– ¿Adónde habrá ido? -se preguntaban.
Las riacheras negras volvían a formar parte de sus vidas. Las veían bajar, como flechas blanquinegras, hacia el río en busca de comida. Contemplaban su vuelo y la sonrisa aparecía en sus rostros cansados.
Una mañana, cuando apenas había asomado el sol tras las colinas, Aranmanoth escuchó el canto de un mirlo. Se habían dormido bajo un gran moral, y el muchacho se incorporó y vio cómo el cansado caballo les abandonaba. Despacio, pero inexorablemente, se alejaba de ellos en dirección a los bosques que de nuevo les rodeaban, cada vez más espesos.
Sin detenerle, Aranmanoth contempló el lento y fatigado caminar de su viejo amigo que, poco a poco, se iba haciendo más pequeño ante su mirada. El caballo se internó en la espesura del bosque para no regresar jamás. La alta hierba del prado que se extendía frente a los bos~ ques iba doblándose, como si un gran pesar la agitase. «La hierba llora», pensó Aranmanoth. «Pero no sólo llora por nuestra separación, la hierba está llorando por algo aún más triste…», se dijo.
En aquel momento, Windumanoth se desperezó y abrió los ojos. El sol ya se había apoderado completamente del cielo, y deslumbrada, protegió su rostro con las manos. Pero sonrió cuando vio a Aranmanoth junto a ella.
Y fue entonces cuando se apercibieron de que, nuevamente, la hierba se doblaba bajo las pisadas de una criatura que se dirigía hacia ellos.
Unos ladridos que eran como los estallidos de un gozo largamente esperado llenaron el aire de aquella mañana. El joven cachorro que dejaron en Lines se había convertido en un lobo adulto y hermoso.
Se abalanzó sobre ellos y, lamiéndoles la cara y las manos, daba saltos de alegría a su alrededor.
– ¡Es Aranwin! -gritó Windumanoth.
Y los dos se dieron cuenta de que, verdaderamente, regresaban al lugar que su memoria retenía como bello, lleno de esperanza y alejado de la crueldad que habían conocido en su búsqueda imposible del Sur. Se sentaron entre las altas hierbas y por sus mentes tan sólo se cruzaban las palabras alegría y reencuentro.
Capítulo XIII
E1 Conde, en ocasiones, se alojaba en la casa del Señor de Lines. Esto, sobre todo, ocurría en épocas de caza, puesto que aquellas tierras, y en concreto sus bosques, eran ricos en aquellas especies de animales que más atraían a los cazadores.
Sin embargo, esta vez, el Conde anunció su visita en época totalmente inadecuada para cacerías. Orso comprendió de inmediato que la que ahora se preparaba era la de dos jóvenes criminales: su hijo y su esposa.
Tiempo atrás, el Conde había sido un joven apuesto, quizá hermoso en su misma rudeza, pero en la actualidad era un hombre envejecido, más que por los años, por su propio carácter. Lo cierto es que últimamente había engordado demasiado, sobre todo de cintura para abajo, lo que le daba cierto parecido a una enorme pera, ni muy madura, ni muy verde. Su cabello, otrora rojo y rizado, se había convertido en una rala corona en torno a una calva salpicada de manchas rosadas y marrones, como su misma faz. Ocultaba su calvicie con grandes sombreros de piel, pero no podía esconder el amarillento y manchado rostro donde cada vez parecían alejarse más uno de otro sus ojillos redondos y rojizos, como suelen ser los de las gallinas. Y sin embargo, conservaba su empaque y su altivez, y seguía provocando respeto en cuantos le miraban.
– Orso querido -dijo mientras descabalgaba, deteniendo con un gesto el inicio de reverencia con que Orso se disponía a recibirle.
Estaban así, frente a frente en el patio de armas, los dos escondiendo sus sentimientos y sonriéndose.
El Conde sentía una sincera predilección por Orso, quién sabe por qué razón, pues Orso tan sólo se había distinguido hasta entonces por su nobleza y lealtad más que por sus dotes guerreras. Pero no había duda de que era un vasallo cómodo, servicial y bastante gentil en su trato.
– Orso querido -repitió, mostrando en su sonrisa, no carente de cierto encanto, todos los dientes que le quedaban, fuertes y amarillentos. Y posando un dedo que parecía de hierro sobre el omóplato derecho de Orso, el Conde le empujó y le marcó el camino que había trazado para él.
Un estremecimiento imposible de sofocar se adueñó del Señor de Lines quien, en aquel instante, revivió los latigazos en su espalda. Mientras ascendían por las escaleras que conducían a su cámara, Orso palpó suavemente sus mejillas y sintió la rugosa cicatriz que le cruzaba el rostro. «¿Por qué?, ¿para qué?», se preguntó. Y otro largo y doloroso interrogante se abría paso en su mente: «Dios mío, ¿qué he hecho con mi juventud?, ¿a qué o a quién la he entregado?». Éstas eran preguntas a las que Orso no podía responder, y sintió, de pronto, que lo único que en su memoria aparecía con una cierta claridad y belleza era el resplandor de aquella cascada que, como un destello o una sospecha, se revelaba como el sentido de su vida.
Se instalaron en la cámara de Orso, uno frente al otro, sentados en los no demasiado cómodos sillones que la adornaban.
El sol era ya tan rey, tan poderoso y suntuoso sobre la tierra, que nadie se hubiese atrevido a alzar su mirada hacia él. Y entonces retornó a Orso la imagen deslumbrante de los trigos esperando la siega, el ardor de las ortigas y el rumor agudo de la piedra que afila las hoces.
Orso ordenó que les trajeran bebidas frías y ambos llenaron sus copas de un agua cristalina que brillaba entre los dos. Y entonces dijo el Conde:
– Orso, sabes muy bien por qué estoy aquí. He de decirte algo muy importante que tú desconoces. Tu esposa y Aranmanoth deben ser castigados porque han manchado tu honor. Pero hay un problema: sabes que mis relaciones con la abadesa del monasterio de las Damas Grises, la hermana de tu esposa, son muy tensas. Nuestras disputas fueron las que motivaron mi decisión de destruir todas aquellas tierras. El hecho, querido Orso, es que tu esposa debe morir sin escándalo puesto que, de otro modo, nuestros intereses podrían verse perjudicados. Su desaparición jamás deberá relacionarse con tu hijo Aranmanoth -y aquí el Conde se interrumpió y mirando a Orso fijamente le preguntó-: Porque es tu hijo, ¿verdad?
– Lo es -dijo entonces Orso. Y se extrañó de la calma que surgía de su voz cuando todo su ser ardía como el mismo sol que parecía observarles desde el cielo.
– Sea como sea -continuó el Conde-, el muchacho será decapitado para limpiar tu honor. Pero ella ha de morir en secreto. Así conseguiremos que Aranmanoth se presente ante todos como el causante de una doble ofensa: te arrebató a tu esposa y la asesinó para no dejar huellas de su delito.
Entonces a Orso le pareció que las palabras del Conde desaparecían en sus oídos. Él sólo veía su boca, su sonrisa de dientes espaciados y amarillos, y la curvatura de sus labios modulando sonidos que él no escuchaba.
Sólo cuando el Conde dijo que había enviado a sus gentes en busca de los dos fugitivos pero que, al parecer, no habían logrado encontrarlos, Orso pareció volver en sí.
El Conde decidió permanecer en la casa. Según dijo, era a él a quien le correspondía juzgar y condenar a Aranmanoth que, tarde o temprano, por propia voluntad o a la fuerza, regresaría a la mansión del Señor de Lines.
Pero transcurrieron días y semanas sin que los dos jóvenes aparecieran ni llegaran noticias anunciando que, al fin, habían sido hallados.