intensidad desconocida.

Y fue entonces cuando Aranmanoth oyó el rumor de una cascada.

La cascada le llamaba con palabras que sólo él podía comprender. En aquel instante sintió que todo su cuerpo tembló. Tenía ganas de reír y de llorar a un tiempo, y se supo arrastrado por aquella voz nacida del agua.

– Vayamos al manantial -dijo Aranmanoth agarrando de la mano a Windumanoth.

Y corrieron hacia la pequeña cascada con todo el entusiasmo de quienes intuyen que la felicidad está cerca, más de lo que jamás hubieran imaginado.

Hacía tanto calor que, sin apenas darse cuenta, se fueron desnudando. Y así, el uno frente al otro, con las manos unidas, se adentraron en la cascada. Se abrazaron bajo el torrente luminoso del agua y descubrieron cuán hermoso y placentero puede llegar a ser un cuerpo amado cuando se acaricia. Conocieron lo que es y será, por los siglos de los siglos, el encuentro con la vida, por más que dicho encuentro tenga lugar en un único y fugaz instante. Lo que les estaba ocurriendo, bajo la luz y el agua, era como el bosque, como el viento que arrancaba voces de la hierba y, en definitiva, como ellos mismos.

Cuando salieron de la cascada se vieron reflejados en las aguas del manantial y se dieron cuenta de que toda la luz del sol caía sobre sus cuerpos. Ellos no lo sabían, pero lo que les había sucedido era la repetición de aquel día, lejano pero inolvidable, en que el joven Orso, el actual Señor de Lines, se encontró con el hada del manantial.

Aranmanoth y Windumanoth salieron del agua y se contemplaron el uno al otro como si se vieran por vez primera. Había tanta alegría en ellos que apenas podían contener la risa. Por sus cuerpos resbalaban las gotas de agua, y se detenían en sus pestañas, en el vello, y en el borde de sus largos cabellos, ahora convertidos en una masa espesa. De ellos caían diminutas cascadas que se deslizaban por sus hombros.

Y entonces se tendieron en la hierba, el uno en brazos del otro, y de nuevo se encontraron y sintieron que se conocían, o se reconocían, desde un tiempo tan remoto como nuevo, tan dilatado como fugaz. Rodaron suavemente enlazados, sus labios y sus cuerpos tan unidos que parecía que nunca podrían separarse.