Me acuerdo de los grupos compactos y alineados de hombres avanzando entre los edificios idénticos, bajo las luces amarillas de las esquinas y de las ventanas, con un punto de vaguedad tamizada de niebla, y del contraste entre el silencio que manteníamos todos y el ruido de nuestros pasos, varios miles de pisadas simultáneas sobre la grava y el asfalto, pisadas de botas militares y de calzados civiles arrastrándose con una mala gana de deportación.
Yo caminaba rodeado por un río de cabezas y de hombros moviéndose, de cabezas bajas por lo común y hombros abatidos, y conforme nos acercábamos a los comedores se hacía más intenso el mismo hedor que nos había recibido al llegar y empezaba a insinuarse hacia el este, en el cielo malva y nublado, sobre la llanura gris, una claridad azul de amanecer. El roce de la multitud y el ruido de los pasos tenía un efecto casi tan hipnótico como el de las órdenes otra vez repetidas, multiplicadas hasta una confusión de lenguas por los instructores de cada compañía, por los diferentes gritos o ladridos con que las rubricaban, alto, firmes, cubrirse, descanso, firmes otra vez, tal vez tres mil figuras erguidas y en sombras en una gran explanada donde apenas empezaba a debilitarse la noche, sometidas de antemano a una azarosa e involuntaria uniformidad que ni siquiera precisaba de ropas militares.
Había que subir una escalinata para entrar a los comedores, y cuando le llegaba el turno a cada compañía los instructores nos animaban a subir lo más aprisa que pudiéramos, sin mantener la formación, de modo que nos amontonábamos en las puertas demasiado estrechas para que cupiéramos todos y teníamos que abrirnos paso a patadas y a codazos para llegar cuanto antes a una mesa y encontrar sitio, y una vez allí, en medio de un escándalo de pasos, voces, órdenes, ruido de cubiertos, todo amplificado por las resonancias del techo demasiado bajo para un espacio tan grande, había que emprender otra disputa, pues no parecía que hubiera bandejas de bollos ni porciones de mantequilla para todos, y era preciso de nuevo armarse de arrojo, de velocidad, de mala idea para que no lo dejaran a uno sin desayunar, y una vez conseguido el pan, el café, la mantequilla, el azúcar y el cubierto había también que comer cuanto antes, pues al cabo de unos pocos minutos sonaba la corneta, esta vez dentro del mismo comedor, y nos gritaban que nos pusiéramos de pie, firmes delante de las mesas, y que saliéramos en fila de los comedores para formar de nuevo, ya idiotizados por el estupor de la obediencia, apacentados por los instructores, conducidos como zombis a los almacenes vastos y oscuros de vestuario, a las oficinas donde volvíamos a rellenar inacabables impresos de filiación en los que no faltaba una casilla para las creencias religiosas y otra para la militancia política, a la enfermería donde nos examinaban sumariamente la dentadura y los ojos y nos ponían una inyección en el hombro, en la que según algunos se nos inoculaba no una vacuna, sino el temido bromuro, que adormecería nuestra masculinidad sumiéndonos en una mansedumbre de cabestros.
Vivíamos al principio, los primeros días, en una alternancia perpetua de tiempos muertos y de aceleraciones angustiosas, de formaciones eternas y urgencias súbitas en las que se lo jugaba uno todo en un segundo. Durante horas aguardábamos en fila para que nos entregaran la ropa militar y luego, de vuelta en la compañía, teníamos que vestirnos en unos pocos minutos, y no sabíamos qué prendas eran las que debíamos ponernos ni cómo se ajustaban los correajes sobre la guerrera, y los dedos se nos enredaban queriendo aprender cómo se pasaban los cordones por las hebillas innumerables de las botas: había que olvidar la ropa de uno y dejarla guardada y como sepultada en la taquilla y aprender no sólo a ponerse, sino también a nombrar aquella ropa desconocida, aquellos cinturones, hebillas, pasamontañas, guerreras de paseo y de faena, guantes blancos y guantes de lana, insignias doradas, cuellos de celuloide blanco, correas de finalidad indescifrable, abrigos de tres cuartos con un olor de mugre invulnerable a la desinfección: aprendíamos a vestirnos con la tortuosa lentitud de un niño de cinco o seis años, acuciados por los instructores, que daban vueltas entre las filas de literas y los montones desordenados de ropa militar y civil y nos amenazaban de nuevo con formaciones y castigos, nos extraviábamos en ojales, cremalleras, bolsillos inesperados, creíamos haber perdido una bota o la gorra y al buscarlas aterrados se nos multiplicaba el desorden y desperdiciábamos segundos y minutos vitales, y de pronto estallaba en el aire, a través de los altavoces, el sonido agudo de la corneta, y cada cual terminaba de vestirse como podía y echaba a correr hacia el patio, donde los más rápidos y los más pelotas ya empezaban a alinearse.
Pero siempre había algunos que nos quedábamos atrás, que no acertábamos a descubrir por qué presillas se pasaba el correaje, o que nos habíamos puesto por equivocación los pantalones de paseo en lugar de los de faena y al cambiárnoslos nos los poníamos al revés, y mientras intentábamos remediar aquellas desgracias provocadas por nuestro empanamiento mirábamos a nuestro alrededor y veíamos que nos estábamos quedando solos en la compañía, pero la urgencia de terminar de vestirnos no aceleraba nuestros actos, sino que parecía volverlos más lentos y más difíciles aún, así que hallar la coincidencia exacta entre la punta de un cordón y el agujero correspondiente de la bota, o entre un botón y un ojal, era tan trabajosa como los esfuerzos por mover los labios que hace una persona dormida.
Sonaba otra vez la corneta, el segundo toque, no ya el de aviso, sino el definitivo, y del exterior nos llegaban las voces de los que ya estaban formando al grito de maricón el último: salía uno corriendo, algún instructor le daba una patada o un manotazo en el cogote con la intención benévola de que no llegara tarde, oía las carcajadas con las que sus propios camaradas de reemplazo celebraban las bromas de los instructores sobre el empanamiento de los más rezagados, y cuando por fin encontraba su sitio en la fila se apresuraba a adoptar una digna posición de firmes, procurando disimular que no llevaba atada una bota, o que se había abotonado mal la guerrera.
Arriba, sobre la escalinata, con las gorras caídas sobre las caras, los brazos en jarras, las piernas separadas, los uniformes usados y vividos, los instructores nos miraban como a un rebaño manso y lamentable, mandaban cubrirse, ar, firmes, ar, derecha, ar, descanso, ar, esas cabezas más altas, cojones, los pechos hacia afuera, que parecéis tísicos, el taconazo más fuerte, que se os rompan los talones, las manos pegadas al costado, que os duelan cuando las bajáis. Nos dejaban en posición de firmes, en una actitud de expectativa y de peligro, como a punto de dar una nueva orden, queriendo tensar hasta el límite los segundos de espera, la inmovilidad y la rigidez perfecta y la geometría de las filas. Verían cuerpos desiguales, mal vestidos, mal hechos, aposturas exageradas de marcialidad, de dejadez o desesperación secreta, de abyecto entusiasmo, caras de amontonaos y de empanaos y de verdugos y víctimas, caras pálidas de universitarios o de pobres miopes y caras angulosas y cobrizas de campesinos: todos igualados por las líneas rectas de la formación, uniformados por las guerreras y las gorras caqui, pero sobre todo -imagino ahora, queriendo ver lo que ellos veían desde arriba, lo que les mostraba su arrogancia- por la ilimitada vulnerabilidad de nuestra cobardía y nuestro desamparo.
Pasamos la tarde guardando cola ante los lavabos para que nos raparan. Los instructores eligieron al azar a cuatro o cinco reclutas, le dieron a cada uno unas tijeras y un peine y sin más preámbulos les ordenaron ponerse a la tarea. Había charcos de agua y de orines sobre las baldosas sanitarias, y bajo las suelas de nuestras botas empezó a extenderse una maraña inmunda y lanosa de mechones cortados de cualquier manera. Los cráneos rapados acentuaban el efecto clónico de los uniformes, nos reducían más aún a una identidad colectiva y numérica: sin el pelo, los rasgos y las miradas se afilaban, pero al mismo tiempo perdían misteriosamente su individualidad, tal vez porque se les borraba por completo el pasado. La cara que yo vi esa noche al lavarme los dientes en el espejo del lavabo tenía en los ojos la expresión de quien mira a un desconocido: no era yo mismo descubriendo lo que habían hecho de mí durante un solo día en el ejército, era otro mirándome, era un recluta rapado y asustado mirando con extrañeza y recelo a quien yo había sido antes de llegar allí, veinticuatro horas antes, en otro mundo, en el pasado inmediato y lejano.