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Dentro de nosotros mismos, en nuestra densidad de chusma y de carne de cañón, había también un hervidero constante de jerarquías y maldades, un amontonarnos y adelantarnos y pisarnos y darnos codazos y patadas que acababa resultando una sórdida repetición, a escala de nuestra miseria, en nuestro sótano de postergados, del edificio entero que nos gravitaba encima, y cuyas categorías y denominaciones tanto trabajo le costaba aprenderse a Guipúzcoa-22: no había piedad para el que se caía o tropezaba, para el que perdía el paso, para el que estaba tan gordo que no alcanzaba a subir la cuerda o a saltar el potro, para el extravagante, el afeminado o el lunático. Quien sufría un robo era culpable del empanamiento y la debilidad de haber permitido que le robaran. Quien no podía evitar un temblor de miedo en el pulso antes de lanzar una granada de mano era culpable de su cobardía. Los últimos de todos los parias, los definitivamente empanados, los que lo tenían más espantosamente claro, reunían todas las torpezas y todos los golpes de infortunio, los atraían con el imán maldito del empanamiento, y acababan castigados cada pocos días a hacer un retén o a catorce o quince horas seguidas de suplicio en medio del vapor y de la mugre inmunda de las cocinas, y cuando los demás reclutas, a partir de las seis de la tarde, disponíamos de unas horas de descanso, ellos desfilaban machaconamente en la oscuridad, perdiendo el paso, chocando los unos con los otros al no saber dar la media vuelta, exhaustos, embotados y ridículos, con las gorras torcidas y los andares de pato, reducidos al oprobio final del pelotón de los torpes.

Yo no sé todavía cómo me libré de él.

A medida que aprendía los rasgos de mi nueva identidad militar y que olvidaba o dejaba en suspenso las experiencias de mi vida adulta, yo regresaba a sentimientos y a estados de ánimo sumergidos durante mucho tiempo, no exactamente en las profundidades de la desmemoria infantil, sino en esa edad rara y fronteriza que ya no es del todo la infancia y todavía no es la adolescencia, los once y los doce años, cuando uno se ve extraviado casi de un día para otro en una confusión atemorizada y turbulenta cuyo resultado más común es una forma particularmente avergonzada y solitaria de amargura: las oscuridades bruscas y los quiebros agudos de la voz, el primer bozo sobre el labio todavía infantil, la inexplicable y agobiante culpabilidad de las manchas amarillas en las sábanas.

A los suplicios usuales de los doce años yo añadía el de mi apocamiento físico. Era tan torpe que no sabía ni darme una voltereta, y me quedaba paralizado delante de uno de aquellos artefactos temibles, el potro y el plinto, tan incapaz de saltarlos como un tullido. El profesor de gimnasia, un fascista alcohólico de bigote negro y gafas de sol que también nos daba Formación del Espíritu Nacional, se burlaba de mí y de los dos o tres que eran como yo, animando al resto de la clase a secundarlo en sus bromas, y nos decía, acercándosenos mucho, envolviéndonos en una pestilencia de cigarro ensalivado y coñac:

– Pues ya veréis la que os espera cuando vayáis a la mili.

Once años después aquel profesor de gimnasia se había muerto de cirrosis, pero su amenazante profecía estaba cumpliéndose, y otros individuos de hombría tan beoda y ademanes tan bestiales como los suyos se erguían delante de mí y de todos nosotros para someternos a un grado de temor y obediencia que se parecía mucho al del colegio salesiano donde yo había pasado los tres años más sombríos de mi vida. En la parte más íntima, en la más inconfesable de mí mismo, aquel miedo infantil era más fuerte que la discordancia ideológica y que las protestas de la racionalidad civil contra la mezcla de barbarie, tiranía y absurdo que reinaba en el interior del perímetro alambrado del campamento. Despojados de los puntos de referencia de la vida adulta, el desamparo que sentíamos los más débiles entre nosotros era el de la infancia. A los veintitrés años, a punto de cumplir veinticuatro, yo sentía intacto el miedo de los niños cobardes a ser golpeados y engañados por los más grandes del colegio.

Para que todo se pareciera más a las amarguras de esa época un instructor la tomó conmigo. Los instructores de vez en cuando la tomaban con alguien, no por nada, sino por el puro deleite y la arbitrariedad del dominio, igual que los niños más osados o más fuertes eligen una víctima sin el menor motivo personal, tan sólo por la comodidad o el poco esfuerzo de martirizarla. El capitán, el teniente, incluso el alférez de la compañía, eran figuras más o menos lejanas, demasiado elevadas sobre nosotros como para distinguirnos o castigarnos individualmente: llegaban a las ocho de la mañana y solían marcharse a las cinco o a las seis de la tarde, y yo creo que tenían ciertas dificultades oculares para vernos, las mismas que tienen los ricos para ver a los camareros o a los criados que les sirven, esa habilidad singular para que la mirada atraviese o simplemente no perciba a los inferiores que sólo poseen los que han vivido siempre instalados en el privilegio, y que ningún advenedizo es capaz de imitar. Eran los instructores, a los que también llamaban auxiliares, quienes estaban siempre con nosotros, justo encima de nosotros, quienes nos despertaban para diana y nos formaban para el desayuno, quienes nos azuzaban como los perros al ganado durante todo el día, quienes nos pasaban lista a la hora de retreta y nos vigilaban después del toque de silencio. Cualquiera de ellos tenía la potestad ilimitada e impune de amargarle la vida a un recluta. Aquel Ayerbe de la mirada oblicua y la visera sucia de la gorra caída sobre los ojos decidió que iba a amargarme la mía: le dio por mí, igual que al teniente, que en realidad no debía de ser mala persona, le había dado por Guipúzcoa-22, y se le notaba que desde la primera hora del día estaba vigilándome para atraparme en alguna equivocación, y que cuando yo la cometía y él se aproximaba a mí para darme una patada o un bofetón estaba siendo empujado por una especie de furioso éxtasis de crueldad. Dentro de nuestra miserable jerarquía de sumidero militar Ayerbe ostentaba el grado más alto, que era el de bisabuelo, o bisa, y que se conseguía cuando a uno le faltaban menos de dos meses para licenciarse. Los bisabuelos mostraban un abandono definitivo y mugriento en sus uniformes, como si llevaran años sin relevo en algún puesto de la jungla, llevaban partida la visera de la gorra de faena y en el interior de ésta, donde era tradición que los soldados escribieran la lista de los meses que les quedaban de servicio, habían tachado ya la mayor parte. Cada noche, después de la lista de retreta, los bisabuelos gritaban el número exacto de los días que les faltaban para licenciarse, y a nosotros, los reclutas, que nos quedaba más de un año, nos parecía aquel grito un insulto y el testimonio de un incalculable privilegio.

– ¡Veinte días a tope! -gritaba Ayerbe, por ejemplo, que se licenciaría cuando nosotros jurásemos bandera, y su veteranía se nos antojaba tan prodigiosa y abrumadora como la vejez de un patriarca bíblico, y apenas podíamos concebir que también a nosotros nos fuera reconocido alguna vez el título de bisabuelos, el privilegio chulesco de llevar una gorra vieja y torcida sobre la cara, de contar por días y no por meses eternos nuestro futuro militar y de hacer que algún recluta recién llegado se muriera de miedo ante nosotros. A la formación de diana Ayerbe se presentaba en pijama, sólo que con la gorra y las botas puestas, y se rascaba la entrepierna echada hacia adelante mientras el cabo de cuartel nos pasaba lista, mirándonos desde muy alto, desde la dignidad de bisabuelo y la cima de la escalinata, y entonaba con más chulería que nadie la con signa predilecta de los veteranos:

– Conejos, vais a morir.

Volvíamos del desayuno, rompíamos filas, sin perder ni un minuto, sin que nos diera tiempo ni a ir al retrete, más deprisa, gritaban, que estáis empanaos, y teníamos entonces que recoger nuestros fusiles y que formar de nuevo para la instrucción, ahora con los cetmes al hombro, o apoyados en el suelo y rectos junto a la pierna derecha, la mano derecha extendida sobre el cañón, las puntas de los dedos rozando justo el disparador (habíamos aprendido también que en el ejército no se dice gatillo, como en la vida civil, sino disparador, y tampoco tanque, sino carro de combate: que los civiles y los reclutas dijeran gatillo y tanque eran indicios de su inferioridad, incluso de su afeminamiento). Gritaban, sobre el hombro, armas, ar, y levantábamos el fusil con la mano izquierda y lo elevábamos hacia el hombro y sujetábamos la culata con la mano derecha en una sucesión de movimientos minuciosos y perfectamente regulados, en un acto que duraba un segundo pero que estaba dividido en lo que los instructores llamaban varios tiempos. Con el fusil sobre el hombro derecho, firmes, aguardábamos la orden de media vuelta a la derecha, y cuando ésta era formulada aún quedaba algún incauto que la obedecía sin esperar a la voz ejecutiva, y todo el mundo se reía y el cabo se lo quedaba mirando y le decía: