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– He tenido cinco hijos varones, y no me quejo de ellos, pues otros conozco mucho peores. El que más o el que menos es robusto, aceptablemente valiente y mode~ radamente insensato. Pero he tenido tres hijas, y ellas, mal que me pese y no sea bien visto, lo cierto es que ganaron mi corazón. La mayor, mi queridísima Liliana -y aquí una lágrima inoportuna y delatora asomó a su ojo derecho, aunque no llegó a fluir- era alegre, robusta y llena de energía. Acaso un poquito excesiva, tanto en carácter como en temperamento, pero jamás hubo otra muchacha más llena de vida en toda la tierra que alcancen mis ojos. ¡Ah, sí, mi hija Líliana hubiera podido ser el mejor de mis caballeros…! Pero nació mujer y hubo que reprimir sus dotes, su fuerza y su inteligencia. Despertaba temor entre sus posibles pretendientes puesto que no era una doncella como las que estaban acostumbrados a tratar. Sin embargo, un día, el conde de Nores, un joven respetable v honrado, la vio y se prendó de ella. No era mal partido, y más aún teniendo en cuenta la escasa dote de Liliana, así que la casé con él. Sé que tu hermana lloró durante toda aquella noche en que le comuniqué mi decisión, pero creo que ésa fue la última vez que lo hizo. Y yo también he llorado a veces, porque, al salir de cacería por nuestras tierras, echo de menos su alta e imponente silueta en lo alto del torreón diciéndonos adiós y deseándonos suerte. Y en cuanto a Sira, mi segunda hija, poco futuro le aguardaba. Además de menuda y poco agraciada, había aprendido a leer y a escribir, y esto la convertía en una contestona bastante irascible y molesta. Nunca hubiera podido casarla correctamente, así que decidí ingresarla en el convento de las Damas Grises, donde, a buen seguro, llegará a convertirse en abadesa con el tiempo. Y ahora te toca a ti, mi preciosa hijita, la más querida. Dicen las malas lenguas que eres mi preferida porque al nacer tú, tu madre murió, y por ello he volcado toda mi ternura en tu persona. Las peores lenguas van mucho más lejos y aseguran que, gracias a ti, me libré de aquella arpía que fue tu madre, quien de entre todas las mujeres fue la más insidiosa, viperina, mordaz, egoísta, vanidosa y cruel de cuantas conocí. En suma, la máxima expresión de lo que puede significar la palabra insoportable.

Estas últimas confidencias no fueron pronunciadas por el padre de Windumanoth, tan sólo estaban escritas en su mente, en su memoria y en su rencor.

La niña contemplaba y escuchaba a su padre con gran atención. No llegaba a comprender la importancia de sus palabras, pero algo parecido a las nubes negras que esconden el sol y amenazan tormenta se había apoderado ya de sus hermosos ojos y -cómo no-de su corazón.

El padre de Windumanoth continuó hablando:

– Ahora, hija mía, partirás hacia el señorío de Lines, hacia el Norte. Allí te espera una nueva vida entre nuevas gentes que, de verdad lo espero, sabrán hacerte feliz.

Entonces levantó su mano al cielo, con el dedo índice enhiesto, y añadió:

– No me defraudes -y suspiró emocionado-. Ahora te entrego este anillo, el último de los tres que destiné a mis hijas. Tómalo, guárdalo y llévalo siempre contigo y, si algún día te hallas en un apuro y me necesitas, envíamelo y acudiré en tu ayuda.

Entregó el anillo a su hija -era un simple aro de oro sin adorno alguno-, pero no le explicó de qué manera, si es que llegaba el caso anunciado, podría la niña hacérselo llegar. Olvidos así eran frecuentes en aquellas tierras y entre tales gentes.

Cuando Windumanoth se levantó de la cama, su doncella le comunicó que el señor había partido. Había dejado una misiva para ella en manos de Aranmanoth, quien aguardaba a que ésta lo recibiera.

Una mezcla de pena por la partida de su esposo -a quien veía como un amigo en aquella tierra- y un pequeno e inconfesable alivio por hallarse libre de su presencia, se apoderó de ella sin saber si lo que sentía en aquel instante era temor o, simplemente, confusión.

Las dos muchachas dedicadas a su cuidado la bañaron, peinaron sus cabellos y la vistieron. Y mientras la acicalaban, ella miraba hacia las ventanas de sus aposentos, que daban a un hermoso huerto con un pozo en el centro. Las doncellas, que eran muy parlanchinas, le iban explicando:

– Señora, el huerto que hay más allá de estas ventanas es de tu pertenencia. Nadie puede penetrar ni hacer nada en él, ni siquiera los encargados de su cuidado, sin tu consentimiento. Claro que nosotras estamos liberadas de esta prohibición, siempre que tú lo permitas.

En aquel momento Windurnanoth estaba demasiado absorta en la contemplación de algo que estallaba en el alféizar de una de sus ventanas. Asi que se encogió de hombros, como si ninguna de esas cosas le importara, excepto aquella contemplación. Las doncellas se miraron la una a la otra, comprendieron que era el momento de dejarla sola y se retiraron.

Lo que llamaba la atención de Windumanoth era simplemente la luz. La luz de un otoño que hermanaba su niñez con la luz de la vendimia, allá en el Sur. Era una luz espesa, como miel, pero también invadida por un rojo encendido, como si en vez de en la mañana se hallase en el atardecer. Corrió entonces para asomarse a la ventana y vio, más allá del huerto y del pozo que se alzaba en su centro, la espesura de los bosques, su irresistible resplandor, la oscuridad luminosa de sus íntimos recintos. Los bosques de su tierra -los escasos bosques de su tierra- eran espaciados y dejaban entrar al sol libremente puesto que los claros abundaban en su interior. En cambio, aquí los árboles se enlazaban como muralla infranqueable. Y por primera vez, sintió verdadero miedo. La luz que la había atrapado hacía apenas un instante la conducía ahora a la contemplación de la oscuridad que nacía de aquellos bosques, como si anunciara la posesión de grandes y ocultos misterios en su interior. Windumanoth sentía terror de lo que sus ojos contemplaban y, más aún, de lo que imaginaba.

Abrió la puerta de su estancia y llamó a grandes voces a sus doncellas. Fue entonces cuando vio ante ella al joven Aranmanoth. Su sola presencia detuvo sus gritos y, de pronto, se sintió reconfortada.

– Ay, querido Aranmanoth -dijo intentando sonreír-. Me siento muy extraña en este lugar… Entra en mi cámara, te lo ruego, y hablemos un poco. Hablemos porque sé que traes una misiva para mí. Y porque eres mi guardián y también mi amigo.

Aranmanoth llevaba un cestillo en el brazo y parecía bastante confuso:

– Señora -dijo-, no sé si se puede definir como una misiva…, aunque yo, quizá, entienda su significado.

– ¿Qué es? -se interesó entonces ella. Y se precipitó hacia el cestillo, lo abrió y de él surgió un pequeño cachorro, tan pequeno que parecía recién nacido. Con un grito de alegría lo tomó en sus brazos y le prodigó caricias. Luego lo dejó en el suelo para contemplar cómo retozaba de aquí para allá, torpe y deliciosamente, sobre sus cortas patitas.

Los dos muchachos estuvieron largo rato jugando con el cachorro, mezclando risas, comentarios y exclamaciones, hasta que la barrera de protocolos que les separaba iba desapareciendo. Y, al poco, eran sólo un niño y una niña que se divertían con un animal.

– Dime -dijo, al fin, Windumanoth sentándose en el suelo y recogiéndose los rizos que, entre juegos, se habían desparramado por su frente-, ¿de qué raza es este cachorrillo?

– Es un lobo -dijo plácidamente Aranmanoth-. Mi padre cazó a su madre que, según dicen, era de la raza más depredadora de estas tierras, pero sintió lástima de su cachorro y lo guardó para que fuera mi juguete…, en tanto no se convierta en un peligro.