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Era a finales de noviembre, y a medida que progresaba la noche el frío húmedo del río helaba los barrotes metálicos de la litera y se filtraba poco a poco bajo las mantas. Pero no era sólo el frío lo que alejaba el sueño, era también el miedo, el miedo abstracto a un lugar a oscuras y poblado de desconocidos, y también el miedo a los veteranos que aprovecharían la noche y la impunidad para poner en práctica sus más feroces novatadas: volcar de golpe las literas de los conejos dormidos, despertarlos tirándoles sobre la cara un cubo de agua fría o de orines, ponerse una gorra de sargento o de oficial para obligarlos a cumplir órdenes humillantes, alinearlos desnudos en el pasillo de una compañía, cada uno sujetando la picha del que tenía al lado, estamparles en el culo el sello de la compañía… Otra broma muy celebrada, a la que llamaban la horca, consistía en atarle a alguien que estuviera dormido el cordón con la llave de la taquilla, que todos llevábamos al cuello, a un barrote de la cabecera. Entonces se le daba un grito junto al oído, o se le tocaba diana con la corneta, y el dormido despertaba de golpe y quería incorporarse, y el cordón atado al barrote casi lo estrangulaba, entre grandes carcajadas de la concurrencia.

Las noches en que llegaba al cuartel una remesa de conejos, los sargentos de semana, que pernoctaban en las compañías, tendían inopinadamente a desaparecer, y los oficiales de guardia no solían oír el escándalo de golpes, carreras, carcajadas y gritos que se organizaba en algunas de ellas. Como las novatadas estaban prohibidas, los oficiales y los suboficiales procuraban no enterarse de su existencia, a fin de no interferir en las celebraciones de aquella inveterada y recia tradición militar, que al parecer tanto contribuía a fortalecerles el ánimo a los recién llegados.

Encogido de frío, alerta y rígido en la oscuridad, asomando apenas la cara entre las mantas, yo escuchaba en mi primera noche de cuartel portazos y pasos que se acercaban, risas y gritos de borrachos, estrépitos de carreras, de taquillas golpeadas a puñetazos o a patadas, y cuando el ruido se amortiguaba o se alejaba casi me dormía, pero me despertaba enseguida, tan rápido como se despierta un perro, igual de asustado, incapaz de imaginarme cómo reaccionaría si era sometido a la brutalidad de una humillación, si la aceptaría como una res o me sublevaría o amontonaría contra ella, arriesgándome entonces a sufrir una crueldad aún mayor.

Sobre mi cabeza, en la oscuridad, vibraba el suelo de otro dormitorio, se oían golpes y pasos, aunque ya debían de ser las dos o las tres de la madrugada. De tanto despertarme y dormirme y no poder mirar el reloj se me producía un trastorno absoluto del sentido del tiempo, una confusión de realidad e irrealidad, de vigilia repetida exactamente en el sueño, de lucidez enturbiada por alucinaciones. Estaba pensando que faltaría muy poco para el amanecer y que no iba a poder dormirme cuando se abrió violentamente una puerta y una luz móvil y multiplicada de linternas que me hirió los ojos me hizo descubrir que en realidad había estado dormido hasta ese momento, dormido y soñando el insomnio. Cerré los ojos, instintivamente me encogí más aún. Las linternas seguían moviéndose en la sombra, y alguien golpeaba con ellas la chapa resonante de las taquillas.

– ¿Hay conejos aquí? -dijo a mi lado una voz ronca y beoda.

– A ver, los nuevos, que se levanten y se identifiquen, orden del cabo de cuartel -añadió alguien más cerca, con un tono amenazador y persuasivo de oficiosidad-. Lo lleva claro el que se esconda, por mis muertos.

Es tan idiota uno en situaciones de amenaza, tan dócil, tan cobarde, que yo no estuve muy lejos de obedecer a aquella voz, y si no lo hice no fue por astucia, ni por entereza, porque me habría rendido sin la menor dificultad, sino porque las linternas se apagaron enseguida, y los intrusos se fueron, aburridos, supongo, con un desinterés de juerguistas cansados, con ese aburrimiento de los muy brutos cuando les falta público, cuando no logran la aquiescencia inmediata de sus posibles víctimas. Los pasos se perdieron, dejé de oír gritos ahogados y rumores de voces, volví a dormirme, aterido de frío, vestido con mi uniforme completo, salvo las botas y la gorra, bajo las mantas que olían a sudor y a humedad.

La luz de la mañana desmintió una parte de las impresiones y las incertidumbres algo fantasmales de la noche anterior. A diferencia del campamento, donde la mirada sólo descubría amplitudes ilimitadas de desolación, y donde el cielo nublado se confundía a lo lejos con la grisura de los páramos, sin más fronteras o puntos de referencia que las alambradas y las torretas de vigilancia, el cuartel era un sitio perfectamente cerrado y ordenado, una arquitectura del todo inteligible, de una racionalidad geométrica: el rectángulo del patio, con el monolito o manolito en el centro justo, en la confluencia de los senderos de grava; las filas idénticas de puertas y ventanas de las compañías y de las dependencias de servicio, la galería, sostenida por columnas, que daba la vuelta al patio, las dos torres frontales, con sus reflectores de vigilancia.

El cuartel era, en sí mismo, como una materialización o visualización de la disciplina militar, del orden absoluto y numérico al que nos sometíamos todos. Las ventanas y las puertas se sucedían en los muros tan rítmicamente como nuestros pasos en los desfiles, y todo tenía un aire menos de marcialidad que de aritmética, una perfección de lugar cerrado, de maqueta o croquis de cuartel. También el tiempo, igual que el espacio, estaba regulado por divisiones y subdivisiones que cuadriculaban nuestras vidas con la precisión de un mecanismo de relojería, pero enseguida se daba uno cuenta de que aquel mecanismo no era angustioso y digital, como el del campamento, sino que se movía con una lentitud de mecanismo primitivo, de artefacto anticuado e hidráulico.

Desde la primera mañana, desde el primer toque de diana y la formación del desayuno, advertía uno que el tiempo en el cuartel pasaba más despacio que en el campamento, y que todas las cosas, debajo de la apariencia impecable del orden, estaban regidas por un principio de lentitud y desgaste, de oculta negligencia, de abotargada duración. A los conejos se nos notaba que lo éramos no sólo en la pusilanimidad y en el empanamiento, sino sobre todo en la rapidez y la exactitud con que cumplíamos las órdenes, en lo poco usados que estaban lo mismo nuestros uniformes que nuestros gestos. Nos habían adiestrado en una angustia de tareas cumplidas al segundo, en la aterradora incertidumbre sobre el minuto próximo, y ahora, al llegar al cuartel, teníamos que aprender exactamente lo contrario, no la máxima rapidez, sino la más inerte lentitud, no el miedo de no saber nunca qué iba a ocurrimos, sino la seguridad letárgica de que todo lo que nos ocurriera en los primeros días iba a seguir repitiéndose sin variaciones perceptibles a lo largo del próximo año.

En el cuartel nos sorprendía el aire de desahogo y desgana con que los veteranos hacían instrucción, sin la rigidez mecánica y asustada que teníamos nosotros, con una dosis mínima de demora en cada gesto, la justa para no atraer un castigo. En el cuartel eran frecuentes las barbas y los uniformes de faena arrugados y sucios, y no se entraba corriendo y atropellándose en el comedor, ni se salía masticando el último bocado. A los superiores, cuando uno se cruzaba con ellos, se los saludaba llevándose la mano derecha al botón de la cinta de la gorra, rozando éste apenas con los dedos extendidos, pero ese gesto, que en el campamento tenía la rigidez crispada de un mecanismo de resortes, en el cuartel se contaminaba de un aire indudable de flojera, y los dedos no llegaban a extenderse del todo ni la cabeza ni el pecho se alzaban, y por supuesto uno no se detenía ni daba un taconazo.

Ahora el arte que nos correspondía aprender no era el de la obediencia instantánea, ni el de la encarnizada competitividad, sino el arte sutil, aunque nada heroico, del escaqueo, o acción de escaquearse, verbo reciente de nuestro vocabulario militar a cuya conjugación dedicaríamos una gran parte de los meses futuros. Escaquearse no era desobedecer, sino hacer más o menos lo que le daba a uno la gana fingiendo que obedecía; escaquearse era desaparecer durante horas con el pretexto de una tarea que podía completarse en segundos, o conseguir que a uno lo dieran de baja en el botiquín gracias a una dolencia marrullera e inventada. Había maestros absolutos en el escaqueo que se las arreglaban para no dar golpe a todo lo largo de la mili, o para disfrutar más permisos que nadie, y había también escaqueos menores que requerían un grado semejante de astucia y de sabiduría: en la gimnasia alguien se escaqueaba en camiseta y pantalón corto y se iba a dormir mientras los demás sudaban corriendo por el patio; a un oficinista lo mandaban a San Sebastián a comprar cartulinas o gomas de borrar y se escaqueaba para todo el día; el sargento de semana le ordenaba a un arrestado que limpiara los cristales de una ventana, y el trabajo duraba horas y horas, pues cuando no faltaba la balleta [1] era preciso ir a la furrielería en busca de limpia-cristales, y si había suerte y el furriel no estaba escaqueado en otra parte requería un vale de la oficina firmado por el sargento de semana o el cabo de cuartel para entregar el material…

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[1] Se trata de un error ortográfico. Debe decir “bayeta”. [Nota del digitalizador]