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El campamento estaba varios kilómetros más allá de Vitoria, en una colina baja, pudimos ver desde muy lejos, en un páramo rodeado de vallas de alambre espinoso en cuya parte más elevada se veían las instalaciones militares, los campos de instrucción, los edificios de ladrillo de las compañías, con su monotonía de arquitectura penitenciaria, el solitario pabellón donde habitaba el coronel, con la bandera española ondeando en lo más alto, batida por el viento feroz, como un desafío triste y fantasmal a la llanura desierta, pedregosa y estéril que iba a ser durante varias semanas el único paisaje de nuestras vidas.

Policías militares con metralletas vigilaban la puerta de entrada, que recuerdo dominada por una torre metálica con reflectores. En una explanada muy grande y casi a oscuras bajamos de los autobuses y nos hicieron formar, con los mismos gritos y malos modos de la primera vez, una monotonía de órdenes que ya empezábamos a cumplir con el sonambulismo de la obediencia automática. Pero en medio de aquella extrañeza, de la fatiga, del aturdimiento, en aquella explanada en la que otros soldados nos hacían alinearnos a empujones y en la que nosotros mismos nos sentíamos desterrados de nuestras vidas anteriores, el primer signo indudable de que ya estábamos en el ejército fue el olor inmundo que el viento traía desde las cocinas. Ese olor yo lo conocía de antes, de una sola vez en un solo lugar, en marzo de 1974, en Madrid, en los sótanos de la Dirección General de Seguridad, y era el olor infame de la comida de las cárceles.

V.

Había que aprenderlo todo y que olvidarlo todo: había que aprender otra geografía, otra Historia, casi un nuevo idioma en el que las palabras habituales significaban cosas desconocidas hasta entonces y en el que a veces se perdía el uso de la misma articulación inteligible; había que familiarizarse con un universo infinitamente detallado de valores y gestos, de signos, de códigos morales, de tareas y ritos que modulaban y cuadriculaban las horas del día, de nombres propios que más allá de las alambradas no conocía nadie y que en aquel reino donde acabábamos de entrar se pronunciaban con reverencia idólatra; había que retroceder ideológicamente en el tiempo no sólo hasta los años aún recientes del franquismo, sino mucho más atrás, hasta una arqueología polvorienta del heroísmo y el sacrificio y el todo por la patria, había que olvidarse de lo que uno sabía cuando llegaba al campamento y que inscribir en ese espacio borrado las nuevas normas y las nuevas costumbres, todo, desde lo más grandioso a lo más ínfimo, desde la manera de atarse los cordones de las botas hasta el principio físico en virtud del cual la deflagración de los gases en la recámara del fusil producía el disparo, desde el nombre de una pieza ínfima de la granada de mano al del capitán general de la Sexta Región Militar, que era a la que nos había llevado nuestro infortunio.

Había que olvidar los frágiles derechos civiles recién adquiridos y aprender a resignarse de nuevo a la obediencia absoluta, y a vestirse y a caminar de otro modo y hasta a llamarse de otro modo: yo tenía que olvidar mi nombre y mis apellidos y aprender que cuando el instructor llamaba a Jaén-54 en la última formación de la noche, la de la lista de retreta, era a mí a quien se refería, y era preciso que me pusiera firme, que juntara los talones con un taconazo y gritara bien alto y levantando el pecho: «¡Presente!».

Al principio, a los más distraídos se les olvidaba su matrícula, y tenían que llamarlos varias veces antes de que cayeran en la cuenta de que se referían a ellos, y cuando por fin contestaban los instructores se reían con la saña excesiva del que disfruta sobre todo de los errores y los percances ajenos y les llamaban empanaos, palabra que según aprendimos muy pronto era de las de uso más frecuente y de significado más peligroso en el vocabulario de aquel Centro de Instrucción de Reclutas, en el idioma que desde aquella primera noche nos era preciso aprender: estar empanao era estar como estábamos casi todos nosotros al llegar, atontado, sin norte, sin enterarse de nada, sin obedecer con prontitud a las órdenes o sin ejercitar la mala leche o la mala idea necesarias para prevalecer sobre otros.

A algunos empanaos se les veía enseguida que iban a permanecer en tal estado de inocencia o de idiotez a lo largo de toda la mili, incluso de toda la vida, con una mantecosa empanada en el cerebro que solía corresponderse con la torpeza física y la medrosidad del ánimo, y nunca aprendían a marcar el paso ni a guiñar el ojo para disparar el fusil, y llegaban los últimos a las formaciones y cualquiera les robaba la gorra, de modo que casi monopolizaban los arrestos y acababan en la ignominia del pelotón de los torpes, y los instructores y los veteranos, incluso algún sargento de campechanía soldadesca, les vaticinaban con más desprecio que misericordia:

– Lo llevas claro tú, chaval.

Que uno lo llevaba claro era lo peor que le podían decir, la amenaza más ominosa, por ser la más general y la más imprecisa: llevarlo claro era una consecuencia de estar empanao, pero también se decía que lo llevaban claro los reclutas más díscolos, los que se atrevían a hacerles frente a los instructores o simplemente no obedecían con una velocidad abyecta cualquier orden de cualquier superior, fuera éste un oficial o nada más que un cabo o un soldado con algunos meses de veteranía y una precoz vocación de humillar: a estos, a los díscolos, se les llamaba amontonaos, y así resultaba que nada más ingresar en el ejército ya aprendíamos una nueva clasificación de los seres humanos, que no se dividían en apolíneos y en dionisiacos, ni en aristotélicos o platónicos, ni siquiera en pobres y ricos: se nacía, se era, amontonao o empanao, y aquel era un destino inquebrantable, se daba uno cuenta entonces, no sólo en la mili, sino en la vida, en lo que los militares llamaban con distancia y desdén la vida civil.

Ser un amontonao resultaba casi peor que estar empanao y prometía un futuro militar no menos siniestro: amontonarse era sublevarse, llevar la contraria, no sucumbir a una docilidad instantánea y perfecta cada vez que un superior se dirigía a nosotros. Había un amontonamiento colectivo que era el de la propia brutalidad automática, el del gregarismo feroz en el que nos sumergíamos y al que nos sumábamos a menos que la inteligencia supiera mantener una mezcla de lucidez y dignidad imposible: era el amontonamiento de las curdas berreantes los fines de semana, o el de la chusma de veteranos que se conjuraba para amargarles la vida a los reclutas con las novatadas, y ese amontonamiento, aunque recibía amenazas de castigo que muy pocas veces llegaban a la realidad, era en el fondo tolerado por nuestros superiores, que lo conceptuaban tal vez de inevitable inmersión en la hombría.

En el amontonao solitario había un punto arriesgado de gallardía y de gamberrismo, sobre todo si llegaba con un pasado de mala vida y delincuencia juvenil, y estaba siempre entre el calabozo y el respeto, entre la admiración de los ruines y el temor de los empanados, y algunas veces al filo del consejo de guerra, pero no era infrecuente que a las pocas semanas el amontonao descubriera en sí mismo una rabiosa vocación militar y acabara presentándose para legionario o paracaidista. El empanao sobrellevaba sin dignidad su empanamiento y no gozaba de la simpatía ni de la solidaridad de nadie, ni de los que estaban tan empanados como él, y vivía tan asustado por los reclutas de vocación amontonada como por los instructores, que se lo quedaban mirando con una mezcla de burla, de lástima y desprecio y repetían siempre lo mismo:

– Lo llevas claro tú, chaval. No sabes la mili que te espera.

Era la verdad: no sabíamos lo que nos esperaba, no sabíamos nada de nada. Nos oíamos llamar bichos o conejos por los temibles veteranos de mirada despectiva y sucios uniformes de faena que habían acudido a la entrada del campamento para vernos llegar, nos contaban y nos pasaban lista, nos dividían en grupos y nos guiaban hasta el barracón de ladrillo de nuestra compañía, y no sabíamos qué iba a pasarnos a continuación ni poseíamos nada, nada más que nuestro petate, nuestra experiencia inútil del lejano mundo exterior y nuestras tristes ropas civiles, de las que nos despojarían a la mañana siguiente para entregarnos los uniformes un poco antes de que nos pusieran en fila para raparnos la cabeza con grandes tijeras de esquilar.