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– Te cagas.

Aquello era un manifiesto lacónico, una declaración de principios, un reconocimiento de derrota, una interjección al mismo tiempo de protesta y de fatalismo, de indiferencia y de horror. Entraba en la oficina con tumulto mular el sargento Valdés, buscaba algo, nos desordenaba todos los papeles, tiraba al suelo la copia de un escrito oficial y la pisaba con una bota sucia de barro, nos amenazaba con meternos quince días de prevención o con hacer de nosotros carne de garita si no le encontrábamos lo que buscaba, Matías se desvivía sonriendo y fingiendo actividad y repitiendo sí, mi sargento, a la orden mi sargento, y resultaba entonces que el papel aparecía inopinadamente o que el sargento lo había llevado desde el principio en un bolsillo de la guerrera, así que bufaba un poco apretando los dientes, se marchaba y cerraba de un portazo, y cuando nos quedábamos solos en la oficina y a Matías aún le duraba en la cara la sonrisa de servicialidad era Salcedo quien nos ofrecía un juicio definitivo sobre la invasión:

– Te cagas.

Era eso lo que decía cuando la lluvia arreciaba en las tardes oscuras de invierno, o cuando veíamos por el bulevar de San Sebastián una manifestación de abertzales que quemaban pilas de neumáticos y autobuses enteros, o cuando nos refugiábamos tras las cristaleras de una cafetería para que los antidisturbios no nos fulminaran con pelotas de goma y gases lacrimógenos cuyos destinatarios no eran los abertzales, sino cualquier figura humana que se moviera por las cercanías, o cuando probaba en el comedor la primera cucharada de un guiso abominable, o cuando el pobre brigada Peláez, que era tan novato como yo en aquel cuartel y en aquella oficina, le daba para copiar a máquina una carta llena de faltas de ortografía. El brigada se iba, recordándonos que si lo necesitábamos estaría en la sala de suboficiales, nos indicaba con un gesto de las manos que no nos levantáramos, y Salcedo, con los codos sobre la mesa, releía el borrador, contaba las faltas y los disparates sintácticos, movía resignadamente la cabeza, con incredulidad, ya sin asombro, como si al cabo de seis meses en el ejército hubiera comprendido que cualquier disparate era verosímiclass="underline"

– Te cagas.

Entre Matías y Salcedo me fueron introduciendo en los misterios burocráticos de la compañía, que eran de una complejidad tan irreal como laboriosa, pues su finalidad consistía en inventar administrativamente un mundo perfecto, pero separado de cualquier vínculo con la realidad, del mismo modo que el mundo del cuartel estaba separado herméticamente de lo que sucedía al otro lado del río Urumea. Todo se hacía por escrito, todo se copiaba por duplicado o triplicado y se anotaba en los registros de entrada y de salida, se repartía por otras dependencias y se archivaban las copias en el armario metálico. Prácticamente todos los días se redactaba una lista de los miembros de la compañía, detallando graduaciones, permisos, arrestos, raciones de pan y plazas en el comedor, y cada tarea llevaba consigo el correspondiente formulario y exigía una redacción peculiar, un cierto número de trámites sinuosos, firmas y sellos que la corroboraran.

En la cumplimentación y en el reparto de todos aquellos papeles, desde tarjetas de identidad y solicitudes de permiso a oficios en los que se comunicaba una baja por enfermedad o un arresto, los oficinistas pasábamos hacendosamente la mayor parte del día, aunque también se consideraban incluidas entre nuestras obligaciones la limpieza de la oficina del capitán y el servicio ocasional de cafés con leche y copas de coñac a los suboficiales, que algunas veces parecía que tomaban nuestro breve recinto como la sucursal de un casino, y se recostaban en el sillón cruzando las botas de montaña sobre la mesa y fumaban tirando la ceniza y las colillas al suelo, aunque tuvieran delante un cenicero, exhibiendo musculosos antebrazos y rolex sumergibles en los que nunca faltaba la pertinente banderita. Un día, el sargento Martelo, sabiendo que Salcedo poseía una excelente habilidad para plastificar documentos, abrió su cartera con el gesto de quien va a exhibir un fajo de billetes y le entregó una foto de Hitler que tenía en el reverso una svástica, ordenándole que se la plastificara. Mientras buscaba el plástico adhesivo y las tijeras, Salcedo murmuró en voz muy baja a mi lado:

– Te cagas.

Yo era un aprendiz, al principio, un subalterno voluntarioso y callado, muy dócil, obediente a todo lo que me mandaban, aunque no me enterara mucho, dada la complejidad mandarinesca de las fórmulas y los procedimientos administrativos, que Matías me explicaba con una sonrisa blanda y animosa, de pedagogo o de psicólogo, dotado de una paciencia cristiana para mis equivocaciones. Me ponía a copiar a máquina escritos antiguos, para que me fuera aprendiendo las fórmulas obligatorias, tengo el honor de comunicar a V.S., Ruego a V.E., Dios guarde a Vd. muchos años, me dictaba despacio, señalándome las comas y los puntos, me daba una regla, un lápiz, una goma y un puñado de folios y me encargaba enigmáticamente que los rayara o los cuadriculara uno por uno, deteniéndose a hacerme ver cómo se trazaba una línea recta con la ayuda de la regla, me pedía que lo acompañara en su recorrido matinal por las dependencias del cuartel para que así pudiera yo aprenderme punto por punto el itinerario, siguiéndolo como si fuera su sombra, el secretario o ayudante de Matías, su acólito.

Debía de ser un par de años más joven que yo, pero me parecía mayor, más digno de respeto, no sólo por su veteranía, o por su barba, o por el aire de prematura vejez que suelen tener las personas con la boca sumida y la barbilla saliente, sino porque uno de los efectos que el ejército estaba teniendo sobre mí era el de olvidarme de mi edad verdadera, situándome en un estado de ánimo como de permanente y acobardado aprendiz, en una posición de inferioridad aceptada con respecto a mis superiores, parecida a la del alumno adolescente e interno con respecto a los curas penitenciarios del colegio, una distancia radical, aunque falsa, de la persona adulta, portadora de la autoridad.

Yo iba a cumplir veinticuatro años, y Matías tenía veintidós, pero cuando me equivocaba haciendo algo que él me había explicado me sentía tan abatido y tan ridículo como un adolescente. Algunos sargentos no pasaban de los veinte años: el teniente Postigo, recién salido de la academia de oficiales, y también llamado el teniente Castigo por el rigor con que los aplicaba, tenía veintiuno, y el capitán, a quien Salcedo y yo le limpiábamos la oficina todas las mañanas, veinticinco. Pero a todos ellos, a poco que me descuidara, yo los veía como adultos severos o amenazadores, y sin darme cuenta me humillaba para obedecerlos, me arrancaba o escondía una parte de mi experiencia y de mi edad para aceptar su dominio sobre mí tan instintivamente como un niño débil se encoge para no soliviantar a un grandullón.

– A ver, escribiente, tráeme el periódico.

– A la orden, mi sargento.

– Me cago en diez, muévete, que estáis todos empanaos.

– Es que es nuevo, mi sargento, hay que comprenderlo.

– Tú te metes las lengua en el culo, Matías, que a ti no estaba hablándote.

– A la orden, mi sargento.

A primera hora de la mañana, después de la firma y de la cumplimentación del registro de salida, que se llevaba a efecto en unos libros grandes y apaisados como lápidas, Matías iba distribuyendo el surtido diario de escritos en los diversos apartados de una gran carpeta de acordeón que constituía el cofre del tesoro y el emblema de la oficina, el símbolo augusto de la veteranía del escribiente bisabuelo que la transportaba. Era, igual que casi todo en el ejército, un artefacto arcaico y maltratado por los años, con las tapas de cartón recio, con gomas elásticas y cintas, una carpeta de funcionario prolijo y camastrón del siglo XIX.

Alguna vez, en un futuro de varios meses más tarde que sin embargo a todos nos resultaba muy lejano, yo me constituiría en portador de aquella carpeta, que ahora Matías estaba a punto de legar o de traspasar a Salcedo. Por lo pronto actuaba de acólito en el itinerario matinal y pastoral de Matías, fijándome, a instancias suyas, en cada uno de sus actos, imitando la mansedumbre algo eclesiástica con que se quitaba la gorra y bajaba la cabeza antes de entrar en las oficinas catedralicias del batallón o el paso resuelto con que atravesaba las dependencias de menor rango, repartiendo saludos, sonrisas y oficios como si repartiera estampitas piadosas o bendiciones de cura moderno y laboral. A su lado fui internándome en las profundidades más desconocidas, en las dependencias más insospechadas y raras del cuartel, descubriendo otro mundo en gran parte sumergido bajo las apariencias castrenses y casi del todo ajeno a ellas, un laberinto de oficinas ocultas, inactivas, silenciosas y umbrías, como covachuelas de los tiempos de Fernando VII, un alcantarillado de almacenes de objetos anacrónicos, de talleres de guarnicionería o talabartería, de cuadras, de cocinas inmensas y cámaras frigoríficas en los que se conservaban reses enteras que habían llegado ya congeladas de Argentina en los años cincuenta, de buhardillas irrespirables de tan polvorientas en las que reinaban furrieles misántropos como ermitaños, excéntricos como robinsones o buhoneros que hubieran reunido a base de rapiña tesoros de despojos, montañas de correajes o de botas, muros colosales de uniformes viejos y de mantas.