Venenoso y patético, el Chusqui bajaba las escaleras golpeando muy fuerte los peldaños, con energía castrense, con rapidez gimnástica, se llevaba la mano a la sien al cruzarse con un superior y luego la dejaba caer con ese desgaire que era el dandismo de los veteranos, salía al patio, haciendo rechinar la grava, braceando, tal vez marcándose el paso a sí mismo en el interior de su cerebro empecinado, un, dos, er, ao, y entonces, viniendo no se sabía de dónde, de una ventana abierta o de las barandillas de hierro de la galería, se escuchaba un grito que le hacía volverse rígido de furia y buscando al culpable anónimo sin la menor esperanza de identificarlo:
– ¡Chusqui, aquí te vas a quedar!
Esa era su tragedia, que quería quedarse y no lo dejaban. El Chusqui era un solitario, un iluminado, un incomprendido, un místico de la marcialidad y del escalafón, el creyente más fanático de una religión que sin embargo no lo aceptaba entre sus fieles, el admirador más fervoroso de héroes que menospreciaban su entusiasmo y ni siquiera llegaban a sentirse envanecidos por él. Los sargentos, hacia quienes lo inclinaban la chulería innata, la disposición sentimental y la proximidad jerárquica, tendían a menospreciarlo para enaltecerse comparativamente a ellos mismos, y porque entre un cabo primero y un sargento, por mucha vocación que el cabo tuviera, había una insuperable diferencia de casta: el cabo primero era clase de tropa, y el sargento pertenecía al rango de los suboficiales, y eso los situaba en mundos que aunque fueran contiguos estaban separados por un muro tan hermético como el de lo estamentos en el Antiguo Régimen o el de las clases en la Inglaterra victoriana.
En los grados inferiores de toda organización muy jerarquizada suele darse una conciencia de los privilegios y de los matices menores de la dominación más aguda y seguramente más cruel que en los escalones altos: un comandante, un teniente coronel, un general, veían a la tropa como una gran mancha más o menos geométrica cuyos elementos individuales, si se distinguían, resultaban siempre borrosos, casi abstractos, puramente numéricos. Para los sargentos y los brigadas, sin embargo, los soldados éramos una presencia continua, incompetente, deslavazada, haragana, sordamente hostil, al mismo tiempo intrusos o civiles emboscados y carne de cañón. Estaban diariamente tan cerca de nosotros que tenían que erguirse con jactancia simbólica para distinguirse de la chusma con la que no era difícil que se les confundiera de lejos: los sargentos, igual que los cabos, llevaban galones en la gorra, en las hombreras y en la bocamanga, y no estrellas, como los oficiales.
En los desfiles, los oficiales iban a unos pasos por delante de sus compañías, accionando los sables, que relucían al sol con un brillo de plata, con una curvatura de sables novelescos de esgrima o de carga de caballería. Los sargentos marchaban en la formación, en primera fila, pero dentro de ella, con subfusiles al costado, como los cabos primeros, como el iluminado Chusqui, que a cada convocatoria para la academia en la que era suspendido se aproximaba más a la ruina de sus sueños: al provenir de un reemplazo normal, el Chusqui sólo podía reengancharse un número limitado de veces, de modo que si no lo admitían en la academia de suboficiales se vería obligado a licenciarse más o menos al cabo de un año. Lo que él más temía era justo lo que más ansiábamos todos los demás, y los días y las semanas y meses que nosotros borrábamos en nuestros almanaques como victorias personales contra la lentitud del tiempo eran para él los episodios consecutivos de su fracaso.
Aquella discordia, aquella pasión imposible, aquel empecinarse en estudiar temarios de examen que nunca penetraban en su cabezón berroqueño, convertían al Chusqui en un misántropo más peligroso que un alacrán, pero también en una parodia y casi en un héroe de un propósito solitario que nadie le agradecía y que no provocaba otra reacción que el escarnio. Aun cuando llovía más recio cruzaba el patio en diagonal, a cuerpo limpio, sin impermeable, renunciando a la blandura afeminada o civil de ampararse de la lluvia en los soportales, con la pechera de la camisa abierta, con los brazos desnudos hasta la altura de los bíceps, con la pistola al costado, atada al muslo con una cinta negra, y la mano derecha oscilando abierta junto a ella, como un discípulo más bien de Lee van Cleef o del primer Clint Eastwood que del Gary Cooper de Solo ante el peligro, película que le sería menos familiar que los spaguetti westerns de su adolescencia, y de la mía. El agua le oscurecía los hombros y le chorreaba por la visera de la gorra, pero él seguía avanzando firme y un poco encorvado hacia adelante, braceando en sincronía perfecta con sus zancadas castrenses, y parecía entonces que estaba solo contra las adversidades del mundo, solo e indiferente a las miradas de burla que lo espiaban, marcándose el paso con un metrónomo cerebral e inflexible, el mismo que aplicaba en la instrucción a los soldados zánganos que tenía asignados, un, dos, er, ao, y estaba tan embebido en su fantasía militar o llovía tan fuerte sobre la grava del patio que ni siquiera levantaba los ojos ni se volvía en busca del culpable cuando desde una ventana del Hogar del Soldado una voz irreverente y beoda repetía el grito de costumbre:
– ¡Chusqui, aquí te vas a quedar! -y replicaba otra:
– A mí me jodería.
Y allí nos quedábamos, no sólo el Chusqui, sino casi todos nosotros, salvo los bisabuelos a punto de licenciarse y algún dudoso enfermo o gordo excesivo a los que un tardío tribunal militar declaraba inútiles totales, como aquel gordo de la provincia de Cáceres que estaba conmigo en el campamento y que se comió un bocadillo de chorizo en el momento más solemne de la jura de bandera, un gordo magnánimo y feliz, rotundo, con un culo temblón y una perfecta panza búdica, invulnerable a las humillaciones del pelotón de los torpes y a cualquier amenaza de arresto por su lentitud o su torpeza. Al gordo lo habían destinado, igual que a mí, a San Sebastián y a Cazadores de Montaña, y luego a la segunda compañía, pero ni siquiera en Jaizkibel había adelgazado un gramo ni perdido aquel embotamiento de digestión feliz en el que parecía siempre dormitar. Una mañana, hacia las once, al salir de la oficina, lo vi vestido de paisano en su camareta de la compañía, que a esas horas estaba desierta. Era extraordinaria la rapidez con que se había despojado no sólo de la ropa militar, sino de cualquier actitud vinculada al ejército. Con dedos gruesos y cortos se ceñía al diámetro hinchado del vientre una cazadora, y al verme se echó a reír guiñando mucho los ojos, con una perfecta felicidad de lama imperturbable:
– Oficinista, aquí te vas a quedar. ¿Y sabes lo que te digo?
– Que a ti te jodería.
– Exacto.
Famélicos de envidia, estrangulados de congoja, como aplastados por la cruda y recobrada conciencia del porvenir eterno que nos esperaba, mirábamos irse a los bisabuelos y aceptábamos tristemente la repetición de sus burlas y el escándalo violento de sus celebraciones, en el curso de las cuales no era inusual que repitieran con nosotros, al fin y al cabo todavía conejos, alguna de sus más selectas novatadas. Durante la formación de retreta se tambaleaban en las últimas filas con las gorras torcidas, y ni siquiera el toque de silencio detenía su juerga, a pesar de que el imaginaria y el cabo de cuartel y hasta el sargento de semana les gritaran amenazas que ya no tenían el menor efecto sobre los más borrachos o los más amontonados. Tras el rompan filas gritaban ¡aire! con más furia que nunca, ebrios de antemano de libertad, trastornados por la cercanía de lo imposible, el cumplimiento del sueño único y común que los había atormentado y sostenido durante catorce meses, el que compartíamos en todos los cuarteles y campamentos del país unos trescientos mil soldados, cabos y cabos primeros, con la excepción del Chusqui, la entrega de la Blanca.
Si estaban libres de servicio se emborrachaban todas las tardes en el Hogar del Soldado, cantando mientras golpeaban las mesas y vaciaban botellones de cubata apócrifo y de calimocho, que era una bebida bárbara hecha de refresco de cola y de vino tinto peleón, un cubata de pobres que provocaba luego resacas mortíferas. Entonaban a gritos Ardor guerrero y El vino que tiene Asunción y Asturias patria querida, canción que por esa época no había sido elevada al rango de himno regional y era todavía patrimonio de las cuadrillas civiles y militares de borrachos. Sin demasiada precaución, porque era raro que los mandos entrasen en el Hogar, fumaban porros de hachís, que al mezclarse con los efectos del tinto malo y de la ginebra de garrafa los exaltaban primero en un delirio de temeridad y luego los sumían en un muermo negro de pesadumbre y resaca, en un sopor de animales tristes.