Выбрать главу

El niño estaba al lado de su padre cuando, a lo lejos, divisaron a la joven prometida. Orso buscó los ojos azules de su hijo y le preguntó tembloroso:

– Aranmanoth, hijo mío, dime qué debo hacer.

Pero Aranmanoth no dijo nada.

Y Orso sintió alivio e inquietud ante el silencio de su hijo.

Era una tarde de otoño, cuando los bosques aparecen encendidos por el último sol. Rojos, dorados y de un suave castaño se extendían como un manto sobre la tierra.

Padre e hijo permanecieron inmóviles y en silencio mientras observaban cómo aquella niña se acercaba lentamente a su nueva casa. En ambos se había instalado una sobrecogedora emoción que les impedía hablar. Orso apretó entre la suya la pequeña mano de Aranmanoth y así estuvieron largo rato, intuyendo quizá, cada uno'a su modo, que algo parecido a una despedida llegaba ahora hasta ellos.

La niña parecía demasiado erguida sobre su caballo., tal vez a causa del temor a desvelar su fragilidad. Entraba en una tierra desconocida, entre gentes desconocidas, y su corazón temblaba. Venía de un país de suaves colinas, allí donde el Gran Río aparecía bordeado de viñas y el aire esparcía al resplandor del sol el dulce aroma del mosto mezclado con el color de la miel. Ahora, en cambio, la recibía, y parecía espiarla, un país erizado de bosques, bordeado y cruzado por grandes montañas; y regresaban a su memoria historias de lobos. Lobos que jamás había visto en las tierras del sur, pero de los que, en voz de cuentos de nodrizas, imaginaba su ferocidad y su acecho.

Cuando Orso, apeándola de su montura, la tomó entre sus brazos y la miró a los ojos, la niña se tranquilizó. Y no porque aquel hombre grande y desconocido le inspirara confianza, sino porque, de pronto, como el sol que atraviesa el ramaje de un oscuro bosque, su mirada le devolvió un destello de la mirada que tantas veces había visto en su padre. Este, al contrario de otros señores, tenía para ella una suavidad que en nadie había conocido. Y así fue como, súbitamente, guiada por un recuerdo y por una ternura recuperados ante tanto temor, rodeó el cuello de Orso con los brazos y dejó que las lágrimas, demasiado tiempo retenidas, brotaran de sus ojos. Sólo los oídos del señor de Lines, muy próximos a los labios de la niña, oyeron murmurar una palabra:

– Padre…

Orso depositó a la niña en el suelo con cuanta delicadeza le era posible. Aun así sus manos temblaban.

– Señora -dijo-, os confío en manos de vuestras doncellas.

Y, como si el antiguo susurro del Manantial regresara a través de espesuras de egoísmo, mezquindad, cobardía, y, en fin, de tanta ignorancia con que poco a poco fuera apagando el recuerdo de aquel día en que tuvo lugar su encuentro con la más joven de las hadas, Orso creyó reencontrar una voz y, con la mayor dulzura de que era capaz, acarició el cabello de la niña, y dijo:

– Mejor, os confío al más noble y fiel guardián que pudierais imaginar: mi hijo Aranmanoth.

Se volvió hacia él y tomó su mano:

– Éste es mi hijo querido, el tesoro más preciado de mi corazón. Su nombre es Aranmanoth, que significa Mes de las Espigas: el tiempo en que fue concebido. Y será tu hermano, tu Guardián, hasta el día en que nuestro matrimonio pueda consumarse…

Orso se detuvo un instante, confuso, y al fin añadió:

_… según las leyes de la naturaleza.

Aranmanoth estaba a su lado, como de costumbre, quieto y en silencio. Pero había en el aire una sonrisa, tan sutil, que no distendía sus labios; sólo revoloteaba en el azul de sus ojos, y era tan leve como el temblor de una libélula sobre el agua. Se inclinó graciosamente y, ante la sorpresa de su padre y de cuantos le rodeaban, habló. Y lo que dijo fue:

– Me llenaría de gozo conocer el nombre de nuestra nueva Señora.

– Es verdad -Orso parecia sorprendido-. ¿Cómo pude olvidarlo?

– Mi nombre es Lie -dijo la niña casi en un susurro.

– ¿Lie? -la vieja voz de nuevo llegaba a Orso y se confundía con sus pensamientos-. Olí, no, ése no es tu verdadero nombre. Aranmanoth, ¿sabes tú cómo debemos llamarla de ahora en adelante?

Y ocurrió que, de pronto, toda la luz del otoño con sus más encendidos colores se apoderó de la niña. Y lenta y suavemente, como tenía por costumbre, habló Aranmanoth:

– No es que debamos bautizarla de nuevo, es que siempre, desde siempre y para siempre, se llama Windumanoth, que significa Mes de las Vendimias. Tan verdad es como que mí nombre es Aranmanoth, Mes de las Espigas.

En aquel momento, un ave grande y desconocida cruzó el cielo, y su sombra se arrastró de un extremo a otro del patio hasta desaparecer. Nadie, excepto Aranmanoth y Windumanoth se apercibieron de ello, y levantaron al mismo tiempo la cabeza al cielo, y la inclinaron luego al suelo hasta que ave y sombra desaparecieron.

A partir de entonces, todo fueron festejos y alegría. Las doncellas se apoderaron de Windumanoth y la llevaron a sus habitaciones. Eran amables, cariñosas, y poco a poco, la niña fue calmando su extrañeza y sus temores.

Aranmanoth caminaba junto a su padre hacia el interior de la casa. La cabeza ligeramente inclinada del niño le hacía parecer frágil y desconcertado. Lo cierto es que no comprendía bien cuanto sucedía a su alrededor y así, acercándose aún más a su padre y tirando con suavidad del extremo de la manga, le preguntó:

– ¿Por qué es preciso que contraigas matrimonio?

Orso se volvió hacia su hijo, acarició sus cabellos y le dijo suspirando:

– ¡Ay, hijo mío! Porque éstas son las leyes, y las condiciones, y las obligaciones que debo cumplir si deseo continuar y engrandecer mi estirpe. Tú no sabes todavía de esas cosas, pero quizá algún día las entenderás y respetarás.

Aranmanoth miró a su padre a los ojos y a Orso le pareció que en aquella mirada brillaba una luz diferente y desconocida -quizá la luz de la oscuridad- que se interpusiera entre el sol y la tierra.

Pero Aranmanoth no dijo nada más y se retiró.