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Los más malévolos, los más politizados entre nosotros, suponíamos que la intención oculta de los militares era que en caso de un golpe de estado las tropas carecieran de vínculos personales con el territorio que ocuparan, lo cual facilitaría la eficacia de la represión. Pero yo no creo ahora que en el ejército español, y menos aún en sus cavernas golpistas, hubiera esa capacidad de sofisticaciones estratégicas. Sea cual fuese el motivo, lo cierto es que los cazadores de montaña de San Sebastián constituíamos una especie de Legión extranjera en tono menor, una desastrada confusión de orígenes y acentos en la que apenas se advertía el balcanismo que sin embargo ya estaba incubándose, y que a veces se manifestaba más como un exabrupto o un rasgo de mala leche que como un síntoma de algo: de pronto, sin venir a cuento, un valenciano se embravecía porque le habían llamado catalán, o un voluntario vasco censuraba cruelmente a otro por decir Bilbao en vez de Bilbo o San Sebastián y no Donostia.

Se observaba que había, en los gallegos y en los canarios, una solidaridad en el desamparo y la pobreza, un agruparse en el miedo al mundo desconocido al que el ejército los había arrojado, en la lealtad masónica o de cristianismo primitivo a los alimentos de la tierra de origen, que para los canarios era la más remota, la más definitivamente extraña: recuerdo la cara diminuta y cobriza de un campesino de Lanzarote al que siempre le venía grande la ropa y el correaje, su expresión de incredulidad y maravilla y hasta de pavor la primera vez que vio la nieve borrando el paisaje de parameras de Vitoria. A los catalanes se les notaba enseguida que provenían de una tierra próspera y bien organizada, y que una vez que se alcanza un cierto nivel de vida las nostalgias por el lugar de origen se vuelven mucho más tolerables. Un catalán nunca llamaba catalán a un compatriota; un gallego, al dirigirse a otro, siempre le decía galego, y los canarios acentuaban la intimidad de su pertenencia doblando el vocativo:

– Canario, me dijeron que trajiste gofio, canario.

Los gallegos se agrupaban en los rincones de las camaretas con los hombros muy juntos y las cabezas bajas, compartiendo el lacón o el orujo traído por uno de ellos que hubiera vuelto de permiso, o llegado en uno de aquellos paquetes de cartón atados con cuerdas que encarnaban el sueño de la gula igual que las revistas pornográficas y las chicas golfas de los barrios marginales encarnaban el de la lujuria. A los gallegos de origen aldeano los unía el idioma, la medrosidad, el arraigo en las topografías y en las nomenclaturas rurales: se emborrachaban sin escándalo, y se reblandecían entonces en una sentimentalidad de casa regional y de escudo de porcelana o de plástico con un hórreo y una gaita y una inscripción de las que se veían hace años en las ventanillas traseras de los coches, en los tiempos del zoi ezpañó, cazi ná: eu tamen son galego.

De los canarios descubría uno lo que seguramente no habría sabido de no ser por el ejército, que su identidad regional, aún poco celebrada, a pesar de un lunático que por aquellos años proclamaba desde una emisora de Argelia el derecho a la independencia y la africanidad de las islas Canarias, se subdividía en un encono de identidades menores, la de los chicharreros y la de los canariones, a quienes aparte del acento caribeño sólo unía la desconfianza hacia la península y el amor enigmático y apasionado por el gofio, una harina o polenta cuya aparición en el cuartel, en el petate de alguien recién llegado de las islas, provocaba por igual entre los canariones hercúleos y los menudos chicharreros una conmoción no inferior a la de la llegada de una partida de heroína a una comunidad de adictos:

– Canario, gofito guapo, canario.

Hay un relato muy poco conocido de Julio Cortázar que trata de un campeonato mundial de natación en gofio, ganado implacablemente por un atleta japonés. En el invierno lluvioso de San Sebastián, en las humedades sombrías del cuartel de cazadores de montaña, los canarios se alimentaban la nostalgia espesando con gofio todas las comidas, lo mismo el cacao o pochascao de los desayunos que los guisos de judías del almuerzo, convirtiéndolo todo en una pasta granulosa y suculenta que se adhería al cielo de la boca y también, según Salcedo, a las cavidades cerebrales, y cuando no tenían con qué mezclarlo se lo comían a puñados, reunidos en las literas como en las catacumbas de una eucaristía clandestina.

Salcedo, como era huraño, callado y de Valladolid, carecía del todo de identidad regional, más o menos como yo, que siendo de la provincia de Jaén no tenía un acento que pudiera ser calificado sin vacilación de andaluz. Pero ya entonces empezaba a verse que sin identidad regionalista o nacionalista no se iba a ninguna parte, y que quien careciera de ellas estaba más o menos condenado a una vulgaridad neutra y española, a un triste no ser nadie. A mí los andaluces con más acento andaluz y gracejo verbal me amedrentaban, y hasta me daban un complejo inconfesable de inferioridad, sobre todo cuando contaban chistes o batían palmas, o cuando alguien se sorprendía al conocer mi origen:

– Oye, pues habrás vivido mucho tiempo fuera, no se te nota nada que eres andaluz.

A mí me hubiera gustado que se me notara, y hasta me daba una cierta envidia oír aquellos acentos andaluces indudables de Sevilla o de Málaga y presenciar solidaridades regionales que mi condición desaborida y casi apátrida de jiennense me vedaba. Si es verdad lo que dice Chesterton, que se deja de creer en Dios y enseguida se cree en cualquier cosa, en el umbral de los ochenta y en el azaroso ecumenismo de aquellos cuarteles se comprobaba que con tal de no ser español casi todo el mundo decidía ser lo que se presentara, poniendo incluso más furia en la negación que en la afirmación, como si que a uno lo llamaran español fuera una calumnia. La izquierda, que por aquellos años se había quedado sin banderas, sin banderas republicanas ni banderas rojas, culminaba su ineptitud rescatando banderas regionales, inventándolas, inventándose, como la carcundia romántica del siglo XIX, tradiciones e identidades ancestrales, sagradas fiestas vernáculas, diatribas de víctimas seculares del centralismo español. El lirismo polvoriento de juegos florales y trajes típicos empezaba a transmutarse temiblemente en cultura popular, y la ignorancia hostil hacia el mundo exterior y el enclaustramiento en la provincia de uno cobraban un prestigio de desplantes políticos. Mi amigo Agustín, canario de Las Palmas, lo explicaba con una claridad terminante:

– Antes que español, turco.

Españoles eran, aparte de nuestros mandos y del Chusqui, aquellos que no podían ser otra cosa, según el luctuoso dictamen de don Práxedes Mateo Sagasta. Españoles, en la segunda compañía del Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia 67, en los primeros meses de la década de los ochenta, sólo había unos cuantos, gente rara y esquiva, de Murcia, por ejemplo, de Guadalajara, de Madrid, gente sin glorias épicas con las que enaltecerse y sin nostalgias definidas de ningún lugar ni de ningún guiso o baile o equipo de fútbol vernáculo. Ser de la provincia de Jaén, o de la de Murcia, era en aquella proliferación de nacionalidades como ser de una carretera o de un aparcamiento.

Había un soldado pelirrojo, encorvado, fornido, muy silencioso siempre, con cara de bondad, que se llamaba Martínez Martínez y era de Murcia, pero vivía desde niño en un barrio de Madrid sin ningún carácter, el de la Concepción o el del Pilar, así que ni siquiera tenía acento cheli o macarra, ni particularidad ninguna, salvo la de una mala suerte que lo condenaba regularmente a entrar de guardia los domingos y las fiestas más señaladas, y hasta parecía que la causa de su infortunio, de su mansedumbre y su tristeza era la falta de una identidad regional a la que adherirse, de un paisaje del que tener nostalgia o de un catálogo de agravios sobre el que cimentar el rencor y hasta la explicación del mundo. A Martínez Martínez no le quedaba más remedio que ser español, pues ni siquiera tenía, como Salcedo, la oportunidad de calificarse de castellano viejo, o de reclamar con gallardía un estatuto de disidente sexual.

Disidentes sexuales que manifestaran sin miedo sus preferencias había dos en el cuartel, uno, la Paqui, en la compañía de los enchufes de máximo voltaje, la plana mayor del batallón, y otro en la nuestra, en la segunda, un asturiano de mi mismo reemplazo que se llamaba Ceruelo y al que velozmente todo el mundo empezó a llamar la Ciruela, entre grandes carcajadas que a él no parecían afectarle. A la hora de formación la Paqui cruzaba la galería sobre el patio contoneándose como en una pasarela y el elemento masculino prorrumpía en bramidos y silbidos que los mandos preferían no advertir, dado que la Paqui gozaba en el cuartel de una indulgencia absoluta, por razones que nadie hubiera considerado prudente averiguar. Para Ceruelo o Ciruela, que era un homosexual más de diario, dependiente en una camisería o en una tienda fina de corbatas, la vida en la segunda compañía resultaba más dura que la de la Paqui, por culpa de las guardias, y porque a veces, en los dormitorios o en las duchas, los veteranos lo hacían víctima de bromas feroces, pero él se comportaba siempre con una dignidad admirable, con un coraje descarado que más de una vez dejó helados a sus agresores: yo seré maricón, les decía, pero vosotros sois peores que bestias. Por las noches, al apagarse la luz, cuando el imaginaria empezaba su ronda, voces burdamente afeminadas llamaban a Ceruelo: