Nos aterraba todo, al menos a los más pusilánimes, a los vocacionalmente empanaos, los que nos remontábamos en la memoria de nuestro empanamiento hasta los días lúgubres del colegio de curas, al que nos parecía de pronto que regresábamos, no con once o doce años, sino con más de veinte, como si nos hubieran abolido de pronto los privilegios modestos de la vida adulta y nos devolvieran a lo peor de la primera adolescencia.
Igual que en el colegio, aquella primera noche de nuestra llegada nos aturdía la incertidumbre de las órdenes, la falta absoluta y brusca de puntos de referencia, el desconocimiento de los lugares por donde no nos atrevíamos a dispersarnos, la incapacidad de comprender el significado de los galones, de las estrellas, de los toques de corneta, de las insignias en las solapas de las guerreras. Nos agruparon delante de la compañía, nos hicieron formar otra vez y numerarnos, nos volvieron a pasar lista, nos ordenaron descanso y rompan filas y la mayor parte de nosotros no nos atrevimos a movernos, volvieron a gritar, repitieron nuestros nombres y nos asignaron a cada uno la matrícula que llevaríamos desde entonces, así como el número de nuestra taquilla y de nuestra litera, y cuando hacia las diez y media pasaron lista por última vez ya obedecíamos mecanizados por la monotonía del agotamiento.
A las once en punto, en cuanto sonara el toque de silencio y se apagaran las luces, quien no estuviera acostado lo llevaría claro, le iban a meter un puro, un retén, una tercera imaginaria, una semana entera de cocinas: la mayor parte de las palabras que habíamos traído con nosotros ahora eran inútiles, pero aún no dominábamos el nuevo idioma que nada más ingresar en el campamento habíamos empezado a aprender, así que también vivíamos en una niebla de empanamiento verbal agravada por nuestra ignorancia de todos los demás signos y contraseñas de aquel mundo: no sabíamos lo que era un retén ni lo que era el chopo, ni el grado de suplicio que se escondía en el castigo de que le metieran a uno una cocina, pero tampoco comprendíamos los gritos inarticulados que subrayaban como signos de interjección cada orden y que recibían el nombre técnico de voces ejecutivas: gritaban, por ejemplo, «¡cubrirse!», y nuestro empanamiento y nuestra ignorancia nos impulsaban a levantar el brazo derecho y a posar la mano sobre el hombro de quien teníamos delante, y entonces el instructor montaba en cólera, pues resultaba que no habíamos sabido obedecer, que una orden sólo se cumple cuando ha sido enfatizada por la voz ejecutiva, que solía imitar las variedades más roncas y guturales del ladrido y era como la rúbrica definitiva de la autoridad.
El dormitorio era una nave muy larga, con una fila de dobles literas metálicas a lo largo de cada pared, bajo ventanas horizontales y enrejadas, tan altas que resultaban inaccesibles. Las taquillas y los barrotes de las literas eran del mismo color gris manchado de óxido, y el suelo de cemento. En la pared del vestíbulo estaba colgado un cuadro con la efigie y con el testamento del general Franco.
Me metí en la cama sin quitarme los calcetines ni la camisa, tiritando de frío, aunque sólo era octubre, guardé mi petate en la taquilla y la aseguré con el candado, atándome la llave a un cordón que me colgué del cuello, según la inveterada y recién adquirida costumbre militar. El interior de la taquilla olía como el del petate, pero de ese olor ya no me quedaba escapatoria, porque estaba sumergiéndome en él, en el olor colectivo de todos nosotros, no sólo los doscientos reclutas de la 31a compañía, sino los dos o tres mil del Centro de Instrucción de Reclutas número 11, que en ese mismo momento, en cada uno de los barracones alineados en la cima ventosa de la colina de Gamarra, nos cobijábamos por primera vez en las sábanas rígidas y frías de nuestras literas.
Dentro de todo, uno se metía en la cama no sin un cierto sentimiento de alivio, porque lo más temible, que era la ignorancia absoluta sobre lo que nos esperaba al llegar, ya había sucedido, y es probable que la confrontación con la realidad de un peligro imaginado durante mucho tiempo acabe siempre siendo tranquilizadora. Aún no eran las once de la noche, y en las siete horas y media que faltaban para el toque de diana me encontraría a salvo, disfrutando de un sueño que ya me pesaba en los párpados y en el que se me desvanecía la rareza de aquel lugar y el tumulto que me rodeaba, los gritos y las burlas no sólo de los instructores que se reían de nosotros y amenazaban con arrestos a los más rezagados, sino de aquellos reclutas vocacionales y felices que habían llegado al mismo tiempo que yo y que parecían prolongar infatigablemente la juerga de quintos jactanciosos y beodos que debieron de haber comenzado varios días atrás en sus pueblos:
– ¡Imaginaria, tráeme un plato, que se me ha roto un huevo!
– ¡Conejos, vais a morir!
– ¡Si pillara mi novia lo que tengo en la mano!
– ¡Imaginaria, agárrame la polla!
– ¡Aprovechad ahora, que mañana mismo empieza a hacer efecto el bromuro!
– ¡Os queda más mili que al palo de la bandera!
Leí unos minutos, pero se me cerraban los ojos, y enseguida se oyó el toque de silencio y se apagaron las luces fluorescentes del techo. No se hizo la oscuridad, porque al mismo tiempo se encendieron unas bombillas rojizas que permitían distinguirlo todo y que daban a los rostros y a las cosas una fantasmagoría anticipada de mal sueño. Aquella claridad como de cristales infrarrojos nos despojaba de la tiniebla íntima y confortable en la que se refugia uno antes de dormir: también había que aprender a no estar nunca solo y a salvo de las miradas de otros, hasta el extremo de que las duchas eran colectivas y los retretes no tenían puertas.
Apreté los párpados para defenderme de la luz inquisidora y rojiza y me pareció de pronto que acababa de dormirme y que el sueño denso y hondo en el que caí no había durado ni un instante. Sonaba la corneta, en la primera madrugada, se encendían violentamente las luces blancas del techo, y yo me desperté con un sobresalto de urgencia en el estómago y en el corazón, sin saber dónde estaba, tiritando de frío, aturdido por las voces de los instructores que nos llamaban a gritos, que iban entre las filas de literas apartando colchas y batiendo palmas para que nos levantáramos más rápido, para que saliéramos corriendo hacia la explanada que había delante del barracón, abrochándonos los pantalones, que a algunos se les caían y se les enredaban a las piernas haciéndolos tropezar, arrastrando los zapatos con los cordones desatados, queriendo protegernos del viento frío apenas con una camisa, lo único que habíamos tenido tiempo de ponernos encima.
Salíamos a formar y todavía era noche cerrada, nos empujábamos, medio dormidos, nos íbamos alineando mientras sonaba por segunda vez el toque de diana, procurábamos repetir el orden que nos habían asignado la noche anterior y acordarnos de nuestra matrícula, y ponernos firmes y gritar presente con la necesaria energía cuando los instructores nos llamaran. Estaban arriba, sobre una breve escalinata, junto a la puerta de la compañía, con las gorras caídas sobre la frente, los brazos cruzados o en jarras y las piernas separadas. Se erguían apenas a un metro por encima de nosotros, pero nos miraban desde la lejanía insalvable de la autoridad y el desdén, y nuestra inexperiencia y nuestro miedo, al proyectarse hacia ellos, los agrandaban y los volvían más temibles, como reflectores que exagerasen sus sombras proyectándolas contra un muro inclinado.
Por miedo a ellos nos poníamos firmes en el amanecer neblinoso y helado y nos cubríamos y gritábamos ¡Presente! e intentábamos dar media vuelta al unísono con torpeza patética y juntar los talones y golpearnos los costados con las palmas de las manos rígidas y abiertas, y apenas pasada la primera lista nos ordenaban firmes y descanso y firmes otra vez y rompan filas y los más experimentados ya lanzaban al hacerlo un grito que muy pronto aprenderíamos todos y repetiríamos al final de cada formación con un alivio unánime.
– ¡Aire!
Los instructores nos azuzaban para que nos diéramos prisa, nos empujaban, nos ordenaban que hiciéramos muy rápido las camas, que nos laváramos, que termináramos de vestirnos, porque muy pronto sonaría el toque para el desayuno, pero por mucha prisa que yo me diera no terminaba de hacer las cosas con un margen razonable de tiempo, y ya desde aquella primera madrugada me afligía la angustia de los últimos minutos, mi incapacidad de actuar con rapidez y eficacia, incluso mi falta de energía o de mala leche, mi empanamiento congénito, pues en los lavabos fui de los pocos que llegaron demasiado tarde para encontrar un grifo y un espejo libres, y cuando alguien me dejó su sitio vi que ya no me daba tiempo de afeitarme, o que había olvidado la crema en la taquilla, de modo que si volvía para buscarla iba a perder mi turno en el lavabo, o me iba a ver sorprendido por la llamada a formación en camiseta y con la cara llena de espuma, con la cuchilla de afeitar y la bolsa de aseo y la toalla en las manos…
Sonaba enseguida la corneta, provocando un nuevo sobresalto, una confusa desbandada entre los lavabos y las taquillas, entre el dormitorio y el patio, y el impulso cobarde e instantáneo de obedecer contrastaba con la imposibilidad de hacerlo tan rápido como se nos exigía, y se quedaba uno inmóvil, paralizado por la necesidad de hacer algo al mismo tiempo irrealizable y perentorio, y entonces se oían otra vez los gritos y las palmadas de los instructores que nos reclamaban para la segunda formación del día, la del desayuno, para un nuevo a cubrirse y firmes y media vuelta y descanso y firmes y derecha y paso de maniobra en dirección a los comedores.