– Como te dé un beso a pulso se te caen las bragas a plomo.
– Eso es un cuerpo, y no el de la Guardia Civil.
– No vayas por el sol, bombón, que te derrites…
Llegábamos a Vitoria en una turba cimarrona, en una chusma mestiza de orígenes y acentos, rapados, renegridos, con nuestras gorras absurdas y nuestros tres cuartos arrugados como harapos, sucios y vulgares, representando sin duda lo más lamentable del mundo exterior en aquella ciudad en la que parecía unirse la condición administrativa y levítica de las capitales de provincia castellanas con la altanería y la oficialidad del gobierno vasco recién instalado (unas semanas después de que llegáramos nosotros al campamento se había aprobado en referéndum el estatuto de autonomía).
Éramos la encarnación populosa de las peores pesadillas del nacionalismo euskaldun, una invasión de pobres, de desmedrados campesinos extremeños, jiennenses o canarios que sólo entonces habían salido de sus pueblos, y que gracias al ejército español estaban viendo mundo y aprendían a fumar porros y a usar la jerga de la droga y las cárceles. Nuestra condición de chusma gregaria y marginal nos empujaba a agruparnos instintivamente en el gueto soldadesco de la Zapatería y la Cuchillería, por donde apenas iba gente de paisano, igual que en los barrios para negros o turcos de las desalmadas capitales europeas apenas se ven caras de piel blanca. Salíamos huyendo del recinto militar y acabábamos hacinándonos en calles y bares donde sólo había reclutas, y el humo de los restaurantes baratos donde se asaban las chuletas de los urtain nos atraía y nos identificaba como los olores a guisos y las músicas africanas o árabes en un suburbio de París.
En el juego de aprendizajes y de olvidos que determinaba nuestra instrucción militar una de las cosas que habíamos olvidado primero eran los buenos modales en las comidas, así que la mayor parte de nosotros, salvo unos pocos exquisitos definitivos, comíamos haciendo toda clase de ruidos de masticación y deglución y hablábamos con la boca llena, ayudándonos sonoramente del tinto con gaseosa para bajar los colosales bocados de chuleta de cerdo y las sopas de huevo frito que engullíamos. El calor de la comida, del vino y del coñac, el sofoco de los comedores pequeños y poco ventilados, llenos de humo y de voces, nos producían una mezcla de excitación nerviosa y de invencible somnolencia, la somnolencia dulce y embrutecida del hartazgo, y después de comer solíamos irnos al cine, aún de día, a una hora infantil, las cuatro de la tarde, porque no teníamos otra cosa que hacer y estábamos ya cansados de dar vueltas por Vitoria, aquella ciudad de cielo gris y mujeres demasiado bien vestidas y con caras severas que a muchos nos producían una timidez exagerada por el miedo al ridículo que también era parecida a las timideces de la adolescencia: el uniforme nos resultaba ahora tan vejatorio como los granos en la cara diez años antes.
Llegábamos al cine sin darnos cuenta todavía de que estábamos repitiendo el primer paso en el ritual de la desolación de los domingos: no calculábamos que cuando saliéramos ya sería de noche, ya tendríamos que ir pensando en volver al cuartel, y no sólo porque se acercaba la hora de retreta, sino por un motivo más melancólico aún, porque no teníamos absolutamente nada que hacer, porque se oían en todas partes los resultados de los partidos de fútbol en los transistores y nos faltaban ánimos o dinero para entrar en las cafeterías, en esos bares desiertos y demasiado iluminados de los domingos por la noche.
El primer domingo de mi cautiverio militar yo vi la película Hair de la que recuerdo confusamente que trataba de hippies y de soldados que mueren en la guerra de Vietnam, pero cuya música, que me gustaba mucho, permanece muy clara en mi memoria. Age of Acuario y Let the sunshine in, dos canciones que se habían escuchado mucho en la radio cuando yo tenía trece o catorce años y que alcanzaron de nuevo una gloria fugaz gracias a aquella película, traían una emoción de rebeliones y desobediencias lejanas, con toda su tontería y todo su entusiasmo, con su magnífica alegría coral y su misticismo astrológico, y en la butaca del cine, aquella tarde de domingo, a mí se me formaba un nudo en la garganta y me venían las lágrimas a los ojos, y como estaba en la oscuridad, y a salvo por tanto del ridículo, me permití llorar un rato, debilidad ésta a la que un número sorprendente de personas suele abandonarse en los cines.
Habría muchos domingos así, los domingos innumerables del ejército, tan parecidos entre sí, tan idénticos en la memoria, convertidos en un puro sentimiento de amargura y desamparo, de incierta decepción, la decepción del día que tanto pareció prometer y no condujo a nada, tan sólo a la caída de la noche, al regreso desganado o angustioso primero al campamento y luego al cuartel, la sensación de haber entrado al cine cuando aún era de día y de salir en plena oscuridad, como si el tiempo nos hubiera estafado mientras veíamos tontamente una película, como si hubiera ocurrido mientras tanto un cataclismo, el de la extinción de la luz diurna.
En las ciudades con acuartelamientos la noche del domingo tiene un dramatismo particular, como una mayor densidad de las sombras nocturnas, un contraste más fuerte entre la claridad y la oscuridad, entre las luces blancas de las farolas y la tiniebla de los descampados y de las calles suburbiales por las que corren los soldados en dirección al cuartel unos minutos antes del toque de retreta, arrancados de los bares o de los cines, de la vida común, borrachos todavía, lentos y turbios de hachís, exaltados por las horas de libertad, conversando o cantando canciones soeces mientras corren, deteniéndose a encender cigarrillos, a terminar de abotonarse una guerrera, mirando el reloj con un miedo invencible al arresto, a que empiece a sonar la corneta y ellos la oigan todavía de lejos.
El anochecer del primer domingo militar, a la salida de los cines, era un recuerdo y una profecía, un resumen de los domingos más tristes de la infancia y de la adolescencia y el vaticinio de todos los anocheceres de domingo que vendrían después, no sólo en el ejército, sino en la inimaginable vida de libertad a la que regresaríamos cuando aquello terminara, cuando fueran pasando los años y se volviera lejano el recuerdo de la mili. Incluso ahora, en el futuro de catorce años después en el que escribo, no hay domingo que no se me haga un poco lúgubre a medida que anochece, sobre todo si he cometido la imprudencia de entrar en un cine cuando aún era de día, o si en un bar o en la radio de un taxi escucho los anuncios de coñac y las voces lejanas y acuciantes de los locutores deportivos transmitiendo en directo algún partido de máxima rivalidad provincial.
Uno de los mayores misterios de la vida es el de la imposibilidad de ser feliz un domingo por la tarde: yo ni siquiera lo fui la tarde del domingo en que juré bandera, cuando viajaba hacia el sur en un autocar lleno de soldados para disfrutar el permiso de una semana que nos daban antes de incorporarnos al cuartel. No podía creerme que había terminado el campamento, que no vería nunca más los barracones y las alambradas, el páramo invernal de las afueras de Vitoria. De domingo a domingo se dilataba ante mí un tesoro incalculable y acuciado de tiempo, un reino de libertad de seis días que iba a acabar como empezaba, en otro anochecer de carreteras que atravesaban paisajes despoblados y noticiarios futbolísticos en los altavoces del autocar. Pero entonces no viajaría a Vitoria, sino más lejos, hacia el norte, a San Sebastián, y ya no iba a ser un recluta, sino un soldado de Infantería, un miembro del Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia 67. Ardor guerrero vibra en nuestras voces, decía el himno, y de amor patrio henchido el corazón…