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Hasta entonces yo había recorrido el cuartel en línea recta, en fila, como un autómata, siempre marcando el paso, siempre siguiendo una línea de puntos, lo mismo en el espacio que en el tiempo, del patio al dormitorio, del monolito a la puerta de salida, de la formación de diana a la del desayuno. Ahora, a la zaga de Matías, con el salvoconducto recién adquirido de mi destino de escribiente, yo ingresaba en territorios inaccesibles, en espacios cerrados o prohibidos, y siempre había que quitarse la gorra al entrar bajo techado y que volver a ponérsela al salir, y que decir a la orden y da usted o da usía su permiso, y si al subir uno por una escalera bajaba por ella un superior había que cederle el pasamanos, o en su defecto la derecha, porque el menor descuido podía significar un arresto, el trastorno de un permiso o de un fin de semana, y por mucho que uno se esforzara nunca podía sentirse a salvo de la equivocación o del castigo.

Levanta más la cabeza, me asesoraba Matías, pide permiso en voz más alta, no vayan a no oírte, no camines demasiado despacio, no sea que piensen que andas escaqueado, ni tampoco muy aprisa, para que no sospechen que te escapas de algo. Había grandes oficinas con balcones al patio, con techos artesonados, suelos de tarima y puertas de cristal escarchado, y en ellas se veía a veces de lejos a algún comandante o teniente coronel que parecían imitar el porte de los militares británicos de las películas, y que de algún modo se correspondía con el lujo tronado y anacrónico del mobiliario. En aquellas oficinas pasaban una mili indolente y dorada los beneficiarios de los mayores enchufes, hacia los que Matías profesaba un desdén populista, de escribiente de base, como si dijéramos, de becario pobre que se lo ha ganado todo a pulso y a quien ni siquiera su bondad cristiana exime por completo del resentimiento.

Por escaleras de mármol, con pasamanos de madera bruñida, cruzando altos dinteles con bajorrelieves de símbolos militares, Matías y yo ingresábamos en las dependencias de la más alta autoridad, pero después de dejar allí un cierto número de papeletas y de oficios y de recoger otros tantos viajábamos al otro extremo de aquellas secretas arquitecturas sociales, y entregábamos un papel en una cuadra donde los soldados olían a sudor y a estiércol exactamente igual que los caballos y los mulos a los que cuidaban. A los caballos y a los mulos se les pasaba lista de diana y de retreta, igual que a la clase de tropa, y el soldado que se ocupaba de cada uno de ellos lo sostenía de la rienda y gritaba presente poniéndose firme cuando escuchaba el nombre del animal.

Nos deteníamos un rato en el portal de remendón del subteniente guarnicionero, que era un hombre mayor, calvo, vestido entre de paisano y de militar, tan apacible que era muy raro cuadrarse ante él, tan solitario y absorto como un jubilado: con el subteniente guarnicionero Matías hablaba como si le hablara a un lugareño sentencioso, a gritos, porque el hombre estaba algo sordo, y después de hacerle entrega de algún papel y de una parte evangélica de su cordialidad me urgía a continuar nuestro recorrido.

Íbamos a la imprenta, atendida por dos hermanos gemelos que eran pelirrojos y tenían algo de articulado en sus movimientos, entrábamos en la oficina del capitán ayudante, donde entregábamos un vale para las raciones diarias de pan, y donde el capitán ayudante y el soldado oficinista no parecían tener otra misión que la de esperarnos a nosotros y guardar nuestro vale en un cajón, subíamos de nuevo por escaleras nobiliarias al gabinete topográfico, en el que unos cuantos soldados con gafas y ademanes de universitarios enchufados examinaban grandes hojas de mapas como si fueran frailes medievales preparándose para emprender una copia que duraría décadas, y procurábamos terminar el recorrido en las cocinas, donde entregábamos el parte de los soldados que asistirían al comedor y recibíamos a cambio, si había suerte, un tazón de chocolate o incluso una chuleta a la plancha. Algunas veces nos cruzábamos con el páter, el capellán castrense, vestido de clergyman, porque sólo se ponía la sotana y el manteo para la ofrenda a los Caídos de los viernes, junto al monolito. Matías se paraba a charlar con él, y se notaba que al verlo había vencido la tentación de inclinarse para besarle la mano: hablaban un rato del Hombre, o del compromiso con el Otro, o de darse a los demás en Cristo, y yo asistía a sus conversaciones, a sus blandas disputas de teología social, con una sonrisa mimética de la de Matías, como sonríe uno y mueve la cabeza cuando le hablan en un idioma extranjero y finge que se entera de algo.

Dar la vuelta al cuartel repartiendo y recogiendo papeles era cada mañana como dar la vuelta al mundo cerrado y populoso en el que vivíamos, y para no perderme cuando tuviera que repetir yo solo aquel trayecto procuraba fijarme en detalles que me orientaran y decía que sí a todas las explicaciones que me daba Matías, sonriéndole con atención incondicional, con gratitud, como si estuviera enterándome de algo. Desde arriba, desde la galería que daba la vuelta al patio, yo veía con alivio y sin la menor solidaridad a los otros, los condenados a la instrucción o a la gimnasia, los que braceaban y marcaban cansinamente el paso, con el cetme al hombro, siguiendo al cabo de guardia que los repartiría por las garitas, los que bajaban despavoridamente a formar porque estaba sonando el toque de retén.

Yo me había escapado, yo había logrado escaquearme, y calculaba, aconsejado por Matías, que en cuanto le diera un poco de coba a mi paisano el brigada Peláez éste me buscaría un permiso. Me sentaba delante de la máquina, esperando a que Matías o Salcedo me dictaran algo, y mientras escribía listas de nombres o extravagantes fórmulas protocolarias y abreviaturas idénticas a las del barroco miraba absorto por la ventana que tenía frente a mí, miraba el patio en el que durante tantos meses no dejó de llover, las filas de ventanas idénticas que se iban iluminando una por una mientras caía la noche prematura del norte.

Algunas tardes, después del toque de homenaje a los Caídos y de la bajada de bandera, que indicaba melancólicamente la hora de paseo, en lugar de salir a San Sebastián me quedaba en la oficina por el gusto de estar solo en ella, cerraba con llave, me ponía a leer, permanecía atento para prevenir el sonido de los pasos de algún suboficial, y si oía el gruñido y los taconazos del sargento Martelo o del sargento Valdés apagaba la luz y me quedaba inmóvil en la penumbra hasta que dejaban de golpear la puerta y se marchaban, no sin sacudir el pomo como si les costara convencerse de que la llave estaba echada, como si quisieran arrancarlo.

Una noche, al volver de la formación de retreta, encontré reventada mi taquilla. Los robos eran frecuentes en la compañía, pero a mí los ladrones no me habían quitado nada, limitándose a desordenar mi ropa, los pocos libros que guardaba. Cuando di parte del hecho al sargento Martelo, que era entonces sargento de semana, me miró de través, como miraba a todo el mundo, y me dijo que si no tuviera el empanamiento que tenía no me pasarían esas cosas.

A los pocos días, ya de noche, con la compañía desierta, porque aún no habían terminado las horas de paseo, yo copiaba a máquina un trabajo que debíamos entregar a la mañana siguiente mientras Salcedo limpiaba la oficina del capitán. Sonó el teléfono interior, el que el capitán utilizaba para darnos las órdenes: Ven enseguida, me dijo Salcedo. Empujé con sigilo la puerta de la oficina contigua y Salcedo, con la escoba y el trapo del polvo en la mano, como dispuesto a fingir que limpiaba si alguien nos sorprendía, me señaló sin decir nada un papel que había encima de la mesa. Era un escrito oficial, atravesado diagonalmente por un sello en tinta roja que daba sobre todo, o al menos eso pienso ahora, una impresión de melodramatismo y de novelería: Alto secreto.

Era un informe dirigido al capitán sobre un soldado que acababa de incorporarse a la compañía: con estupor primero, con un miedo súbito, recobrando de golpe el sentimiento de vulnerabilidad que me había angustiado cuando era un recluta, leí mi nombre en el informe. Desde la capitanía general de Burgos le comunicaban al capitán que yo había sido detenido por la policía en 1974, produciéndose en manifestación no pacífica, según los términos de aquella prosa entre confidencial y administrativa. Elemento potencialmente peligroso, continuaba el informe, se ruega discreta vigilancia durante seis meses. Encima de la fecha estaba escrita la misma fórmula que yo repetía diariamente en los oficios que Salcedo y Matías me dictaban: Dios guarde a Vd. muchos años.

XIII.

Quiero acordarme de la textura peculiar del miedo, de su cualidad del todo física, a la vez una punzada como de vértigo o de náusea y un peso sobre la respiración, una suma instantánea de todas las formas del miedo a la autoridad que uno había conocido en su vida, en su infancia escolar y franquista, el estremecimiento en la nuca una décima de segundo antes de que un cura me golpeara en ella con los nudillos secos y cerrados como un garfio, el sobresalto de oír pasos y cerrojos viniendo por el corredor de un sótano de la Dirección General de Seguridad, el terror ante la posible irrupción nocturna de la policía en un piso que compartí con militantes comunistas en el siniestro invierno entre 1976 y 1977, cuando había empezado a llegar la libertad sin que se retirase todavía la dictadura y vivíamos en una confusión turbia y asustada, en oscilaciones de alegría en el fondo cobarde y aluviones de pavor, de oscuridad y de sangre.