Выбрать главу

Era la suma de todos aquellos escaqueamientos ínfimos la que daba su ritmo al tiempo del cuartel, y hacía falta tener desde el principio la suerte, la habilidad o el enchufe necesarios para situarse en una posición que facilitara la tarea diaria de escaquearse sin sobresalto ni peligro. Hacía falta, para decirlo en términos militares, que le cayera a uno un buen destino, y esa circunstancia se dilucidaba en los primeros días de nuestra llegada. Había que lograr, informaba Radio Macuto, que lo destinaran a uno a lo que fuera, cualquier cosa menos quedarse en fusilero sin graduación, en carne de maniobra y de garita.

Había quien ya desde el principio sonreía con la suficiencia de los privilegiados, había individuos con gafas y ademanes fluidos que aseguraban que irían destinados a la plana mayor del batallón, sugiriendo parentescos o influencias que a los demás nos degradaban al rencor de la envidia. Había cocineros que tenían garantizado de antemano un estupendo porvenir en la cocina de oficiales, y médicos que se sabían destinados a no dar golpe y a repartir aspirinas en el botiquín. Los músicos esperaban con tranquila paciencia la hora de incorporarse al escaqueo perpetuo de la banda, y los casados o enfermos vivían en la expectación dolorosa de que les llegara la licencia. Pero los demás, casi todos, aguardábamos a que nos seleccionaran para algo con más temor que esperanza, y mientras tanto procurábamos aprender a escaquearnos, sustrayendo minutos a las obligaciones como rateros que distraen sin demasiada habilidad unas pocas monedas, esperando, aguantando, habituándonos gradualmente a la particular lentitud del tiempo, igual que si nos acostumbráramos a un clima más caliente o a un exceso de altura.

Nos hacían formar, a los recién llegados, nos clasificaban, nos numeraban, nos distribuían según normas misteriosas, variables y seguramente arbitrarias, nos pasaban lista, nos llevaban a un aula con pupitres de formica para rellenar impresos multicopiados con datos que ya habíamos escrito docenas de veces desde que ingresamos en el Ejército. En el apartado de Estudios yo resaltaba siempre mi licenciatura universitaria, con la tonta esperanza de que eso me deparase alguna ventaja, y en el de habilidades especiales consignaba mis conocimientos de mecanografía y de idiomas, exagerándolos con una mezcla de oportunismo y de absurda vanidad.

Aguardábamos en filas, en posición de descanso, contestábamos presente poniéndonos firmes cada vez que era pronunciado nuestro nombre, y al oírlo siempre nos estremecíamos de miedo y también de esperanza, pues no sabíamos nunca si nos estaban designando para un castigo o para un privilegio. En voz baja se murmuraba que a una parte de nosotros los destinarían a la Legión, por falta de voluntarios, o que a los que hubieran obtenido las puntuaciones más altas en tiro durante el campamento los destinarían a los convoyes de escolta de los mandos superiores, o que iban a licenciar a un cierto número de soldados, por exceso de cupo… Radio Macuto estaba emitiendo siempre, y como en el cuartel, durante los primeros días, las zonas de incertidumbre eran tan anchas, y el tiempo tan desocupado y tan lento, los boletines informativos del rumor y del chisme no conocían tregua. Nos formaban en el patio después de comer, en tardes soleadas y tibias que nos sumían en pesados trances de siesta, y un sargento o un cabo furriel nos indicaban que los soldados cuyos nombres fuesen leídos a continuación debían dar un paso al frente, o a la derecha o a la izquierda, y eso ya nos sometía a una angustiosa expectativa. Cada nombre que era leído provocaba un movimiento brusco en las filas de la compañía, alguien que se ponía firmes, que se golpeaba los costados con las manos abiertas, que gritaba presente y daba un paso a la derecha o a la izquierda pisoteando la grava con las suelas de las botas, quedándose, en cierto modo, a la intemperie, más vulnerable que los otros, inapelablemente elegido, aunque no supiese para qué. La lista de nombres de pronto se interrumpía, y los incluidos en ella eran llevados en formación a alguna parte que los demás ignoraban, sustituyendo el desconocimiento por las hipótesis absurdas o las suposiciones disimuladas de certezas:

– Ésos lo llevan claro: van a limpiar retretes.

– Son enchufados, seguro que los mandan de oficinistas al gobierno militar.

– Van a hacerles un reconocimiento médico.

– Son testigos de Jehová. Seguramente van a licenciarlos porque su religión les prohíbe llevar armas.

Desaparecían, y regresaban al cabo de minutos o de horas, sin contar nada preciso, como enfermos a quienes el médico no les ha dado un diagnóstico claro. Desaparecían o desaparecíamos, porque una vez mi nombre también estuvo en una de esas listas, y temblé igual que los demás (o más que muchos de ellos, pues no creo que me deba incluir entre los menos cobardes), pensando que ahora sí que iban a darme un puesto de oficinista o de intérprete o que se habían enterado de mi récord inverso durante los ejercicios de tiro y me iban a devolver al campamento. El miedo más radical estaba siempre dentro de uno, aletargado en las horas o días de aburrimiento, dispuesto siempre a irrumpir con rápida crudeza, como un dolor que desaparece y casi se olvida hasta que de pronto vuelve su punzada: me quedaba distraído en el patio, fumando un cigarro mientras esperaba a que me llamaran para una prueba de mecanografía, en uno de aquellos paréntesis de tiempo baldío a los que aún no me acostumbraba, y de pronto oía un grito, y regresaba al mundo y alzaba los ojos y era que alguien con galones en la bocamanga me estaba maldiciendo porque yo no lo había saludado cuando pasaba junto a mí, y yo tiraba el cigarro y me ponía firme y me ardía la cara, me llevaba la mano derecha a la gorra, murmuraba, a la orden, y aquel tipo me gritaba que lo repitiera más alto, a la orden qué, decía, y entonces yo me daba cuenta de que ni siquiera se trataba de un sargento, sino de un cabo primero, a la orden, mi primero, y el tipo apretaba el puño y me golpeaba con una especie de suave o cautelosa crueldad en el centro del pecho, ten cuidado conmigo, ten cuidado conmigo porque si no lo llevas claro: se erguía, se calaba aún más la gorra sobre los ojos, me miraba de un modo que me hacía acordarme de la mirada de Clint Eastwood en algún polvoriento spaguetti western, daba la vuelta, con las manos a la espalda, y se alejaba a grandes zancadas, haciendo como que no oía las burlas y hasta las risas mal contenidas de los veteranos.

Era el idiota del cuartel, supe enseguida, un militar vocacional, un reenganchado, el Chusqui, un chusquero, un atravesado y una mala bestia, el cabo primero de la Policía Militar. Era una sabandija, era más bajo y seguramente tenía menos años que yo, pero no por eso a mí me había asustado menos, y si la tomaba conmigo podía amargarme un año entero de mi vida, con aquella potestad aterradora e impune de la que se investía cualquiera que ostentase un grado mínimo de autoridad, un miserable galón rojo y amarillo de cabo primero. Estaba recuperándome todavía de aquel amargo sobresalto cuando de nuevo el corazón me dio un vuelco en el pecho: alguien gritaba mi nombre, porque me había llegado el turno para la prueba decisiva de mecanografía.

X.

El nombre había sido casi lo que más impresión hacía de aquel Regimiento, Cazadores de Montaña, que cuando lo leí por primera vez, aún en Vitoria, en la tarjeta que me dieron el día antes de la jura de bandera, me sugirió novelesca y amenazadoramente una fortificación en la ladera o en la cima de alguna montaña, en los Pirineos, en la linde con Francia, a donde el regimiento fue enviado un poco después de que yo me licenciara, por cierto, con la misión, decían, de impermeabilizar la frontera, de vigilarla para que no se infiltraran a este lado los comandos etarras que por aquellos años se daban una vida tan regalada en el país vasco-francés.

Cuando lo supe, ya relativamente a salvo del ejército, pero desorientado todavía en la vida civil, me pregunté qué clase de impermeabilización, palabra ya en sí laboriosa, habrían podido llevar a cabo mis compañeros de armas en las estribaciones boscosas de los Pirineos, con sus cetmes viejos, que o se disparaban solos y mataban a alguien o se quedaban encasquillados o tenían tan torcido el punto de mira que jamás daban en el blanco, con la costumbre inveterada del apoltronamiento y del escaqueo, compartida universalmente por mandos y soldados, que nos convertía a todos en una máquina formidable de ineptitudes y desastres.