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Qué clase de alférez o de sargento habría sido yo, si me escondía donde fuera con tal de no saltar el potro, si ni siquiera era capaz de guiñar el ojo para hacer puntería con el fusil en los ejercicios de tiro ni de lanzar una piedra a la distancia suficiente en los preparativos para el manejo de las granadas de mano. Me tendía cuerpo a tierra, alineado junto a los otros, en la extensión pedregosa del campo de tiro, frente a los soportes blancos de las dianas, apoyaba la culata en el hombro, según me habían explicado, quitaba el seguro, guiñaba el ojo procurando que el punto de mira coincidiese con la pequeña guía metálica sobre la boca del fusil, y que a través del círculo del primero se viese la diana, pero yo no veía nada, en parte porque de pequeño no había aprendido a guiñar bien los ojos, igual que no había aprendido a lanzar piedras ni a darme volteretas, en parte también porque estaba muy nervioso, porque el artefacto pesado y rudo que tenía entre las manos me sobrecogía con su evidente condición de máquina de matar, de la que era fácil olvidarse durante los ejercicios de instrucción, pero no ahora, cuando habíamos contado las balas largas y puntiagudas antes de guardarlas en el cargador y habíamos encajado éste en el fusil, antes de tirarnos cuerpo a tierra y de esperar la orden de fuego, intentando distinguir a lo lejos los círculos concéntricos de las dianas.

Oíamos detrás de nosotros las pisadas de las botas de los instructores y del teniente, que recorrían la fila corrigiendo posturas y repitiendo normas de seguridad que en su propia enunciación ya daban miedo, no soltar de golpe el fusil cuando estaba cargado, no apuntar con él a nadie, quedarse quietos en el mismo sitio si se encasquillaba, no ponerse en pie, pedir ayuda y esperar. La espera solía ser lo que más difícilmente soportábamos, sobre todo las primeras veces, la primera de todas, cuando aún no habíamos presionado nunca el gatillo ni escuchado la explosión del disparo, cuando no conocíamos el dolor que provoca en el hombro el retroceso ni el olor del humo de la pólvora. El campo de tiro estaba en una hondonada entre lomas sin vegetación, y sobre una de ellas se veía una ambulancia, y a su lado la silueta negra y ensotanada del páter, que daba vueltas y leía un libro de oraciones, lejos, muy nítidamente recortadas sobre la tierra desnuda la furgoneta militar con la cruz roja sobre fondo blanco y la carnosa figura eclesiástica, a la que sólo le faltaba un sombrero de teja para completar su anacronismo.

Cuerpo a tierra, con los guijarros del suelo hiriéndome los codos, con las piernas bien separadas y el dedo índice de la mano derecha posado medrosamente en la curva del gatillo, aguardando la orden de disparar, que aún tardaría unos segundos eternos, yo escuchaba las pisadas del instructor detrás de mí y miraba de soslayo hacia la ladera donde el páter y la ambulancia constituían una estampa de mal agüero, un aviso de que en medio de toda aquella irrealidad podía irrumpir de pronto la muerte. Gritaban, fuego, y yo disparaba sin ver la diana y me aterraba el estampido multiplicado y súbito de los disparos a mi alrededor, que me hería los tímpanos y me dejaba medio sordo durante varias horas, percibiendo los sonidos y las voces como detrás de una niebla muy densa.

Trataba de corregir la posición, de ver algo por el punto de mira, pero el humo me picaba en los ojos, y cuando la orden de fuego se repetía una segunda vez tampoco sabía hacia dónde estaba disparando, y me dolía el hombro y me temblaban las manos, y ya era por completo incapaz de mantener un ojo guiñado, incluso de saber cuál de los dos era el que debía guiñar.

No acertaba nunca, no ya en la diana, ni siquiera en el panel rectangular en el que estaba dibujada: terminados los cinco disparos de cada ejercicio, había que echarse el fusil al hombro y correr hacia la diana para contar los impactos, quedándose luego junto a ella en posición de firmes hasta que los instructores y el teniente pasaban tomando nota de los resultados. El teniente, al menos, no era despiadado: miraba la diana intacta y luego me miraba a mí, que me ponía más rígidamente firme, y en su cara de catequista viejo aparecía un gesto de incredulidad: no podía creerse que yo no hubiera acertado ni una vez, y movía pesarosamente la cabeza y me vaticinaba que como siguiera disparando así me iban a quitar el permiso de la jura y además me obligarían a repetir el campamento, lo cual ya terminaba de aterrorizarme.

Un relamido individuo de la provincia de Granada resultó ser el recluta con mejor puntería de todo el campamento, y ganó un premio de quinientas pesetas instaurado por el coronel, que vino personalmente a entregárselo: éste

Granada-nosecuántos era el mismo que levantaba la mano cuando el capitán o el teniente preguntaban en las clases teóricas si alguien necesitaba alguna aclaración o tenía dudas, y el que se ofrecía voluntario para decir el nombre del coronel cada vez que

Guipúzcoa-22 no lograba recordarlo.

Me encontré con él en Granada siete u ocho años más tarde, en la oficina donde yo trabajaba, y aunque no lo había visto desde los días del campamento lo reconocí enseguida y descubrí que seguía guardándole todo mi rencor, que lo odiaba aún con la misma furia íntima y desconsolada que cuando nuestros superiores nos lo ponían como ejemplo y él sonreía delante de nosotros con la cabeza alta, con el uniforme impecable, con una sonrisa de satisfecha vanidad en su boca pequeña de enchufado, como un alumno modelo en un colegio de curas. Trabé conversación con él. No se acordaba de mí, desde luego, pero enseguida estuvo claro que todos sus recuerdos del ejército eran mucho más vagos que los míos. Tampoco se acordaba de aquel premio de quinientas pesetas que le había entregado el coronel delante de toda la formación, y me miró con algo de extrañeza, como si le pareciera muy raro o muy pueril que otra persona poseyera un recuerdo de su vida que a él se le había borrado, por su lejanía y por su irrelevancia: más pueril aún es sin duda que yo siga acordándome, que no me cueste nada ahora mismo revivir aquel rencor, aquel miedo a los estampidos secos de las balas, al ruido metálico de los cargadores, al olor de la pólvora en el aire helado de las mañanas de noviembre.

VIII.

Había una primera salida de uniforme, un primer domingo militar en la vida de uno, y aquella experiencia era tan definitiva para nuestro aprendizaje como la de la humillación permanente o la de las armas de fuego.

El domingo siguiente al de nuestra llegada salíamos por primera vez del campamento y nos parecía que hubiera pasado media vida desde que abandonamos el mundo exterior, con el que ahora confrontábamos nuestra recién adquirida identidad de reclutas. En las desiertas mañanas dominicales, siempre nubladas o lluviosas, iba uno por Vitoria vestido de quinto, de romano, de pistolo, de soldado de posguerra o de película en blanco y negro de los años cincuenta, con la visera rígida de la gorra llamada de paseo ensombreciéndole la mirada más de lo que la mirada ya estaba ensombrecida de por sí, que no era poco, con el ropón viejo del tres cuartos, con la guerrera de botones dorados y una entalladura como de los tiempos de la guerra de África y el cuello postizo de celuloide blanco que nos cogía un pellizco doloroso debajo de la nuez siempre que intentábamos abrochárnoslo. Contaban los enterados, los infalibles corresponsales de Radio Macuto, que en las guarniciones de Madrid los soldados ya se paseaban con uniformes modernos, no exentos al parecer de un cierto grado de dandismo: boina en vez de gorra, guerrera abierta y con solapas, corbata y no cuello duro, pantalón recto y zapatos, y no aquellos pantalones nuestros que se remetían en las botas exactamente igual que en los tiempos en que hacían la mili nuestros padres.

Pero esas noticias sobre los nuevos uniformes a casi todos nosotros nos parecían leyendas, igual que las especulaciones sobre el acortamiento a un año o a nueve meses del servicio militar, o sobre la declaración inmediata del estado de guerra en el País Vasco. Nosotros paseábamos por los domingos fríos y nublados de Vitoria nuestros ropones anacrónicos, y la ciudad, en el fondo, se correspondía con el anacronismo de nuestra presencia, una ciudad de soportales y miradores acristalados, con parques burgueses y estatuas de reyes godos, con una plaza en la que había un monumento enfático a una batalla de la guerra de la Independencia, con iglesias de piedras góticas empapadas de lluvia, con esa clase de papelerías-librerías un poco polvorientas que suele haber en ciertas calles estrechas de las capitales de provincia.