– Esta noche te apuntas una tercera imaginaria, empanao.
Nos ordenaban media vuelta, girábamos al unísono con las cabezas levantadas y ahora esperábamos la orden de empezar a marchar, siempre con el pie izquierdo, la voz inarticulada y monótona que regiría y numeraría nuestros pasos, un dos er ao, nosotros en fila, guardando las distancias ya sin necesidad de cubrirnos, fijos en los hombros y el cogote del que teníamos delante, la cabeza alta, conejos, que no estáis pastando, la mano derecha sujetando la culata del fusil, el brazo izquierdo moviéndose hacia atrás y hacia adelante en sincronía con los pasos, ni demasiado alto ni demasiado bajo, justo hasta que los dedos rozaran el hombro del que nos precedía, recto pero no rígido, con rabia, maricones, las botas pisando con fuerza unánime la grava de las explanadas de instrucción, un dos er ao, filas rectas de uniformes caqui, de botas negras, de brazos levantándose y cayendo, de fusiles en diagonal, más fuerte, conejos, que tiemble el suelo, que haya un terremoto, que se note que somos los mejores, los pasos humanos sometidos a un ritmo de maquinaria hidráulica, la multitud subdividida en líneas rectas y en figuras geométricas que se ondulaban al unísono, con movimientos regidos por una sequedad de metrónomo, mientras en el cerebro de cada uno de nosotros iba desapareciendo cualquier residuo de pensamiento para dejar sólo la monotonía binaria del paso militar, uno dos, izquierda derecha, un dos, er ao.
Pero a veces aquella visión de maquinismo se malograba, porque un recluta particularmente torpe o empanado perdía el paso y la fila entera se descomponía. Perdían el paso con frecuencia el gigante vasco Guipúzcoa-22 y un gordo de la provincia de Cáceres que aseguraba tener los pies planos, aunque los médicos no le habían permitido librarse de la mili.
Para mi desgracia, uno de los que más perdían el paso en la 31a compañía era yo, y como el instructor encargado de mi pelotón era el feroz Ayerbe, cada vez que me equivocaba y que quería angustiosamente unirme al ritmo de la marcha común Ayerbe me insultaba a gritos, y entonces sí que ya no tenía yo ninguna posibilidad de recobrar el paso, muerto de miedo, nervioso, dando breves saltos ridículos a ver si por milagro cuando adelantara el pie izquierdo lo hacía al mismo tiempo que los demás y braceaba igual que ellos, y no al revés, como si mi brazo derecho fuera la aguja rota de un reloj. Ayerbe se acercaba a mí, primero despectivo y luego furioso, los ojos mirándome de lado bajo la visera partida y mugrienta de la gorra, y al oír sus insultos sin detener el paso ni acomodarlo al de los demás yo notaba que empezaba a enrojecer, que me picaba el cuerpo entero, estremecido por el presentimiento físico de que iba a ser golpeado y humillado en medio del patio, delante de todos los reclutas de la compañía.
A veces, por casualidad, recuperaba el paso enseguida, y durante el resto de la instrucción Ayerbe seguía vigilándome los pies haciendo como que no me miraba, pero hubo una ocasión en la que por mucho que me empeñé no supe unirme al paso común, y Ayerbe, fuera de sí, me dio patadas y puñetazos y me sacó de la fila sujetándome por las solapas de la guerrera, amenazándome a gritos con el pelotón de los torpes, con quince días seguidos de cocinas y de terceras imaginarias, con el calabozo, con la repetición íntegra del campamento si no aprendía a desfilar. Jadeaba de rabia, muy cerca de mi cara, me miraba con una expresión de odio que yo no creo haber visto en los ojos de nadie, con un encarnizamiento en el desprecio que parecía exigir para satisfacerse la abolición en mí de cualquier residuo de dignidad humana.
No recuerdo haber tenido entonces un sentimiento de rebeldía: sentí tan sólo vergüenza, una vergüenza de mí mismo en gran parte, de mi inhabilidad física, de la rigidez cobarde de mi cuerpo, que me hacía desfilar, como me gritaba Ayerbe, a piñón fijo, como si mis brazos y mis piernas se movieran sin coordinación y sin ritmo. Sentía más o menos la misma humillación que cuando en los primeros cursos del bachillerato me suspendían la gimnasia: el abuso al que estaba siendo sometido en público, delante de otros reclutas y de los instructores, era una prueba bochornosa de mi incompetencia, no de la crueldad de las normas a las que obedecíamos.
Perdiendo el paso me distinguía y me separaba de la mayor parte de los otros, los que sabían desfilar sin equivocarse nunca, pero no por eso me sentía más cerca de los que eran más o menos como yo, los otros segregados, los más torpes aún: el pobre y gigantesco Guipúzcoa-22, con sus andares de criatura de Frankenstein y sus mangas tan cortas que le dejaban siempre descubiertas las muñecas y una parte de los antebrazos, el gordo Cáceres, el de los pies planos, que tenía en las caderas y en el culo una amplitud de adiposidades femeninas, aquel recluta alucinado y alunado de Madrid que nunca supo formar ni saludar como era debido, y que tenía una piel tan pálida que se le traslucían las venas de las sienes. Lo último que yo quería era ser como ellos o unirme a ellos para defender en común nuestras dignidades humilladas: lo que yo quería era ser exactamente igual que los otros, unirme a su normalidad y confundirme y fortalecerme en ella, y en mi vileza prefería una improbable sonrisa o una palabra de compañerismo zafio por parte de los que mandaban que una señal de reconocimiento en la cara bondadosa y equina de Guipúzcoa-22: como casi todas las víctimas, lo que yo quería no era acabar con los verdugos, sino merecer su benevolencia, y cuando por fin logré aprender a marcar el paso sin equivocarme y a sincronizar el movimiento de los brazos y me vi libre de la amenaza del pelotón de los torpes empecé a mirar con cierto desdén a los que no habían tenido la misma habilidad o la misma suerte que yo.
Un poco antes de la jura de bandera empecé a pensar que en realidad Ayerbe no era un mal tipo. En los corros de la cantina, que se llamaba el Hogar del Soldado, le reí ostensiblemente alguna de sus gracias sórdidas de veterano, de bisabuelo sentencioso, sin que él pareciera considerarme mucho más con su mirada oblicua que cuando me ponía zancadillas en los ejercicios de instrucción, y fui de los que se acercaron a él para despedirlo el día en que le comunicaron la fecha exacta e inmediata de su licenciamiento. Una parte sumergida y proscrita de mí se rebelaba con asco contra tanta obediencia, pero lo cierto es que el rencor originado por la persecución a la que Ayerbe me había sometido acabó siendo menos intenso que mi gratitud por que hubiera dejado de acosarme.
VII.
Para sobrevivir me ocultaba más hondo que nunca antes en mi vida. Emboscaba lo mejor de mí o lo más irreductiblemente mío para dejarlo a salvo no ya de la presión del exterior, sino de los mecanismos de obediencia, de embrutecimiento y olvido que también eran yo y que ya estaban dentro de mi alma antes de que los revivieran la disciplina y la claustrofobia del ejército.
La falta de términos de comparación y la pura fuerza de la monotonía pueden acabar otorgando un aire cotidiano de normalidad a los mayores absurdos y a las monstruosidades más bizarras. La repetición exhaustiva y unánime, en un lugar cerrado, de una cadena de actos que se justifican por sí mismos en virtud de una lógica inflexible, pero sin ningún vínculo con las realidades del mundo exterior, sume a quienes los practican en un espejismo de intemporalidad, en un estupor gradual de la inteligencia, atrapada ella misma en los automatismos rituales a los que al cabo del día no escapa ningún gesto, incluso ningún sueño ni deseo.
El sueño único y compartido de los tres mil reclutas del Centro de Instrucción era marcharnos cuanto antes de allí: contábamos avariciosamente cada día y cada hora, tachábamos con obstinada desesperación cada tarde una fecha en el calendario, y sin embargo el tiempo en el que vivíamos era eterno de tan exactamente repetido, y esa discordancia entre la eternidad y la duplicación idéntica de los días y el ansia nuestra de que pasaran cuanto antes terminaba por sumergirnos del todo en una ausencia perpetua de certidumbres temporales, más grave aún porque apenas recibíamos noticias del exterior ni sabíamos la fecha exacta de la jura de bandera, que iba cambiando cada día según los rumores difundidos por Radio Macuto: un día susurraba algún enterado que el Consejo de Ministros iba a reducir la mili a un año, y el campamento a cuatro semanas, y ya teníamos que modificar todos nuestros cálculos y hasta las tachaduras de nuestros calendarios, y al día siguiente, en la lista de retreta, un instructor nos notificaba con sarcasmo que lo llevábamos claro, que el campamento duraría tres meses, y no mes y medio, como nos dijeron al principio, y entonces la duración montañosa e incierta del porvenir de nuevo nos abrumaba, y éramos incapaces de imaginar que la mili terminaría alguna vez, aunque estuviera a punto de terminarse para los veteranos, igual que un niño no puede imaginar que alguna vez será como sus padres. Nuestra idea del tiempo se nos había vuelto tan cerrada como la del espacio y, del mismo modo que el paisaje exterior se reducía a los páramos que rodeaban las alambradas, nuestra perspectiva del futuro estaba limitada a la espera de los seis días de permiso que iban a darnos después de la jura de bandera.