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Llovía mucho esa noche, como tantas de aquel invierno y de los meses que le siguieron, y estábamos formados bajo los soportales, amontonándonos los unos encima de los otros, casi en la oscuridad, oyendo apenas, por el ruido de la lluvia y el ronroneo irrespetuoso de los veteranos, los turbulentos bisabuelos, la voz del sargento de semana, que después de pasar lista leía los servicios y los arrestos. A mí me ordenó más bien amenazadoramente que no me marchara después del rompan filas, así que cuando los demás gritaron aire, como todas las noches, y salieron corriendo como en una estampida hacia las escaleras de los dormitorios, yo permanecí quieto y asustado, igual que cuatro o cinco soldados a los que también se les había prohibido marcharse. El sargento vino hacia mí, con el cuaderno de la lista bajo el brazo y la gorra caída sobre los ojos, y me dijo en un tono de perfecto desprecio:

– Mañana a las ocho en punto te presentas en la oficina de la compañía. Te han nombrado escribiente.

Ahora me parece algo ridículo, pero aquella fue una de las grandes alegrías de mi vida, no mucho menos intensa que la que recibí años más tarde cuando el redactor jefe de un periódico me dijo que iba a publicarme mi primer artículo. Para sobrevivir uno acomoda siempre sus sueños a sus posibilidades, se cobija como puede en cualquier resquicio tan sólo un poco hospitalario de su malaventura, y eso son incapaces de advertirlo o de aceptarlo los doctrinarios del sufrimiento, que siempre exigen para ennoblecerse o para ennoblecer a otros desdichas absolutas, obras maestras de la amargura o del fracaso. En el campamento y en el cuartel yo había conocido a alguno de aquellos héroes ostensibles del dolor, que no por casualidad solían tener estudios universitarios, y que precisamente por eso estaban convencidos de sufrir más que la soldadesca iletrada que los envolvía: lo que les molestaba del servicio militar parecía que no era su sinrazón permanente y su inútil barbarie, sino el hecho de que ellos se vieran obligados a cumplirlo.

Por inercia, por necesidad de conversar con alguien, seguramente también por vanidad, yo me había aproximado a alguno de ellos, me había reconocido a veces en el desamparo y en la debilidad física que manifestaban casi todos, en el modo furtivo con que sacaban un libro de un bolsillo del uniforme de faena aprovechando unos minutos de descanso, en el pavor y en la extrañeza de un mundo agobiante en el que nada más que la obediencia ciega y la brutalidad física importaban. Pero también había algo muy poderoso, aunque todavía desconocido para mí, que me apartaba de ellos, y era tal vez el aire de exclusividad con que vivían un cautiverio común, la apariencia entre puritana y exquisita de no transigir nunca con los alivios vulgares que otros aceptaban, fuesen el grito jubiloso de aire después de romper filas o una cerveza tibia de litro compartida en el Hogar del Soldado mientras se veía una película en la televisión.

A mí, que me destinaran a la oficina, o para ser más exactos que me nombraran escribiente, me dio la noche en que lo supe una felicidad sin paliativos, pero era tan incapaz entonces de mostrar mis sentimientos verdaderos ante quienes me parecían más sofisticados o de mejor crianza que yo que oculté lo mejor que pude mi entusiasmo al contarles la noticia más tarde a los dos o tres universitarios con los que había hecho una cierta amistad. Experimentaba algo que después ha sido muy frecuente en mi vida, pero que entonces no sabía entender: que se me manifestaran afectuosas condolencias por algo que en realidad a mí me alegraba mucho, y que había deseado mucho más de lo que pudieran imaginarse quienes me felicitaban tan tristemente por haberlo conseguido.

La alegría da insomnio: uno no quiere resignarse a dormir. Me imaginaba, en la oscuridad instantánea que sobrevenía después del toque de silencio, un apacible porvenir de oficinista, sin guardias, sin maniobras, sin caminatas sobre el barro, copiando a máquina escritos oficiales y listas de nombres y aprovechando las horas de holganza, que seguramente serían muchas, para leer cerca de alguna estufa eléctrica los poemas de Borges, las novelas de Graham Greene, de Juan Carlos Onetti y de John le Carré que entonces, como ahora, me gustaban tanto. Después de dos meses amargos de empanamiento y desamparo veía abrirse ante mí el reino cálido del escaqueo militar, y cuando pensaba en mis compañeros, en los que ahora dormían o conversaban en voz baja o se masturbaban cautelosamente o gritaban bromas a mi alrededor, los que no habían logrado ningún destino, los que iban a pasarse cerca de un año haciendo guardias y marcando el paso, cuando me comparaba con ellos, casi me decía canallescamente:

– A mí me jodería.

A las siete en punto, en cuanto empezó a sonar el toque de diana, me desperté de un sueño ligero y feliz y salté de la litera, abrí como un autómata la taquilla con la llave que llevaba, como todos, colgada del cuello, de un cordón de zapatos, me puse la guerrera, los pantalones y la gorra, metí los pies en las botas, salí corriendo de la compañía, bajé atropellándome con otros las escaleras hacia el patio, donde seguía lloviendo y aún era de noche, busqué mi sitio en la fila, bajo los soportales, me cubrí con el soldado que tenía delante, me golpeé los talones con las botas flojas y los costados del pantalón con las manos abiertas cuando el cabo de cuartel dio la orden de firmes, aguardé a que se pusiera firme también él para darle novedades al sargento de semana, quien a su vez le ordenó que nos ordenara derecha y descanso, a fin de ordenarnos luego que volviéramos a ponernos firmes, porque iba a darle novedades al oficial de guardia, que le ordenaría que nos ordenara lo mismo que él le había ordenado al cabo de cuartel… Una de las tareas más constantes en el ejército era la de dar y recibir novedades, que se transmitían como impulsos de telégrafo desde los rangos más bajos a los más altos, desde el cabo cuartel dándole novedades al sargento de semana al coronel del regimiento dándoselas al general gobernador militar, pero las novedades que se daban de manera incesante eran siempre las mismas, es decir, que no había novedad.

Esa madrugada a mí me daba igual, incluso me complacía en aquel mecanismo repetido, amplificado, automático, perfectamente inútil. Yo iba a ser escribiente, me faltaba una hora para presentarme en la oficina, para ponerme a escribir a máquina y escaquearme en sutiles tareas administrativas mientras los demás hacían gimnasia en calzón corto o marcaban el paso con el cetme al hombro sobre la grava del patio, calados por la lluvia, entontecidos por la monotonía de las órdenes y de los movimientos, muertos de tedio y ateridos por la humedad en las garitas de las guardias, mirando subir la niebla sobre el río Urumea.

Y unos minutos antes de las ocho, cuando la compañía entera vibraba con la agitación de las órdenes y de los fusiles recién sacados de la armería, aquel estrépito singular de culatas y hebillas golpeando los costados, de cargadores chocando entre sí o ajustándose secamente en su lugar, de taquillas abriéndose y cerrándose, aquella premura de estar formados a las ocho en punto para la izada de bandera, yo caminé en dirección contraria a la del turbión de soldados que se lanzaba hacia la salida de la compañía: no bajaría a formar, y era posible que tardara mucho tiempo en cargar de nuevo con un fusil; había triunfado en la vida.

Llamé a la puerta de la oficina, y nadie respondió: recordé algo que olvidaba siempre, que en el ejército no se llama nunca a una puerta, que se abre con energía, se asoma la cabeza, se distingue instantáneamente a la persona de más graduación que haya en ella, y sin soltar el pomo se le pone uno a la orden.

– A la orden, mi brigada, ¿da usted su permiso?

Había un brigada menudo y pelirrojo y dos soldados con barba sentados alrededor de una mesa, y nada más entrar allí se notaba que la oficina era un espacio más cálido, casi hogareño, no sólo por lo reducido de sus dimensiones y por la estufa de butano que ardía en un rincón, sino porque además olía a café caliente, a cigarrillos rubios y a coñac: el brigada estaba leyendo el periódico y tomándose un café con leche al que le añadía de vez en cuando chorros prudentes de coñac, y los dos oficinistas desayunaban tan calmosa y tan privadamente como él, aunque sin la añadidura del licor, que debía de ser un privilegio de la superioridad.

– A la orden, mi brigada -me cuadré lo mejor que pude y me presenté de la forma exactamente reglamentaria, es decir, recitando mi nombre y mis dos apellidos: era una forma ridícula de presentarse, y en realidad sólo la usaban los conejos más empanados y los pelotas más febriles.

– Descansa, hombre, descansa, que tampoco es para tanto -dijo el brigada, y le guiñó el ojo a uno de los oficinistas, al mismo tiempo que sorbía un trago de café con leche recién bautizado de coñac-. ¿Tú eres el escribiente nuevo?